17.6.09

Baño


Otra vez Sorolla. En el plazo de un año hemos podido ver una deliciosa exposición de miniaturas en Burgos, la monumental de la Hispanic Society, que ya glosamos aquí, y ahora, en el Museo del Prado, un muy abundante recorrido por toda su obra, incluidos los paneles regionales que ya vimos en Valencia. Da la impresión no solo de que ya se le ha perdonado ser un pintor figurativo sino de que los modernos incluso babean con su época fauve. No sé si puede montarse una exposición tan deslumbrante de la obra de Zuloaga, de modo que podríamos ir deshaciendo la parejita: Zuloaga era el 98, el pesimismo, la seriedad encapotada, y Sorolla era el colorido modernista, un baño con grandes luminarias por las que asoman matas de geranios, alicatados blancos y amarillos y paredes teñidas de azul. Esa pintura burguesa que los pacatos de la modernidad no soportaban porque sufrían fotofobia espiritual: demasiada luz, demasiada belleza, demasiado poco mal rollo.
El visitante, ahora, puede ver cómo esa valencianidad tan luminosa es en cambio un halo de comprensión y de verdad. Hay un cuadro que quizá resuma lo que quiero decir: en una playa mediterránea, un fraile vestido de negro acompaña a una parva de muchachos que se bañan en las aguas tibias y algo turbias de la orilla. Entre los niños hay muchos ciegos y tullidos, su carne blanca sin salud, apoyados en muletas de palo, en el momento en que la luz intensa y la brisa del mar les van dando un poco de color en sus pieles de criaturas abandonadas. Sólo el cielo y el mar los bendicen, pero ellos están contentos, casi se les oye gritar cuando sienten el primer frío de la espuma y chapotean y se tiran agua unos a otros. La realidad es la enfermedad y es la miseria, pero también el sol, la algarabía.
Impresionado quizá por ese cuadro, luego tuve parecida sensación con el famoso baño del caballo, y con las odaliscas de carne verosímil, y con las niñas que sonríen bajo el sol. Las madres duermen felices y desmejoradas. Los pescadores son héroes griegos que ganan un jornal mísero. En las postales folclóricas hay siempre algún rostro terrible, en medio de las flores nos perturba la resignación. Las vidas están más claras, su intimidad mejor iluminada. Las figuras están, más que bañadas, redimidas por la luz.

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