11.11.07

GUERRA Y PAZ, 6 BIS


Así escribe Pierre en su diario su plan de vida:

1) Vencer la cólera con la mesura y la paciencia.
2) Vencer la lujuria con la abstinencia y la repulsión.
3) Alejarme de la vanidad, pero no apartarme
a) del servicio al Estado
b) de los cuidados de la familia
c) de las relaciones amistosas
d) de ocupaciones económicas.

El plan es llamativo porque da la sensación de que es el esbozo de lo que sigue: los intentos de Pierre de ser fiel a este plan son los que dan consistencia al desarrollo de lo narrado. Pero también es un resumen perfecto de un ideal de vida que, salvo por lo que respecta al apartado 2), cualquiera firmaría de inmediato. Uno quisiera, en fin, que los demás no llegaran a perturbarlo y que nada nos hiciera perder el dominio de nuestros sentimientos; quisiera haberse reconciliado definitivamente consigo mismo y no dejar paso en su vida a ninguno de los sentimientos nobles que sin embargo fomentan la soberbia: la ilusión, la satisfacción, la ambición.
Pero uno tampoco quisiera, merced a los tres primeros puntos, convertirse en un misántropo anacoreta. El hecho de considerar el Estado, la familia, los amigos y el dinero un asunto importante complica más las cosas, porque es fácil estar en paz cuando estás solo. ¿Con quién se va a cabrear un ermitaño? Aunque también es un consuelo que levantarse todos los días para ir a trabajar forme parte del programa, así como atender a los parientes inopinados, soportar con estoicismo antiguas amistades que han perdido casi todo el interés o practicar la austeridad. Todo eso es un ideal de comportamiento, pero no un ideal moral. El personaje puede observarlo a rajatabla, pero no por eso su opinión sobre aquello que está cumpliendo debe cambiar. No busca ninguna satisfacción por haber sido consecuente con su programa. Sólo en la medida en que se lo crea será capaz de alcanzar la felicidad, que así vista es la fusión de ética y moral.
Con Pierre me pasa que desde siempre me ha atraído el personaje dueño de sus comportamientos pero esclavo de sus pensamientos. Pero Pierre aspira a un dominio religioso, el que incluye también la verdadera convicción, el creer que algo no es bueno porque nos libra de angustias sino porque debe ser así. El ideal de Andrei, nada más volver de Austerlitz, era no sufrir enfermedades ni arrepentimientos, y a ello iría dirigido el programa de Pierre, de no ser porque Pierre “tiene un gran corazón”, en palabras de Andrei, es decir, se siente naturalmente inclinado a vivir según ese programa, aun antes de proponérselo. No es capaz de resolver su desamor con Elena pero sí ofrece con naturalidad el amor a Natasha y Andrei. Cree que es peor de lo que es, se esfuerza por ser quien es, pero vive temeroso de ser todavía el joven que ha sido hasta ahora.
Esa facilidad con que el príncipe Andrei vuelve a enamorarse pertenece a un espíritu distinto. Pierre nos llega más porque, además de llevarse la peor parte, plantea siempre ese conflicto de creer en las cosas que se hacen, o simplemente creer que había que hacerlas. No nos imaginamos a Pierre enamorándose a todo trapo de una muchacha como Natasha. A Pierre lo enamoraron, se limitó a cumplir, su matrimonio fue un poema de ocasión en cuyos versos se dejó llevar. Pero qué distinto aquel amorío de salón oscuro, de viejas alcahuetas y suegros con diente de oro, aquel casorio sin ton ni son que metieron a Pierre de matute cuando heredó una fortuna, qué distinto a este otro amor fuerte como un roble que surge sin que nadie lo comprenda, ese amor de quien decide amar al mismo tiempo que lo siente, de quien descubre la bondad infinita del mundo que se abre a sus pies, el amor fresco de Andrei, el amor celestial de Natacha. La condición de Andrei no es la de creerse un tipo con mala suerte que podría pasar de todo y encerrarse con sus libros, sino la de quien cree que su obligación en este mundo es ser feliz y hacer felices a los demás (la misma, por cierto, de la princesa María, de quien pronto viene un espléndido pasaje).
La parte central de este capítulo tiene forma de baile. Los personajes van cambiando de pareja entre el frufrú de los vestidos, hasta que van al baile de verdad. Todo va muy rápido, hay movimiento de muebles, cambios de ropa. Los Rostov han descendido de condición social en San Petersburgo. Berg pide a Vera Rosov en matrimonio. El conde Rostov pasa por graves dificultades económicas, casar a las hijas empieza a ser un problema. Borís vuelve a casa de los Rostov y se reencuentra con Natacha, su amor infantil. Él no quiere comprometerse con ella, pero hay algo que lo ata, que lo envuelve. Abandona así las constantes visitas a Elena, la esposa de Pierre. Lo dicho, un baile.
