7.7.08

OTOÑO RUSO, VII


Capítulo séptimo
El abrigo del campesino

Esther ha resuelto ya tres veces en su casa los problemas del examen, y el resultado es siempre el mismo, el que le pasó aquel chico tan callado en un papel. Hace poco que ha llegado a clase, vino a principios de octubre, es ruso y no se entera de nada. El chico, que se llama Kolia, también vive en Alfambra, pero nunca va por el bar ni pasea por la carretera. Alguna vez lo ha visto subirse en el autobús que los trae a Teruel por las mañanas. El chico siempre se sienta detrás del todo, junto a la ventanilla, y baja la cabeza. Suele llegar muy a punto a la parada, pero siempre se queda fumándose un cigarro al otro lado de la carretera, junto a la estación en ruinas.
Todo eso va a cambiar. Mañana por la mañana, cuando cojan el autobús, Esther se va a sentar al lado de Kolia y le va a dar las gracias por pasarle los resultados del examen, pero también le va a decir que no le hicieron falta, y que si le vuelve a pasar una chuleta es posible que los suspendan a los dos, aunque a él parece que le da lo mismo.
Esther se ha subido a su cuarto, al palomar que su padre lució y arregló el tejado y puso calefacción para que subiese la chica a estudiar. El cuarto abuhardillado está lleno de carteles de las películas de Tim Burton y algún otro suelto de grupos emo como My Chemical Romance o 30 Seconds to Mars. A Esther no le gusta que la llamen exactamente emo. Le gusta su estética pero detesta la ñoñez de grupos como Pannic at the Disco. De los emos disfruta la tranquilidad y la pasión, las subidas y bajadas de las canciones, ese aire de casa encantada que tienen los cantantes, su amor por lo viejo y su aprecio por la naturaleza, pero no le gusta la tontería, que en los grupos góticos no es tan empalagosa, aunque estos son más amigos de la violencia y del vicio. Los emos son una mezcla de siniestros de toda la vida con los straight age, aquellos punkis de los 90 que no bebían, no se drogaban y no follaban si no era por amor, pero con peor gusto musical si cabe y mucho más ñoños. Es, en general, lo que Esther se pone en el MP3 y lo que escucha desde que sube al palomar hasta que baja a preparar la cena.
Esther elige su ropa para dar las gracias al extranjero mudo. Se va a presentar como chica emo, entre post-harcore y pop-punk. Prepara sus vaqueros enormes a mitad de culo y las bragas boxer con dibujos del horóscopo, la camiseta de presidiario y la rebeca negra de gancho que heredó de su abuela y que ella adorna con rosarios enroscados en las muñecas y mitones de blonda. Llevará las zapatillas viejas de baloncesto y el muñequito vudú con cruces en los ojos para colgar en la mochila. Irá con peinado de almohada, o bien lamido de vaca, ya lo pensará, pero se pintará de negro el cerco de los ojos y los labios de morado, y un aspa de genna en cada mano, a la espera de que su padre le dé permiso para tatuarse un retrato de la maga Circe en la paletilla. Le ha dicho que si aprueba este curso que se tatúe lo que le dé la gana, pero que sea en un sitio donde no lo vea él.
A la mañana siguiente, Esther llega puntual al autobús. Kolia está junto al ribazo de la estación antigua, y lleva una abrigo casi hasta los pies que en la mañana brumosa de octubre parece el de un mariscal de campo de las guerras de Napoleón. Esther ve la silueta de un abrigo y de un muchacho pálido junto a la ruina. Ya había decidido sentarse con él en el autobús, pero esta imagen, y sobre todo ese abrigo, le dan las fuerzas que pensó no tener mientras se vestía.
Esther se las arregla para subir la última, y recorre el pasillo apoyándose en los asientos, detrás de Kolia, cuyo abrigo va tropezando en los reposabrazos. Es como de paño entre gris y negro, y lleva un cuello de piel rizada, la piel del abrigo de piel de la madre de Esther, que hace ya mucho que no se pone. Kolia se sienta y en el mismo movimiento coloca su mochila bajo la cabeza, cruza las piernas, recoge el vuelo del abrigo y cierra los ojos como si fuese a dormir. Sólo por un momento ve Esther, cuando está poniendo la mochila como almohada, sus ojos profundos y azules, su mirada de lobezno entre la nieve, su pelo muy rubio y muy fino, su tez pálida y los pómulos muy rojos, como si se le hubiesen roto los capilares por el frío, o como si se hubiera puesto colorado. Pero Esther no aguarda un solo instante. Lleva la colonia Quelques fleurs, la favorita de los emos, y además es una decisión que hace muchas horas que tomó.
