3.7.08

OTOÑO RUSO, III


Capítulo tercero
Examen de matemáticas

Nikolái Mijáilovich Breshkovski está aprendiendo el castellano sin querer, pero no se lo ha dicho a nadie. En España la gente habla sin descanso, y cuando alguien se queda callado suelen preguntarle si se encuentra enfermo. Pero Nikolái, Kolia, tiene una excusa, que no se entera de nada. Mira al profesor y copia mecánicamente, para disimular, las palabras que escribe en la pizarra, pero no las entiende ni tiene el más mínimo interés por comprenderlas. Kolia está bien. Hace mucho calor en el aula, pero el sonido de la voz del profesor, sus eses y sus erres, le resulta gratificante.
En realidad no hay posibilidades de hablar con nadie, al menos con nadie con quien a Kolia le apetezca hablar. Tan sólo un par de profesores se han acercado a él, le pusieron la mano en el hombro y le dijeron frases incomprensibles. Pero él ya se ha acostumbrado a ser un extranjero, a que su condición de individuo quede diluida en la de alguien a quien se obvia. Teruel es una ciudad muy pequeña y a cada paso hay gente que se ha parado a charlar. Kolia cruza el puente, un puente grande, de treinta metros de ojo, y atraviesa esos grupos sin que nadie gire la cara por si el muchacho es otro conocido, alguien a quien habría que saludar o preguntarle por sus familiares enfermos. Aunque dos personas no se saluden, en sus andares y en su manera de pasar uno al lado del otro es evidente que ambos saben de quién se trata el otro, que lo han identificado y después decidido si lo iban a saludar. Eso en Irkutsk también sucede. En todas las ciudades pequeñas pasa lo mismo.
Pero la actitud de los transeúntes que se paran a charlar en lo alto de un puente resulta distinta cuando al lado pasa un extranjero, porque entonces no se puede distinguir ni el más mínimo gesto, ni el menor cambio de postura, nada en su posición ni en su manera de mirar da esa sensación de conocer a quien pasa, o de mirarlo, o de decidir el grado de vencindad que los une. Los extranjeros pasan como si no hubiesen pasado, igual que pasan los turistas en una ciudad acostumbrada al turismo, igual que un vecino de toda la vida del centro de Venecia miraría a unos turistas holandeses. Sólo un extranjero siente esa negación absoluta. Pero esa condición de fantasma es para Kolia la paz absoluta de su espíritu, lo mejor que le pudo suceder desde que llegaron a España, el fin de todos sus miedos y contradicciones. Su sensación era la de quien, en una situación incómoda, desea que se lo trague la tierra, y la tierra se lo traga, y lo escupe en un lugar donde no tiene la suficiente entidad social como para ser uno de los que atraviesan el puente con la certeza de que antes de abandonarlo habrán saludado a un semejante. En estas circunstancias, Kolia sólo disfruta en la clase de matemáticas. Las matemáticas se escriben igual en ruso que en español. Sien embargo, las dos veces que el profesor, Javier Santacruz, un tipo serio que le caía bastante bien, le preguntó con palabras y gestos si había entendido algo, Kolia no expresó nada, bajó la mirada y miró la superficie del pupitre, en un azoramiento absolutamente fingido que de inmediato hacía que el profesor no insistiese, sobre todo porque detrás de Kolia se oían risas aisladas. Kolia nunca ha dicho que sí, que lo entiende todo, ni tampoco lo puede decir ahora, porque sólo habría conseguido devaluar el efecto de su estrategia. Si ahora, con su nulo castellano, demuestra sus conocimientos en matemáticas, quizá la gente dejara de reírse, quizá pensasen que, aunque no se entera de nada, tampoco es tonto del todo. Hay que tener un poco de paciencia, seguir mirando la pizarra sin emitir ningún mensaje con los músculos del rostro, seguir observando la pizarra con las manos boca abajo, simétricas sobre la superficie vacía de la mesa. Hay que dejar que las risas se acrecienten, y luego cortarlas en seco.
De algo le tendría que servir a Kolia la herencia rusa. El general Kutúzov ganó a Napoleón porque, de entre todos los altos mandos, incluido el Emperador, fue el único que supo decir que no a las fáciles victorias. Mientras todos veían con claridad lo que ocurría en una posición determinada, en un momento concreto, el general Kutúzov veía pasar la realidad, sabía cómo atenerse a su ritmo y a su sentido general, y calculaba el sacrificio necesario para ser después recompensado con holgura.
Desde su asiento, en su condición de fantasma, Kolia puede ver al resto de los alumnos de un modo, digamos, más limpio. No hay deseos ni rencores en sus ojos porque no hay nada que esperar de ellos. Las chicas atractivas pueden ser contempladas como si no estuvieran vivas del todo, con distancia, con desapasionamiento. El resto de chicos no se comporta con naturalidad cuando habla con ellas. La misma confianza es una muestra de falta de naturalidad. Ahora es evidente cómo, aparte de ser amigos, o compañeros, o nada, hay entre ellos una compleja trama de gestos diminutos, inconscientes, que revelan pudor o exceso de confianza, amor, odio u ostentosa indiferencia. Kolia los ve, sobre todo a las chicas, como lo que son, seres intangibles que se comportan en su presencia como si él no estuviese.
