24.10.08

Galdós, Cádiz

Los Episodios más importantes desde el punto de vista histórico suelen ser narrativamente los más flojos. En Gerona Galdós prescindió de la historia y se quedó con la novela, y al final, en unas pocas apretadas páginas, resumió los datos históricos del sitio. En Cádiz la Historia manda, y la historia se queda en un acontecimiento que empieza a cobrar vuelo cuando Galdós ya se dispone a replegar las velas. Un gran personaje, lord Gray, uno de esos personajes que iluminan la página cada vez que asoman, se queda así en simple esbozo, o en algo peor.
Hasta ahora he ido leyendo Episodios en la edición que publicó en 1987 Círculo de lectores, los 46 tomos en octava y tapa dura y una letra Garamond que queda muy bien con el ligero amarilleo del papel. No me explico, dicho sea de paso, quién se va a leer los mamotretos que ha editado Destino, que parecen libros de coro. A la condición leve de los Episodios le corresponde un libro en octava, definitivamente.
Cadiz, sin embargo, lo he leído en la edición de bolsillo de Cátedra, profusamente anotada por Pilar Esterán. De toda la primera serie, sólo Trafalgar y Cádiz han merecido ediciones de este tipo, y desde luego no son las mejores. Lo que pasa es que los anotadores se lanzan a los episodios de más carne histórica, por más que se incluyan en colecciones literarias donde ya debería estar La corte de Carlos IV o la curiosa Gerona. Además, estos anotadores historicistas escriben más de lo que deben, acribillan el texto con largos inventarios de datos sobre tal o cual batalla, pero de literatura no dicen nada que merezca la pena; eso sí, adelantan acontecimientos de la trama, cuentan el final antes de que suceda y explican, con algo de retraso, que ha habido una anagnórisis folletinesca. Y sin embargo no llaman la atención sobre la escena de lord Gray y los mendigos (casi estoy por apostar que Buñuel vio en ella su futura Viridiana) ni ven esticomitias de teatro clásico ni evidentes referencias cervantinas. De todos los personajes históricos cuya vida y milagros se nos cuentan, sólo me he interesado por el taimado Calomarde, vaya personaje, y por Bartolomé José Gallardo, el autor del Ensayo de libros raros y curiosos, en cuya grata compañía yo he pasado bastantes horas en la Biblioteca Nacional.
Por lo demás, tanta nota me cansa, casi estoy deseando volver a la limpia edición de Círculo. Y me cansa en la medida que me cansa la novela. Más que cansarme, me irrita. ¿Cómo es posible que deje escapar de esa manera al personaje de lord Gray, con lo bien que lo pinta? Me he pasado la novela esperando que se saliese del tópico romántico (tan estupendamente contado, por otra parte) para entrar de lleno en el mundo de un ser libre. Pero Galdós se convierte en el tío Paco que viene con la rebaja y le da nada menos que a Gabriel Araceli la encomienda de cargarse al gran Gray. Hasta entonces piensas que Galdós va a redimirlo, pero no como un fantasma herido sino como un canto a la sanidad mental, no a la tormentosa locura.
El capítulo XXXIII es el más redondo de todos, y eso que no está Amaranta, tan adorable en La Corte de Carlos IV y en Napoleón en Chamartín, pero en muchos de los otros capítulos se mezclan demasiados personajes ilustres, demasiadas viejas reaccionarias y un desmelene folletinesco que no me termina de convencer. Y entre tanto lord Gray sujeto por la camisa de fuerza del tópico. Cómo es posible que lo haga hablar como un marqués de Bradomín nonato, que capte con tanto tino su condición cínica (cínica de Diógenes, no del diccionario) y luego lo sepulte de cualquier manera como si fuera un muñeco de cartón. Y cómo es posible que consiga algo tan difícil como que comprendamos el amor de María Asunción por lord Gray (véase Sonata de primavera) y no se nos deje entrar en la persona, dedicarle el libro entero. ¿Por qué se corta ahí don Benito? ¿Por qué no se atreve a darle los galones, a convertirlo en héroe absoluto? Tuvo que darse cuenta de que en las otras escenas se estaba durmiendo en la suerte, que la cosa sólo se avivaba con el inglés. Es decir, y paradójicamente, ¿cómo es posible que se convirtiera él mismo en censor de tan potentes criaturas?
No obstante, recomiendo ese
capítulo XXXIII, o un monólogo que un poco antes declama María Asunción, en el capítulo XXX, en su larga y, esa sí, folletinesca conversación con Inés. Lo demás, el retrato del proceso histórico y social y tal y cual, es algo que no me llama demasiado la atención. Cuando en una novela histórica vence la historia, me mosqueo. Cuando un equipo pierde un partido por no utilizar a su mejor jugador, me llego incluso a incomodar.

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