7.12.09

Animales heridos

El ganado ya se iba. Llevaba toda la mañana en un bancal de tierra parda que se estaba despertando del barbecho. Las ovejas iban ya dejando las faldas ásperas de la muela, se movían con más brío entre rastrojos y rebrotes de ababol, como si alguien les hubiera dicho que había llegado la hora de beber o fuera más prudente protegerse bajo los chopos cabeceros que jalonan el río. La mañana era fría pero estaba despejada y no soplaba el viento. El sol calentaba un poco. Las ovejas caminaban cabizbajas, un mastín negro al que se le veía la carne viva de los lacrimales las iba acompañando sin ladrarles.

El pastor terminó de comer y se limpió las migas, pasó el filo de la navaja por la pernera de los pantalones y la plegó mientras se limpiaba los dientes con la lengua. Cogió un morral de tela azul y se lo colgó atravesado por encima de la zamarra, y cuando se agachó a recoger el cayado vio que detrás de él, detrás de una mata de cardos, una oveja se quedaba retrasada. En realidad no podía caminar. Estaba a punto de parir, es posible que hubiese ya empezado. El cielo se había cubierto y por detrás de las crestas del otro lado del valle asomaban nubarrones negros. La primera volada de aire vino al mismo tiempo que se ocultó el sol.

Una oveja que se para porque ya no aguanta más puede tardar segundos en echar la cría, pero a veces se resiste. A veces hay que coger la cabeza o las patas del cordero y estirar. El cielo era una bóveda de plomo. El pastor intentó arrear a la oveja para que lo siguiese, pero vio que abría las patas de atrás y trataba de flexionarlas. Balaba porque no podía. De modo que volvió a descolgarse el morral y sacó la navaja. Al incorporarse vio cómo de las peñas peladas que habían dejado a su espalda salía un buitre y volvía a desaparecer. Su silueta sobrevolaba parsimoniosa los peñascos de la cima y se alejaba planeando sin más movimiento que el de las plumas de las puntas de las alas.

Había que darse prisa, llevar las ovejas al río y meterlas en la paridera antes de que empezase a helar, o se desatase una tormenta. La silueta del buitre había vuelto a ser un mal agüero. Ya no había muladares y en la sierra se dieron casos de vacas recién paridas atacadas por los buitres. El gobierno quiso limpiar el campo de carroña, de los burros muertos que se descomponen en el fondo de un barranco y las vacas enfermas que quedaron atascadas en las charcas. Los ganaderos estaban muy preocupados.

El rebaño había traspuesto la loma que lo separaba del río. Detrás de un horizonte de rastrojos sólo se veían las ramas más altas de los chopos con algunas hojas amarillas y la nube de polvo que iba levantando el ganado por el camino. Se rumoreaba que en la peña habían puesto un comedero controlado. Antes estaba descontrolado pero no había buitres, decían los pastores. Lo más seguro era que los buitres estuviesen arremolinados al otro lado de la peña, arriba de la pared caliza, en los yermos pelados donde antiguamente subían las ovejas en verano, atadas con una cuerda.

El pastor cogió a la oveja por una pata trasera y venció sobre ella el peso del cuerpo para tumbarla. Luego le agarró las patas delanteras. La oveja estaba exhausta, no hacía por levantarse. El pastor presionó varias veces con el puño en la vagina tumefacta. Palpó la cría con los dedos pero no reconocía la cabeza ni las patas. La oveja balaba entrecortadamente, cuando reunía fuerzas, un solo balido lastimero con el que no bastaba para parir. De modo que el pastor metió la mano entera para darle la vuelta dentro del útero y sacarla porque si no la madre se podría reventar. Alguna vez más lo había tenido que hacer, el tacto sedoso y caliente de las paredes del útero le acariciaba los nudillos y con los dedos iba palpando las costillas del cordero hasta que dio con las patas de atrás y poco a poco fue cambiándolo de posición. Sacó la mano llena de sangre y de un líquido blanquecino y turbio como el suero y jirones de placenta pegajosa. La pezuña de una de las patas asomaba. Volvió a meter los dedos para coger la pata de más arriba de la rodilla y estiró sin detenerse, adaptándose al ritmo con que los propios esfínteres empezaban a expulsarlo. Nada más asomar la cabeza el cordero salió entre telas ensangrentadas. El pastor sacó la bota del zurrón, la puso boca abajo entre las rodillas y con ellas presionó para que saliera un chorrillo con el que se lavó las manos.