-Hola –dice Esther-. Me gusta mucho tu abrigo.
Kolia abre los ojos y se incorpora. Sólo ha entendido la palabra hola y la palabra gusta. Supone que es por lo sucedido ayer en el examen, de modo que ensaya una media sonrisa y menea la cabeza como quitándole importancia. Kolia no puede decir nada en español, pero aunque pudiera no sería capaz porque un estremecimiento general del pericardio se lo impediría. No le saldría la voz y temblaría, aun callado trata de esconder las manos bajo el abrigo por si ya han perdido el pulso. Ayer fue un arrebato de orgullo el que le hizo demostrar a todos que no era idiota, que sabía matemáticas igual o más que ellos, y Esther le recordaba a Luzmila, que lo vino a consolar cuando lo de su hermano. Pero ahora Esther, vestida de ese modo, importante y atractiva, cuyo perfil llevaba viendo Kolia en el autobús desde hacía ya unos cuantos días, es un ser de carne y hueso pintado de negro que se dirige a él. Kolia no sabe qué decir. Habría hilado unos cuantos sustantivos que se ha aprendido para salir del paso, pero de ningún modo podría decir en castellano lo que siente, así que lo dice en ruso:
-Lo hice porque me caes bien –dice, y Esther no entiende una palabra, pero le gusta el sonido y cierta sonrisa involuntaria cuando habla Kolia, como si de ningún modo ese gesto pudiese haber sido una mala contestación.
-Me gusta tu abrigo –repite Esther. Le toca el faldón para que se dé cuenta, y repite: a-bri-go.
-Ah, abrigo –dice Kolia, en ruso.
-Sí, eso será. Me gusta mucho.
Kolia le ha cogido el gusto y piensa incluso contarle en ruso por qué lleva ese abrigo. Piensa decirle que gracias a ella, gracias a que a ella le gusta ese abrigo, el día le ha salido bien. Ponérselo ha sido un acto de desobediencia. Es el abrigo de su abuelo, el que su abuelo ha llevado en Siberia para salir al campo durante los últimos cincuenta o sesenta años. Al padre de Kolia no le gusta que el abuelo vaya por ahí con prendas folklóricas. “Cuélguese también si quiere un retrato de Lenin y vaya por las tardes al café”, le dijo su padre. Pero su madre, que es la hija del abuelo, defendió el derecho de su padre a vestir como le diese la gana, y entonces su padre entró en uno de esos enfados llenos de lloriqueos y desesperanzas que al final consiguen lo que quiere. Al final su madre, harta de discutir por cualquier cosa cada día, le pidió a su padre que se cambiara el abrigo de mujik por un plumífero negro que le compraron en el Aldi.
Tampoco habría sido capaz de explicar todo eso, ni siquiera en ruso. Kolia cogió el abrigo de la percha de su abuelo y sin que nadie se enterase salió con él puesto esta mañana. Su familia todavía no sabe que va a pasearse por el instituto Vega del Turia con el abrigo de campesino siberiano de su abuelo. Cómo decirle a Esther que gracias a ella no tiene sensación de culpa.
Esther ya no sabe qué más decir. Le hablaría en inglés, pero en inglés Esther nunca pasa del cuatro setenta y cinco. Toda la puta vida estudiando inglés y ahora que lo necesita resulta que no sabe decir nada. Ni siquiera sabe cómo coño se dice la palabra abrigo. Pasan por Peralejos entre paredes calizas desmigajadas y los chopos amarillos que asoman por encima de la niebla. El autobús huele a plástico frío.
Kolia lleva unos instantes decidido a decir algo. A decir gracias, que a él le sale algo así como guerasias. Preferiría decirlo en inglés. Pero también le parece que su inglés acartonado debe resultar ininteligible. Kolia aprendió mucho inglés por escrito y ha escuchado miles de canciones y emisoras en habla inglesa, pero no lo ha practicado nunca. En la escuela de Irkutsk todos los ejercicios eran por escrito. Para Kolia, hablar inglés es como hablar latín. Aun así lo intenta.