Pero luego viene el baile de verdad. Natacha y la condesa Rostov mantienen un diálogo maravilloso, lleno de ritmo y de vida, Natacha coqueta y fantasiosa, su madre con las cosas claras, tan claras que habla con Borís y este deja de aportar por casa de los Rostov. Así, apartado un pretendiente que no nos acababa de caer bien (un novio antes de tiempo es un impedimento), llega el primer baile de Natacha. Digo primero porque en el capítulo siguiente, en una cabaña en el campo, viene el segundo, el más famoso. Natacha y el baile son el cañamazo de esta parte de la travesía. Nada termina donde se acaba, siempre quedan hilos por donde sigue la trama.
De este primer baile han debido de salir todas las escenas de baile elegante del cine mundial. Aquí todo está contado desde la postura de inferioridad de los Rostov. El preámbulo, los preparativos, están contados con detalle, el follón de los vestidos, la emoción ante el espejo, la condición de provincianos de los Rostov, allí, en el baile, junto al mismísimo Emperador. Escenas de mujeres que parten un hilo entre los labios cerrados se superponen a las lámparas de araña del salón principal.
Tolstoi nos hace desear el momento en que baile Natacha. Nos describe un baile sin ella tan maravillosamente que nos hace concebir esperanzas graduadas: el baile de Natacha será todavía mejor que ese. ¿Con quién bailará?, nos preguntamos. Natacha está algo aturdida. Ella sabe bailar mejor que nadie, pero no le hacen ni caso. Los caballeros pomposos y engreídos miran a su familia por encima del hombro. No sólo jóvenes que deberían estar pidiéndola en matrimonio sino otros, como el príncipe Andrei, que sí la conocen, que la conocen de cuando era pequeña, de cuando ella gritaba que quería subir al cielo. Ni siquiera ese señor la sacaba a bailar.
Y entonces se nos aparece Tolstoi. Es Pierre el que se ha dado cuenta de que los Rostov se sienten desplazados, el que ha sabido ver las ganas locas que tenía Natacha de bailar, el que pide a su amigo Andrei que la saque. La literatura, la gran literatura, se mide por estos pequeños momentos de emoción, cuando un personaje hace lo que nosotros querríamos hacer, pero lo hace para engrandecer su papel y darle sentido al episodio entero, no para conmovernos sin más. Lo que esperábamos, el gran baile de Natacha se queda en el momento en que la sacan a bailar. No hay tal baile, sino algo mejor, la inmensa felicidad de Natacha, el gran corazón de Pierre y la resurrección anímica de Andrei.
Y otra vez, ahora, la tercera parte, el remate airoso.
Andréi sufre una nueva decepción, esta vez con su valedor, Speranski, el que había conseguido que sus propuestas de reforma del reglamento militar fuesen atendidas. Le parece un tipo vulgar, falto de alegría, sobre todo falto de alegría, a pesar y sobre todo cuando lo está oyendo reír. Andrei, acabado el baile, echa de menos la risa alegre, esa sí, de Natacha: “Hay en ella algo peculiar, espontáneo, que la distingue; no es como las muchachas de Sanpetersburgo”, piensa el príncipe de ella.
¿Cuál es nuestro punto de vista en la conversación que mantiene un exultante Andrei con un abatido Pierre, y en la que le comunica que está enamorado de Natacha, que se quiere casar con ella? No siempre nos identificamos con los que son felices, precisamente porque siempre les hace falta un golpe de suerte o una gran capacidad de cicatrización para asumir la felicidad sin toda la melancolía que suele arrastrar.
Esta parte culmina, otra vez, con un contraste de personajes. Andrei acuerda con su padre aplazar un año la boda, y eso a Natacha le parece excesivo, se considera engañada, sufre uno de esos ataques de orgullo falsamente seguros que le dan a quienes se sienten despechados, y pisa sobre el suelo de madera “con el tacón y la puntera de los nuevos zapatos que tanto le agradaban”. Otra vez los zapatos.
A través de su idea del tiempo vemos su edad: ella no sabe que un año no son más que unas pocas páginas; pero también vemos la de Andrei, cuya visión del amor está bastante más curtida:

El príncipe Andréi tenía entre las suyas las manos de Natacha, la miraba a los ojos y no encontraba en su corazón el anterior amor hacia ella. Algo en él había cambiado: ya no sentía la fascinación poética y misteriosa del deseo, sino piedad y ternura infinita por su debilidad de mujer y niña, miedo de su entrega y confianza, la conciencia dolorosa y al mismo tiempo alegre del deber que lo ataba para siempre a ella. Y ese nuevo sentimiento, sin ser tan poético y luminoso como antes, era más serio y fuerte.

Hermosa es también la descripción del cambio que el amor y la separación operaron en el rostro de Natacha. El remate de esta parte, en fin, nos propone un contraste con la princesa María, que no cree en el matrimonio de Andréi y entra en un misticismo que a punto está de convertirla en peregrina, en bendita, de no ser por su certeza final: “Y lloraba en secreto, pues se creía pecadora: amaba a su padre y a su sobrino más que a Dios”. Una Ismena de los pies a la cabeza.

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