6.11.07

GUERRA Y PAZ 4


Los círculos narrativos que plantea Tolstoi no coinciden exactamente con la división en libros. En la segunda parte del libro segundo se cierra el círculo que seiscientas páginas atrás comenzaron el príncipe Andrei y Pierre Bezújov. Vuelven a encontrarse en el retiro del príncipe Andrei, alejado de la guerra el uno y decidido el otro a purificarse.
Pero antes de este encuentro está la primera parte del libro segundo, llena de tensión y dominio narrativo, antes del diálogo de la segunda parte, que desde el punto de vista de los procedimientos novelescos me interesa mucho menos.
La reaparición del príncipe Andrei es magistral. Si hubiera que reducirlo a una fórmula, se diría que Tolstoi plantea un folletín que resuelve minimizándolo. Así, mientras el príncipe Andrei está en paradero desconocido, su mujer, Lisa, da a luz. Hasta aquí, cualquier novelista se hubiera frotado las manos: el padre podría seguir huido, ni vivo ni muerto, porque un Telémaco nace para ir en su busca. Pero el príncipe Andrei se presenta nada más nacer su hijo, en la página siguiente, como en los dramas antiguos, a tiempo y de repente: a tiempo de oír cómo nace su hijo y cómo muere su mujer.
La atención se nos había desviado. Andrei nos acapara por completo, pero es entonces cuando muere Lisa. Nacimiento del hijo, resurrección del padre y muerte de la madre, todo en una disposición trágica. El príncipe Andrei huyó a la guerra despreciando el matrimonio; cuando huye de la guerra para refugiarse en su mujer, se encuentra con todo lo que no hizo por ella, con todo lo que no le dijo. La sensación de desamparo incluso se retuerce cuando es el padre de Andrei quien lo sustituye, a su edad, como soldado. Queda la princesa María, la ofendida, aquella para quien la felicidad es hacer a los demás felices, y de pronto es ella la que debe sostener la situación. Guardar la ausencia del padre guerrero y cuidar al hijo huérfano, aparte de tenerle la frente al bueno de Andrei, para quien la felicidad, y eso lo dirá luego, consiste en no padecer enfermedades ni arrepentimientos. Creemos que está sano, pero nunca sabremos la verdadera sustancia de las erinias que le persiguen. Tolstoi se cuida mucho de ahondar en su desvalimiento, en describirlo siquiera. Andrei está ahí para que nos miremos en él, no para que le abramos las tripas. No importa lo que sienta por una esposa a la que nunca terminó de querer, y que antes de morir le ha dado un hijo. Nos lo imaginamos. Nos imaginamos la profundidad del no dolor, esa fría constatación de la inutilidad de todo que todavía duele más que el desconsuelo.
Y, con respecto a Rostov, lo primero que nos encontramos es que Dostoievski lo despluma. El jugador es de 1866, y Guerra y paz de 1868. Me imagino que al día siguiente de publicarse más de un lector vería que Dolójov es la encarnación de Dostoievski en esta novela. Dolójov es “fuerte y extraño”, y se resarce de un desaire amoroso en una salvaje partida de cartas a la que logra que acuda mansamente Rostov para arrancarle un pedazo de su fortuna. Natasha, cuando Dolójov, en casa de los Rostov, en medio de un jardín de muchachas en flor, se enamora de Sonia, hace de Casandra y tuerce el morro: “En Dolójov todo es calculado y no me gusta”, dice. Y sin embargo la venganza de Dolójov es un lenitivo para Rostov.
Y algo parecido sucede con Pierre. El efecto es más rápido de lo que fueron los consejos de Andrei. En una fonda de camino se le aparece la conciencia, igual que, tiempo después, a Dimitri Karamázov se le aparecería un fantasma, pero ahora en forma de anciano masón, cuyo nombre es verosímil, Osip Alexéievich Bazdéiev, conocido masón y martinista de la época. Pero Tolstoi nos informa de esto, de la corporeidad histórica del fantasma, en el lugar donde, en un cuento malo, habría aparecido la anagnórisis del despertar o la excusa de la fiebre. De hecho, el anciano/fantasma lo sabe todo, y habla a Pierre con una claridad solemne y mística con la que sólo hablan los ángeles y los demonios. El resultado es que el sermón masónico está rodeado de cortinajes fantasmagóricos, de un aura entre mística y truculenta en la que el anciano explica cómo enderezar el camino de la depravación y cómo purificarse para que la pura verdad pueda penetrar en él. “La suprema sabiduría y la verdad son como un líquido purísimo que querríamos captar. ¿Puedo, acaso, recoger ese líquido purísimo en un recipiente sucio y determinar luego su pureza? Sólo mediante la interior purificación de mí mismo puedo llegar a conocer, en cierta medida, el líquido recogido”.
Así que Pierre se hace masón y se va al campo como después se iría Levin en Ana Karenina o el mismo Tolstoi en Yásnaia Polaina, e igual que ellos se topa con la incomprensión de aquellos a los que pretende redimir. Pierre, de todas formas, se ha librado de su angustia por elevación. La masonería le da fuerzas para mandar a su suegro, el odioso Vasili, a tomar por culo, y con él a todo el enjambre de sonrisas y dinero que lo acribillaba. Los masones obran en él como siempre han obrado las sectas: “¡Se sentía tan dichoso por librarse de la propia voluntad y poder someterla a quienes conocían la verdad absoluta!”, dice de él el narrador, y sin embargo esa claudicación está decorada por el impulso heroico de la tierra, de los esclavos, de sus mujeres y de la educación de sus hijos, y sirve para romper con aquello que, por cierto, quiso también romper Andrei marchándose a la guerra. Pierre no habría vuelto sus ojos a la redención y al sacrificio si alguien no lo hubiera pensado por él. Pero los sueños son difíciles, y una vez retirado al campo, hay que gestionar las tierras. Es entonces cuando, otra vez, Pierre acude a pedir consejo al príncipe Andrei. La primera vez no le hizo ni caso, y así le fue.

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