Al levantar la vista al cielo, por encima de donde debía haber llegado ya el rebaño, vio que a lo lejos las nubes se deshacían en cortinas de hilos grises y una niebla cuajada velaba las ramas de los chopos. La oveja no podía ponerse de pie. Tuvo que ayudarla el pastor y a empujones apenas consiguió que caminase unos pasos con el cordón blanco brillante de flujos colgando entre las patas. Así anduvo unos metros, hasta que de pronto la oveja se arrancó a trotar, y cuando el pastor se volvió para recoger el corderillo se dio un susto que casi le da un infarto.

Nunca antes había visto un buitre tan de cerca. Vio planear su silueta perfecta recortada en la pared caliza de la muela, y cómo bajaba el vuelo y unos metros antes de una encina seca dejaba caer las patas, sus muslos de oca, y bajaba la cabeza e inspeccionaba las ramas con su largo cuello como si una culebra estuviera saliéndole del cuerpo. Vio la pechuga gorda de gallina gigantesca, las blancas plumas moteadas, los plumones con cañones como tubos de metal, que se recogían hacia adentro para amortiguar el aterrizaje. Parecía un animal compuesto del despojo de otros muchos, un cuerpo de pavo con un cuello de culebra, y las alas como dos perchas gigantes de las que colgara una alfombra de plumas desordenadas.

El buitre se posó en la rama, a unos quince metros de donde estaba el pastor. Parecía un rey medieval arropado por un manto de plumones grises. Había doblado el cuello sobre la pechuga con la curvatura de una tripa y de su cráneo peludo salía un pico desproporcionado, una callosidad córnea descolorida con un gancho afilado en la punta. El pastor podía incluso ver las garras por encima de la rama sin color, la piel de saurio de las patas de gallina pero muchas más bulbosidades negras. Incluso le vio la cara, la piel fina gris brillante y arrugada, los ojos redondos y muy negros escondidos en las cuencas, hundidos por debajo de los huesos.

El pastor sacó sus cosas del zurrón, unas cuerdas de plástico rojo y una bolsa con comida, y metió al cordero en el zurrón con la cabeza fuera. Llevaba el garrote pero eso no era suficiente. Lo había visto posarse, su descomunal envergadura que ocupaba casi la rama entera antes de plegar las alas y quedarse a la expectativa, sus garras como garfios de hierro viejo. El pastor ató una cuerda al cuello de la oveja y la obligó a caminar sin detenerse cada pocos pasos. Conforme se alejaban el buitre inmóvil era un bulto sobre las ramas muertas al que el viento movía las plumas. El pastor caminaba mirando atrás, oteando las cejas de las peñas, la posibilidad de que viniesen más buitres. A veces agarraba unos metros a la oveja pasándole un brazo por el pecho y volvía a dejarla y estiraba de la cuerda roja. El buitre no se movía.

Por delante iban surgiendo las ramas de los chopos cabeceros por entre la bruma, las vigas dejadas crecer que acaban rajando las zocas y la pelambrera de las ramas nuevas. El pastor se fue metiendo entre la lluvia. Las gotas iban despegando hilachas de placenta que aún colgaban de los ojos de la cría. Llevaba la cabeza gacha, sólo la subía para mirar atrás. Una de las veces vio cómo a lo lejos el buitre espolsaba las alas y arrancaba el vuelo en dirección adonde él estaba. El pastor volvió a posar en el suelo a la oveja, sacó la navaja del bolsillo de la zamarra, la abrió y la empuñó con la mano izquierda mientras con la derecha blandía el garrote como si lo estuviera sopesando. El buitre pronto ganó altura, sus alas enormes volvieron a planear. El pastor se llevó atrás el garrote, como para coger impulso si se acercaba, pero el buitre aleteó pesadamente y pasó por encima del pastor, en dirección a los chopos desnudos del río. No hizo giros, no dio ningún rodeo, voló directo hacia la bruma densa donde ya estarían bebiendo las ovejas, a menos de quinientos metros de donde estaba el pastor, al otro lado de la loma.

