10.12.09

La fiambrera de Muñoz Molina, y 4
























Pues no, el final tampoco me ha servido para olvidarme de lo poco que me ha gustado el resto. La tercera parte vuelve a la guerra, en un tono ya descaradamente deudor de la técnica del San Camilo, pero más pazguato. Tanto esfuerzo realista en la descripción de los desmanes desemboca en una imagen esperpéntica en la que ya no queda sitio para la gente común, la que no era importante ni estaba loca, la gente que vio pasar el vendaval y pasó miedo. Recuerdo ahora un fragmento especialmente brillante que sí se refiere a esta gente a propósito del miedo, pero fuera de eso solo importan los hombres ilustres. El deus ex machina Van Doren lo saca siempre de apuros y él emprende una búsqueda con pretensiones épicas de un personaje como los de Sefarad, el profesor alemán que anduvo por la Rusia soviética por culpa de un devaneo amoroso de su hija. Da la impresión de que ningún español reúne méritos para ser héroe, ni mucho menos para ser sensato. Cela cargó mucho más las tintas contra la locura colectiva, pero no incluyó ni una sola línea de desprecio. La condición de víctima del pueblo en armas contra sí mismo no se puede despachar con ese desdén generalizado que a veces parece el de quienes se avergüenzan de su origen. Un novelista que desprecia por sistema a sus personajes, a algunos personajes, no ha traspasado la línea que separa al autor del narrador, y mucho menos si trata de redondear el libro con una jeremiada que le cabe más al autor que al personaje. La cobardía es un gran tema, pero hay que desarrollarlo, no pintar a un muñeco que a veces mueve la boca para repetir las ideas extemporáneas de su demiurgo. Cela hizo con la gente común un coro trágico estremecedor y Muñoz Molina se empeña en tratarlos como burros sanguinarios: “el sentimiento de inferioridad por pertenecer a un país así, y el deseo de escapar de él y la culpa por alimentar ese deseo y por haber salido huyendo, por no haber sabido ser útil en nada, ni remediar en nada”, como dice, a modo de resumen de la novela, a ciento y pico páginas del final. Aunque siempre tiene tiempo de arrepentirse: como le dice esa mujer de cartelera que lo primero que hace cuando se va a acostar con él es quitarle los calcetines, “si hubiera tan poca diferencia entre un lado y otro y todo fuera nada más que salvajismo y sinsentido no habría tantas personas inteligentes y valerosas dispuestas a jugarse la vida en España”.
No se trata de hablar mal de su punto de vista porque uno sea de izquierdas ni de derechas. Cualquier persona tranquila y civilizada se apunta a la tesis de la locura cuando se trata de juzgar una guerra. Pero eso no significa no hacer un pequeño esfuerzo por salirse de sí mismo y ponerse en otro pellejo que no sea otra vez el suyo. Al lector de novelas le interesa poco la demagogia. En el cuñado fascista había un interesante personaje que desaparece en una escena sin gota de imaginación. La mujer beata, que no murió en el suicidio, es asesinada de inmediato por el autor, cuando su ciclo trágico no había hecho más que empezar. La amante guapísima extranjera siempre termina quitándole los calcetines, y al final sirve de poco convincente contrapunto porque ella, tan culta, es de los que piensan que sí había que tomar partido. ¿Y él? Aparte de ser Muñoz Molina viajando a Nueva York, Muñoz Molina en el campus de una universidad, Muñoz Molina dándose un baño, Muñoz Molina paseando por un paisaje mucho más pomposo y digno que las asperezas calcinadas de su pueblo…; aparte de no quitarse de en medio jamás, el personaje no es que sea un antihéroe sino un antipersonaje. Un personaje puede ser cobarde, pero si no tiene recorrido dramático, si no tiene esquinas, si se nutre del resentimiento y de la obediencia a las tesis del narrador solemne, ni siquiera es personaje. Muñoz Molina ha escrito casi mil páginas de rigor poético, pero no ha desarrollado un solo personaje.
Con más frecuencia que en la parte anterior, uno empieza a disfrutar un poco cuando los diálogos, aunque sean enciclopédicos (de enciclopedia del cine), dan algo de brío a la cosa y se calla un poco el zumbido del moscón poético, pero eso no dura mucho. La carracla vuelve a funcionar sin misericordia cuando ya estábamos dispuestos a interesarnos por la narración. La tesis, la idea, el rollo, es como una humedad que cría moho en casi todas las páginas, el moho ese que le quiere poner el protagonista a la biblioteca. La novela culmina con un polvo tedioso que dan ganas de decirle a Muñoz Molina que se salga un poco de la habitación y por lo menos los deje follar tranquilos.
Debo reconocer, no obstante, que los retratos de personajes ilustres eran más entretenidos. Por fin alguien se mete con el cantamañanas de Rafael Alberti, por ejemplo, y la pléyade de señoritos que aprovechaban los ecos de los cañonazos para escribirse páginas autobiográficas. A Negrín no es el primero que le da cuerda, después del tomazo de Marías que aquí alabé (eso sí es una novela, eso sí es material orgánico), aunque aquí es una especie de Orson Wells mientras organiza la guerra de los mundos.
Y, en fin, no me gustan las frases iguales consecutivas, ni los pleonasmos por sistema, ni empezar como Cormac MacCarthy tantas frases seguidas con el verbo, que en español no queda tan bien. Pero sobre todo no me gusta la actitud inquisitorial de quien se empeña en que todo gire a ritmo de salmodia, y que la adiposidad de los detalles no consiga en ningún momento que nos traslademos a la época y embadurne una férrea estructura previa en la que nada se resuelve y lo que se resuelve se hace a base de coincidencias. Es como si la acumulación de palabrería pretendiera quitar al lector de la cabeza todo aquello esbozado y no resuelto, ni siquiera desarrollado. Y el efecto es justo el contrario: te pasas la novela echando de menos lo que se quedó a mitad. No porque fuera interesante, sino sencillamente porque es lo que te estaban contando.

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