En la escuela de Irkutsk, su profesor de matemáticas era un antiguo capitán del ejército soviético. Siempre se había dedicado al entrenamiento deportivo, y sus métodos eran muy constantes y rigurosos. Desde el principio, desde que les enseñó a sumar, empleó la misma táctica. Primero escribía en la pizarra la operación que los alumnos tenían que resolver. Después de cinco minutos, la borraba. Los alumnos, entonces, tenían que estar en silencio media hora, al cabo de los cuales el capitán Vsevolodivich les daba un papel en blanco. Aún les quedaban cinco minutos para escribir de nuevo el enunciado de la operación y su resultado, y entregarlo cuando Vsevolodivich diera una seca, sonora palmada. Eso lo hizo, respetando el mismo tiempo, con la operación 2 + 2 y, años después, con complejos cálculos infinitesimales.
Para Kolia es una costumbre, algo que nunca le costó demasiado esfuerzo, entre otras razones porque durante el invierno, como no se podía salir al patio, la ración de matemáticas era doble. O triple. No, muchos de aquellos alumnos no guardan buen recuerdo de aquel sistema. Vsevolodivich organizaba una especie de competición, una lista con cien de ejercicios por la que había que ir escalando a lo largo del curso. Si llegabas a 70, en vez de un 7, como ocurre aquí, eras nombrado capitán. Vsevolodivich siempre fue muy honesto consigo mismo.
La sorpresa de Kolia nada más llegar a España fue que lo que se exigía para sacar un 10 era aproximadamente lo que su maestro pedía para ser cabo (en Irkutsk sólo aprobabas si llegabas a teniente), así que ha decidido homenajear al capitán el día del primer examen. Todo es, sobre el papel, muy fácil. El profesor les ha dado un folio con tres ejercicios muy sencillos de cálculo diferencial. Kolia procede como siempre, como desde que era niño, memorizando los enunciados. Ya sabe que es inútil. Puede ver el enunciado durante todo el examen, durante mucho más tiempo que los exiguos cinco minutos a que estaban adiestrados en Irkutsk. Pero, afortunadamente para él, se da cuenta de inmediato de que si trata de sacar provecho de la ventaja no será capaz de resolver el ejercicio. Sí, acostumbrado a un mismo método durante toda su vida, ahora, de pronto, de golpe, en el día señalado, decide utilizar otro (no se trata de que sea más o menos ventajoso, sino de que es otro), seguramente la parte no racional de su cerebro, las células emotivas, se apoderarán de su lógica sin que Kolia pueda hacer nada para remediarlo. De modo que, después de cinco minutos exactos de mirar el folio que le ha dado el profesor, Kolia lo dobla y se lo guarda en el bolsillo del pantalón, y se pone a mirar al papel en blanco.
¡Todo el mundo se ha enterado! De pronto, sin apartar la vista del papel, sin ver a quien, sin mirarle, le da por pensar en él, Kolia siente una especie de escozor en el cuello, agravado por el hecho de que no puede rascarse. Rascarse el cuello durante un examen de matemáticas puede ser una información muy valiosa. Sus vísceras, sobre todo su corazón y sus intestinos, reaccionan de inmediato a semejante catarata de pensamientos diminutos que se ciernen sobre él. Es como si todo el mundo, cuando, después de leer sus enunciados, procede a cambiar de postura, a recogerse el pelo, a sacar la calculadora, contemplase cómo Kolia da el asunto por concluido. No les habrá llamado la atención que dejara el enunciado sobre la mesa, pero sí que se lo haya guardado. Es un momento. Nadie, salvo el profesor, le dedica al asunto más de un segundo, y la culpa ha sido de Kolia, porque ha hecho sin ningún disimulo el gesto que muchos otros harán ahora con todas las precauciones, pero no para meterse un papel al bolsillo sino para sacarlo.
Sólo ha habido una persona que permanece mirándolo. Los demás han pensado en él por primera vez en sus vidas, pero ya se les habrá olvidado. Se han reído los que se ríen siempre que un profesor le pregunta a Kolia si ha entendido algo, pero los demás vuelven a sus puestos. Las chicas se esconden en sus cabelleras y los chicos se encorvan sobre los papeles o empiezan a dibujar monigotes, o tratan de copiar. Pero una chica, no exactamente la más bella, no la chica guapa (una de las varias chicas guapas) que Kolia ve con la distancia de quien no tiene nada que hacer, sino una chica en la que él tampoco se había fijado, a pesar de que la ha visto subir al autobús de Alfambra en el que viene por las mañanas, pero que también ha sido hasta ahora un fantasma para él, una chica que le ha pasado desapercibida precisamente porque su aspecto le parecía del todo vulgar, es decir, ruso, y que con el tiempo ha descubierto que entre sus compañeros es lo que se suele decir una chica rara.