El rebaño era lo primero. Dejó la oveja parturienta y corrió con la cría metida en el zurrón entre bancales de cascajo que atajaban las curvas del camino. El cordero de ojos cerrados iba dando botes y balaba. No tardó ni cinco minutos en llegar al río, pero allí no había ningún buitre. Las ovejas estaban juntas entre dos viejos muñones de chopo erizados de ramas tiernas. No se veía el buitre en el amplio horizonte de barbechos al otro lado del río. El pastor barrió el paisaje en círculo con la mirada. El buitre no había regresado a las montañas, y si nuevamente apareciese por el otro lado del río lo vería entre las cortinas de lluvia que azotaban ahora la sierra muy lejos de allí. Inspeccionó con cuidado el ramaje de los chopos cabeceros, las vigas gordas y las varas tiernas, y las piedras blancas esmeradas que se amontonaban aguas abajo.

No vio al buitre, pero entre los balidos de las ovejas escuchó un aullido. Caminó entre zarzas y hierbajos que le llegaban a la cintura hasta más allá de los chopos, donde se abre de nuevo el campo abierto. Vio al mastín que se alejaba del río con su andar cansino y agitaba la cabeza para sacudirse el agua de la cara. Aullaba como los lobos. El pastor lo llamó con un silbido pero el perro seguía ladrando y aullando y agitando la cabeza como si quisiera espantar la lluvia. El pastor abandonó la chopera y fue tras él, pero nada más salir de los últimos arbustos, los juncos secos y las hierbas de la primera linde, caído sobre los terrones de un labrado, vio al buitre con las alas abiertas y las patas encogidas, como si lo hubieran clavado al suelo. Lo menos tenía cuatro metros de envergadura. Al principio se asustó, pero al acercarse un poco se dio cuenta de que le faltaba la cabeza. Se la habían arrancado por el buche, había minúsculas piedras amarillentas mezcladas con detritus y esparcidas por las plumas del pecho. La cabeza estaba un poco más adelante. Tenía los ojos y el pico muy abiertos, le salía una lengua negra que brillaba con la humedad. El pastor corrió al encuentro del mastín, que seguía dando tumbos muy despacio y aullaba y el pastor veía el aliento del animal y las gotas que despedía al sacudir la cabeza.

El pastor lo llamó por su nombre, y el perro se volvió. Aullaba y tenía los ojos vacíos. Un hilo de sangre le corría por el hocico, una colgajo al final del que brillaba el blanco del ojo le golpeaba la boca cada vez que trataba de sacudírselo y levantaba la cabeza para aullar. Los aullidos se quebraban en gañidos, el mastín cabeceaba como un toro de lidia que quiere sacarse la espada, y de sus ojos manaba la sangre. El pastor trató de calmar al mastín con voces, lo cogió de la carlanca y le acarició la cabeza y le limpió la sangre del morro con los dedos y con la navaja que llevaba abierta en un tajo rápido cortó la hilacha sanguinolenta que le colgaba y tapó con las manos las cuencas de los ojos. La sangre le salía entre los dedos, la lluvia la limpiaba. Cogió al mastín por la carlanca y lo puso a andar hacia donde se guarecía el rebaño. El bicho entonces pareció tranquilizarse, ahora giraba la cabeza como si encontrase alivio en las manos del pastor sobre los agujeros negros. Mientras lentamente lo acercaba hasta la chopera para poder curarlo mejor el pastor fue contando las ovejas. No faltaba ninguna.

De las siete ovejas preñadas tres habían parido, pero tenían a su lado los corderos. El pastor buscó el cordero recién nacido, que andaba balando entre las zarzas, y volvió a meterlo en el zurrón. Una oveja lo había terminado de limpiar. Con una manga de la camisa improvisó una venda y tapó los ojos vacíos al mastín y la sujetó con un trozo de plástico manchado de placenta que aún llevaba en el morral. A voces arreó al rebaño de regreso a la paridera. Al vencer los taludes del río, mucho antes de llegar a las faldas de la peña, allí donde debió de quedarse la oveja recién parida, vio cómo una bandada de buitres se amontonaban entre los rastrojos. Unos subían encima de los otros y aleteaban y soltaban plumas, o salían corriendo como pavos con una piltrafa de carne muy roja colgando del pico.

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