19.11.08

Florecillas de San Francisco


Uno de los mejores y menos conocidos libros de Álvaro Pombo, la paráfrasis de la Vida de San Francisco de Asís, lleva en el epílogo su cumplido agradecimiento al volumen 399 de la B.A.C., en el que se recogen sus escritos y las biografías y documentos de la época. Bajo la batuta del Hno. José Antonio Guerra, son muchos los hermanos franciscanos que se ocupan de la redacción, y entre ellos el Hno. Lázaro Iriarte, que se ocupa de las Florecillas de San Francisco y de las Consideraciones sobre las llagas.
La prosa franciscana es un reto estilístico. También Chesterton escribió páginas muy luminosas cuando se ocupó del santo (máxime si uno lo lee en la magnífica versión de Marià Manent), pero en estos dos casos que a mí me gustan tanto cualquier mínima huella del autor barroquiza el texto inevitablemente. Tal es su condición perfecta y despojada que cualquier forma de estilo está condenada a desnaturalizar su esencia, por rilkeano que sea el revestimiento.
Pero los hermanos franciscanos, que no son Chesterton ni Álvaro Pombo, que no están movidos por el nombre y apellidos de un artista, pueden acercarse con más esmero al ideal primigenio, que tampoco es tan escuálido como pueda parecer. Todo lo contrario. Lo que me asombra a cada paso es el uso constante de la retórica al servicio de la ausencia de retórica, y siempre con una búsqueda contenida de la emoción que se va desperdigando entre las enumeraciones y en las breves descripciones. Hay capítulos como el VIII (Cómo San Francisco enseñó al hermano León en qué consiste la alegría perfecta), el XIV (Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos, apareció Cristo en medio de ellos -muy divertido éste-) o, de lo que llevo leído, el XVIII (Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos en Santa María de los Ángeles) que son de una perfección estilística que si no es deslumbrante es precisamente porque debe no serlo, pero que casi por eso es aún más bella.
El tercero de los tres capítulos que mencionaba tiene un precioso párrafo de muchedumbre. En la literatura, igual que en el cine, es difícil sacar bien a mucha gente a la vez. Aquí el juego de enumeraciones es medido pero frondoso, y se combina con un crescendo que trasciende lo dicho y es exclusiva misión del ritmo y del sonido. La escena es que San Francisco reúne a un montón de gente y, cuando le preguntan qué van a comer, el santo les dice que no se preocupen, que Dios proveerá.

Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración.
Estaba presente a todo esto Santo Domingo, y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción.


El párrafo es espléndido. Es la prueba de que con un medido alargamiento de las cláusulas no hay ninguna necesidad de signos de admiración ni superfluos adjetivos. Los adjetivos aquí no son ni muchos ni muy aparatosos: feliz, extraño, indiscreto, supremo, bendito, singular, grande. Y pare usted de contar. Son incluso vulgares, y la mitad pertenecen a fórmulas de devoción que se van repitiendo cada pocas líneas como una carraca de las que usan los monjes para despertarse por las mañanas, recordando lo cerca que tienen la jubilación. Es decir, que las pompas visibles no son vehículo del enaltecimiento, pero sí las audibles.
El latín es una lengua con poco vocabulario, o, para ser más precisos, con mucha polisemia. Eso exige de la prosa el constante uso de la oratio numerosa, de la frase rítmica, si se quiere reproducir esas subidas y bajadas gregorianas que son como una melodía de ascensión a la divinidad. El fragmento que empieza en Pero el pastor supremo va elevándose en tres frases de nombres de cosas y al final echa flor en el fragmento que habla de lo contentos que estaban todos. Por lo demás, narrativamente, es impecable.
Voy buscando cosas de estas porque hay muchas veces que volver a Fray Luis de Granada y este tipo de literatura si uno quiere ver ejemplos de emoción no decorada, cómo con las cuatro reglas de la retórica y palabras sencillas como un hábito de estameña se pueden pisar territorios de apasionante narración y de altísima poesía. Amén.

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