-It’s my grandfather’s overcoat.
Esther piensa que Kolia sigue hablando en ruso. El muchacho habla con la boca medio cerrada y es como si los labios se le enganchasen. Pero cuando Kolia dice thank you, rebobina y se da cuenta y contesta.
-Mai neim is Esther –dice Esther, y se queda un instante parada y luego se acerca a dar dos besos a Kolia, que apenas mueve los párpados mientras es besado. Kolia siente primero el cosquilleo de un mechón de pelo negro y el tacto del hilo del auricular del MP3 antes de que su piel entre en contacto por primera vez con los labios morados de Esther. Esther no sabe decir mucho más en inglés pero cree que ya tiene controlada la situación porque Kolia se ha vuelto a poner colorado e intenta estirar todo lo que puede esos labios, casi le ha salido una sonrisa. Así que no se da por vencida.
-Ai laik veri mach yuur, yuur, yuur…
-Overcoat.
-Eso, yur ovecóu.
Al pasar por Villalba Baja ya han hilado media docena de frases más. El hablar de Kolia es sintáctica y léxicamente irreprochable, pero es como si hablase un sintetizador, y quizá por eso Esther, para su asombro, lo entiende mejor que las listening comprehension que les pone en clase Pilar Bravo. Kolia tiene bastante con sonreír y entender lo que intenta decirle la chica, con que en ningún momento parezca todo lo soso y callado que es. La chica no deja de sonreír y alarga cada palabra mientras se acuerda de la siguiente.
-Ai am... lísen... music... emo. Ah, no, imo, no emo, imo, de imosional jarcore. Du yu laik? –dice Esther, cuando están bajando ya por la carretera de Alcañiz, y le ofrece a Kolia uno de sus auriculares para que se lo ponga. Kolia no ha oído esa música en su vida. Suena como el reactor de la central que tenían en el pueblo, a veces se para y otras estalla con gritos desaforados y acordes de rock duro, algo que a Kolia le suena mucho más familiar. Pero no se trata de juzgarlos. Sólo lamenta no saber cómo se llaman.
-Certy seconds tu Mars –dice Esther. Kolia no sabe si es el nombre del grupo o su estilo musical, o el tiempo que les queda.
Qué bien se siente Esther bajando al instituto por la calle del Salvador, vestida de fiesta y con semejante abrigo al lado. Quizá por el hecho de que viva en Alfambra, Esther se ha sentido siempre en el instituto un poco desplazada. Cuando los otros quedan por las tardes ella está en el pueblo con sus amigos. Hace un par de años, en 3º de la ESO, una pija imbécil, Julita Villar, le preguntó si en su casa tenían vacas, y toda la clase se echó a reír. Nadie le dio importancia, pero Esther fue asumiendo que la única manera de reivindicarse era por medio de la diferencia. El primer día que se puso el uniforme emo sintió que la respetaban más, y también que Julita Villar la despreciaba sin disimulo. La estética emo realzaba su nariz larga y sus encías sonrosadas, su tez pecotosa y pálida, y esa mata de pelo lacio que hasta los catorce años llevó recogido en una larga coleta. Aquel peinado sí que resaltaba la nariz.
La presencia de Kolia, su imponente abrigo, tan romántico, su rostro extranjero, su condición marginal hacen sentirse a Esther más dueña de su mundo y más diferente a los pijos como Julia, que no sólo serían incapaces de vestirse como ella sino que jamás irían por la calle con un inmigrante, ni siquiera lo saludarían ni mucho menos tratarían de ser sus compañeros. La mañana húmeda llena los pulmones de Esther cuando baja por la escalinata modernista como si estuviera rodando un vídeo musical de happy punk. La sensación es tan gratificante que la llena por varios sitios. Se siente solidaria y compañera de los débiles, se siente moderna y se siente más lista que Julia Villar.
Y la verdad es que Kolia no le ha parecido en ningún momento extranjero, a pesar de que sea imposible entenderse con él. Sus gestos le son reconocibles, su cara es verosímil, es cómodo andar a su lado y no hay prisa por hablar. Pueden ser amigos con paciencia. A fin de cuentas son del mismo pueblo.