No es rusa, es de Alfambra, y se llamaba Esther. Y tampoco habla con nadie. Está clarísimo que esa chica trata de solidarizarse con Kolia, o bien que Kolia para ella es más normal que sus propios paisanos, quién sabe. Es posible que el hecho de coger los dos el autobús en la parada de Alfambra haya despertado en ella sentimientos compasivos. Tiene la piel muy blanca y el pelo lacio y muy negro. Sus labios son oscuros y sus ojos grandes y azules. Le recuerda, ahora que por primera vez la está mirando, a una compañera de la escuela, Luzmila Fyodorovna, que le caía bastante mal. Mientras mira el papel en blanco se le pasa varias veces por la cabeza el rostro de Luzmila. A medida que, con la minuciosa técnica de siempre, va resolviendo los ejercicios, Kolia vuelve a ver a Luzmila en situaciones que antes, cuando las estaba presenciando, no había visto. De pronto se siente culpable por no haberle hecho más caso a Luzmila. Siempre ha sido muy amable con él. Kolia se acuerda, por ejemplo, de algo que había desaparecido al momento de suceder, cuando murió su hermano Sergei y Luzmila se acercó y trató de charlar con él, y Kolia no le hizo ni caso.
El conocimiento, la empatía, los corpúsculos de afecto que viajan de un cuerpo a otro antes incluso de conocerse, y que entran antes por las vísceras que por el cerebro, le despistan todo el rato, a pesar de que Esther ya está resolviendo su examen (aunque cada cierto tiempo lo mire) y Kolia no aparte la vista del papel en blanco. De pronto se le ocurre, influido seguramente por alguno de aquellos corpúsculos, que si él lleva a término su plan las consecuencias no serán del todo felices. Hasta ahora, todo el mundo piensa que Kolia es un extranjero que no se entera de nada. A partir de ahora, será un extranjero que no se entera de nada pero es muy inteligente. Todo el mundo contará la hazaña, nadie reparará en que se trata de una costumbre, y que de un modo normal y corriente, como ellos, acaso no habría sabido resolverlo. Es posible que, dado el nivel tan mediocre de matemáticas que hay en el instituto, intenten, a su modo, captarlo para concursos de ciencias. También es posible que a partir de entonces lo consideren peligroso, la típica mente venida del hielo. Pero lo peor es que no ve en la clase a nadie capaz de sentir por ello simpatía hacia él sino admiración, y no la admiración de quien envidia determinadas aptitudes del otro, sino la de quien considera que ciertas capacidades son propias de los locos.
El pesimismo ensombrece la página. Ve en el reloj que faltan cinco minutos para entregarlo, el tiempo que necesita para reproducir con exactitud los enunciados y todos los pasos que ha tenido que dar hasta llegar a la solución exacta. Entonces vuelve a meterse la mano en el pantalón. El asiento de la silla rechina y todo el mundo a la vez levanta la vista. Kolia estaba de medio lado, con una mano en el bolsillo. Es como si lo hubiesen pillado. Está muy serio y la gente se ríe. Pero estalla en una carcajada general, Esther incluida, cuando saca del bolsillo un lápiz de Ikea. En su casa hay muchos lápices de Ikea, de madera, muy cortos, apenas para usarlos con las puntas de los dedos.El profesor apaga las risas y se pone muy serio. Todo el mundo calla. Él sigue hablando, al principio muy tenso, pero pronto mucho más relajado. Kolia no entiende nada, pero de pronto capta la palabra NASA, y también entiende la palabra Gagarin, que es un apellido ruso, el apellido del astronauta que subió al espacio con un lápiz. La anécdota se la contó mil veces el capitán Vsevolodivich. La humanidad entera sabe que, mientras en la NASA investigaban en una tinta que escribiera sin gravedad, los rusos usaban lápices. El final de la anécdota coincide con el timbre que anuncia el cambio de clase. No le queda tiempo. Tan sólo, en el centro, Kolia escribe el resultado. Pero no lo entrega al profesor. Lo dobla en cuatro partes, se levanta de su asiento, confundido entre todos los que están entregando también su examen. Se acuerda de Luzmila. Qué feliz se habría sentido Luzmila, aquella chica tan transparente a la que nadie hacía caso, si Kolia le hubiese mostrado alguna forma de agradecimiento cuando lo consoló en el entierro de su hermano. Así que hace no lo que habría hecho el capitán Vsevolodivich, sino lo que habría hecho él mismo si no hubiese tenido que marcharse de mi país: acercarse a Esther, la chica de Alfambra, que corría para terminar su examen, y dejar el papel sobre su mesa.

1 comentario:

  1. Se nota que el autor tiene experiencia docente. Sigo con interés la narración y ya me aventuro a imaginar lo que va a ocurrir entre Esther y Kolia...

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