3.3.08

CHESIL BEACH


El sábado leí con placer la crítica que Eduardo Mendoza dedicó a Chesil Beach, de Ian McEwan, y no sólo porque hablara tan bien de la novela, sino por ver de nuevo a Mendoza en El País después del mutis de la contraportada (y de su sustitución por la estomagante Almudena Grandes), aunque sobre todo por la noticia de que tiene novela nueva en el horno, no sé qué de un tal Pomponio Flato.
El caso es que Mendoza le daba con su extensión y con su nombre, además de con la larga entrevista de Ruiz Mantilla, que me dejé a mitad, una cobertura de gran acontecimiento literario sólo justificable por algo que apuntaba el propio Mendoza, la conciencia de que McEwan viene de novelas como la célebre Expiación y, aunque Mendoza no la mencionara, Sábado, una novela densamente moderna que debió de dejarlo molido. Sea como fuere, y en eso Mendoza tiene razón, Chesil Beach está escrita con la destreza y la densidad de un quinteto de cuerda de Mozart, con la sabiduría dejada estar de quien acaba de componer varias sinfonías colosales.
De Chesil Beach me gusta el alarde de claridad. “De este modo podía cambiarse por completo el curso de una vida: no haciendo nada”, dice en una ocasión el narrador, y uno comprende que la pieza entera es un ejemplo perfectamente narrado de lo que esa frase significa. La sencillez de una propuesta suele ser inversamente proporcional a sus dificultades técnicas. Un planteamiento tan transparente como este casi resulta un punto vanidoso, algo así como decirnos: mirad, mirad lo que soy capaz de hacer con esta historia tan poco original. Y lo que consigue es una historia que constantemente se autoexplica desde el punto de vista estético. La heroína, violinista de profesión, rehuye las grandes orquestas y prefiere centrarse en los quintetos de cuerda. Ella misma es el primer violín delicado de una pieza secundada por un segundo violín intempestivo, el pobre Edward, y por sendas violas (las historias de las familias) que dialogan por detrás de la melodía, secundado todo por un tenebroso violonchelo que es la anécdota, la historia, la cosa en sí. Y así va creciendo la historia, en combinaciones graduales de sus presentes violonchelos y sus violines del pasado y de una vaga esperanza de futuro, al ritmo de madres distantes y padres excesivos. Cada cual tiene su solo, sus páginas de protagonismo, en una pirámide de importancias en la que gana el triste ronroneo del violón.
Por lo demás, la única, digamos, estrategia que me disuena un poco es una que no sé cómo se llamará en términos musicales, pero que en lenguaje futbolero se denomina barrer a los centrales. McEwan barre a los centrales, esto es, las firmes expectativas del lector, y se las lleva al terreno de la tensión y el desenlace previsible. Quiere provocar en nosotros la evidencia de una tragedia, incluso su necesidad argumental. Pero luego entra por la derecha un medio sin marcar, justo la idea contraria, y nos cuela un golazo todavía más previsible y trágico de lo que imaginábamos, y que quizá por eso, por haber esperado alguna pirueta novelesca, nos sorprende y nos enardece como esas últimas dos notas que hace unos meses yo alabé hasta las babas de otro quinteto de cuerda, también de Mozart, como el que suena en la novela: esa mezcla de rúbrica erguida y luminoso lance, de rataplán brevísimo y aspiración definitiva, de broche perfecto.
Me gustan las novelas que se postulan como un ejercicio estético sin dobleces. Lo más anodino de la historia está contado con el virtuosismo habitual en la elección de los detalles, en la perfecta definición de las cosas, en la justa, exacta descripción de las texturas y los colores, hasta llegar al verdadero alarde descriptivo en los momentos culminantes, sobre todo en los momentos culminantes.
Mendoza se hacía en su crítica muchas preguntas sobre el protagonista. Yo lo veo más simple, pero hay algo universal en su actitud. La novela es, en términos pop, premoderna, de cuando nacía el rock en Inglaterra, pero esa tragedia del excesivo respeto y de la consiguiente falta de comunicación no es algo que hayamos superado. Cuanto más libres somos, más miedo tenemos a faltar el respeto, más nos avergüenza y atenaza nuestra condición animal. Hasta en eso tan eterno está bien ideada esta novela.

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