24.11.08

Galdós, El equipaje del rey José
























Siempre que asoma el Galdós teatral en las novelas tenemos diversión asegurada. Es curioso que un hombre tan apegado a la gramática de la escena no brillara más sobre las tablas, y que sus mejores piezas teatrales fueran una decantación de novelas homónimas, pero no al revés. También Dostoievski tenía un sentido teatral de la novela, y no es por lo único por lo que me lo ha recordado.
El caso es que, así como en la segunda entrega de la primera serie nos escribe una deliciosa comedia de teatro dentro del teatro en La corte de Carlos IV, así también ensaya ahora, al principio de la segunda serie, un dramón de tintes clásicos sobre el tema de la guerra civil. Luego de una transición muy criticada donde aparecen unos cuantos afrancesados en Madrid, de pronto uno de aquellos currutacos sale de Madrid y entra en un drama de Shakespeare.
El escenario son las montañas vascas por donde circulaban los convoyes de rapiña que acompañaron a José Bonaparte en su huida. En este paisaje duro y montuoso viven los viejos patriarcas como don Fernando Garrote, un antiguo donjuán que repobló la comarca con hijos ilegítimos. El recuerdo de don Juan Manuel de Montenegro es más que evidente, como si Valle-Ínclán hubiera visto en este episodio, más que una trama, toda una estética teatral. Don Fernando Garrote tiene un hijo, Carlos, que se ha echado al monte con los guerrilleros y suspira por una moza que se llama Jenara. Esta Jenara, en cambio, guarda la ausencia de su prometido, Salvador Monsalud, muchacho pobre que se fue a Madrid y ahora, de vuelta, la visita por las noches, escondido detrás de una puerta, para que ella no vea su uniforme de renegado. Por supuesto, Salvador Monsalud lleva el apellido de su madre, una mujer ultrajada por el donjuán del pueblo, don Fernando Garrote, que no sólo no reconoció a su hijo sino que dejó que a él y a su madre se los comiese la miseria.
Con este molde de caras de plata se puede escribir un drama calderoniano o un folletín de tres al cuarto. Galdós, combinando ambos sistemas, escribe una buena novela, sin los excesos que nos apesadumbraron en algunos pasajes de la serie anterior. Todo está cortado a la medida del drama, y eso escurre mucho la narración: nunca hay que comenzar de nuevo en busca de otra historia; es la misma, que no puede no crecer en intensidad; cada paso es un desenlace, un giro inesperado de la historia que sólo viene a confirmar el sentido general que ya sabíamos, como sucedía en las tragedias clásicas. Hay momentos en que parece un Edipo del revés, sobre todo en un capítulo, magnífico, en el que el viejo Garrote y el cura cobarde se echan al monte con las armas cambiadas, y están a punto de matar a quien el lector ya sabe que puede ser su hijo. Es otro momento de barrida de centrales, porque la sospecha no se confirma y lo que aguarda es mucho mejor, la tremenda escena de la cárcel, el gran agón de los dos protagonistas de esta historia.
Y eso que, en principio, todo indica que el duelo final entre hermanos es el momento cumbre. Está muy bien narrado, sobra decirlo, y, esta vez sí, consigue que la novela se nos haga corta. Incluso se nos muestra el final feliz que las novelas aconsejan pero desmiente la historia. Es espléndido el momento en el que Carlos finge ante los otros guerrilleros para que ninguno descubra la identidad de su hermano Salvador, que le sigue la siniestra superchería. Se salvan para quedarse a solas. Se protegen para matarse. Es una gran circunstancia, pero el personaje de Carlos parece un poco plano. Se ha dejado embaucar por la Jenara y no se asoma siquiera al horroroso drama que corroe las entrañas de Salvador. Son dos antagonistas envilecidos que nos parecen buenas personas. Si Carlos supiese la verdad, los dos estarían en igualdad de condiciones.
No se sabe, porque en la gran escena de la cárcel, entre padre e hijo, también está desequilibrada. Sólo el viejo sabe que Salvador es su hijo, pero el propio Salvador aún no lo sabe. O sí, quién sabe, porque su vía crucis moral (y el vino, todo hay que decirlo) ya lo ha vuelto medio loco. Se ríe como el hermano loco de los Karamázov, con una contemplación desesperada de lo que ya no tiene remedio. Siente compasión, y vergüenza, y odio, y emoción, y los sentimientos son tan violentos y tan contradictorios que le sacan muecas de locura.
El viejo, el futuro don Juan Manuel Montenegro, junto con el patético cura que lo acompaña, también se debate entre sus deberes cristianos (entre los que se incluyen matar seres humanos como a conejos o pedir perdón a Dios antes de que lo maten) y la vergüenza que le da reparar sus pecados. Lo zarandea el fanatismo patriótico y la moral de pueblo, el egoísmo de viejo patriarca y la entereza para encarar la muerte. Es un viejo monstruoso que habla a un joven desquiciado. Se sacan las entretelas, pero ninguno es capaz de decirse la verdad. Tremendo. Frente a ellos, el noblote Carlos y la taimada Jenara quedan un poco a media luz. El uno es demasiado inocente y la otra demasiado lista. Los novios han cedido su asiento a los personajes profundos. Buen síntoma.

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