Kolia se deja llevar como un cordero con abrigo largo. El abrigo le da calor y si ahora Esther desapareciese le daría un ataque de vergüenza. El abrigo lo ha hecho visible, como si al envolver su cuerpo transparente hubiera empezado a existir. Caminar con Esther es como ir a clase con Luzmila. La pequeña estación de piedra de rodeno y los castaños amarillentos que flanquean la escalinata son como bajar al jardín donde pasean los vivos. Por primera vez le gusta la fachada curva del instituto, sus letras de hierro y el túnel de acceso al patio. Es la primera vez, entrando con Esther, que las pareces cobran cuerpo y los pasillos argumento. Hasta ahora se había sentido muy cómodo en su aislamiento extremo, pero ahora es como si hubiera salido a la intemperie. A pesar del calor que da el abrigo, por dentro se siente un poco frío, y por si acaso camina con las manos en los bolsillos, como un general.
No ha hecho falta que se preguntasen nada. Los dos han ido a sentarse junto al ventanal. Esther ha corrido su mesa ostentosamente para que Kolia pusiese al lado la suya, y Kolia se ha comportado en todo momento como un operario de guardamuebles. A Esther no le pasa por alto que, cuando el profesor de matemáticas entra en clase, a escape se percata de la nueva situación, y pese a que no dice nada su forma de estar serio parece agradablemente sorprendida.
Hoy tienen que decir qué trabajos piensan preparar para este trimestre. Esther escribe notas en su inglés de cuatro setenta y cinco con las que intenta explicar a Kolia lo que está diciendo Javier Santacruz. Notas como “We have to make a work”, o bien “do you want make a work of a watch of sun?”, que Kolia lee y a las que asiente muy serio con la cabeza, aunque no termina de entenderlas. A Esther le hace mucha gracia lo obediente y lo majo que es este chico. Le hace gracia darse cuenta de que el otro no sabe qué hacer para caerle bien, y mira sus manos sobre la mesa, recogidas como las de un niño.
Esther está lanzadísima esta mañana. Ni siquiera espera a ver qué van a hacer los otros. Ella es la primera que levanta la voz y lo dice.
-Yo iba a hacerlo sobre el reloj analemático que hay en mi pueblo.
-Buena idea –dice Javier Santacruz-. A ver si descubres el fallo que tiene.
Javier Santacruz empieza su explicación sobre qué es un reloj analemático. Cuando acaba, Esther se vuelve a lanzar.
-Lo vamos a hacer los dos –dice, señalando a Kolia.
Al profesor le parece muy bien. Daniel Salvador dice que él lo va a hacer sobre el principio de Eulen con Sara Morales y José Antonio Lahoz. Alguno más responde y se van estableciendo grupos de tres en tres. Laura Barrientos dice que como ella va a estudiar arquitectura le gustaría medir el viaducto con fotos digitales. Se da por sentado que María Eugenia Valterra y Julia Villar entran en el mismo grupo. Al final se quedan sin grupo Manolo Perales y la Choni, los dos juntos son impares. Manolo Perales, con ese buen conformar que tiene con todo, dice que por él no se preocupe porque no lo va a hacer, y la Choni dice que bueno cuando Javier Santacruz le pregunta si quiere trabajar sobre el reloj analemático. La Choni dice alemanático.
Todo el mundo se ríe menos Julia, que lleva la clase entera intentando decir algo. La entrada triunfal de Esther y el rusito le ha dado una envidia rara. Qué de pronto tan modernos, qué vidas tan libres. De modo que, siempre tan educada ella, levanta la mano y Javier en seguida le hace caso.
-Si a Choni le da lo mismo, yo prefiero hacerlo sobre el reloj.
Javier Santacruz abre mucho los ojos y mira a Esther buscando su aprobación. Esther se pone colorada y se encoge de hombros y dice que bueno. Luego, mientras siguen buscándole acomodo a la Choni, Esther siente cómo el cuerpo se le vacía de entusiasmo. Julia es la que mejor habla inglés de toda la clase. Su papá le paga todos los veranos un colegio en Inglaterra. Kolia sonríe. No se está enterando de nada.

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