10.5.10

Fin del 98, 3

“Se trataba siempre de llamar la atención”, dice José Carlos Mainer de “los artistas vistos por sí mismos”, título del segundo capítulo de Modernidad y nacionalismo. La misma organización del capítulo es un refrendo de esa dicotomía artística e intelectual con la que digo que Mainer ha sustituido las etiquetas. Esta primera parte se dedica, sobre todo, a la vida del artista, pero la segunda, “el escritor como intelectual”, analiza el combustible ideológico que sustentaba sus escritos, y la tercera es una nueva y otra vez deslumbrante versión del asunto que más fama dio a Mainer cuando publicó La edad de plata: el mundo de las revistas y publicaciones literarias, el sistema material merced al que una literatura se gesta y se consolida, por lo menos, digo yo, hasta mediados de siglo, cuando el sistema de producción literaria –no me refiero a sus contenidos– comenzó a cambiar, a mi juicio para mal.

La primera parte es una visión bastante poco complaciente de eso tan bonito de la bohemia finisecular. Mientras en las librerías prolifera nuevamente la curiosa mitificación, bastante naïf, de Alejandro Sawa et alii, en este manual de referencia queda para la historia la visión de Cansinos Assens, cuya serie Lo novela de un literato es el libro que todo soñador de bohemias ha querido leer y se ha dado de bruces con uno de los libros más tristes que se han podido escribir. Lo de la tristeza no lo digo yo sino Trapiello, no recuerdo dónde. Yo lo leí con fruición y desengaño. Sí, muy bonito, pero yo no podría soportar esto, iba pensando a cada página. La legión de jóvenes literatos de entonces sólo es comparable con la cantidad ingente de actores en ciernes que fatigan hoy en día las aceras de Madrid. El cine y la televisión cumplen hoy este papel sociológico. Ya nadie se viene de un pueblo a Madrid a pasarlas canutas para triunfar en la literatura, y los bohemios vocacionales dan una imagen, además de triste, un punto desagradable. Los Gálveces de entonces son ahora gente que habla del corto que acaba de rodar. Las comitivas modernistas son los rodajes, esas reuniones de cables donde todo el mundo está tomando café en un vaso de plástico, y todo el mundo se siente importante. Hoy el triunfo es un contrato para salir de secundario en una serie de televisión. Por lo que a mí se me alcanza, no son tan terribles como aquellos, y no pasan tanta hambre.

Claro que también quedan reliquias genuinas: no es difícil ver en un local de Lavapiés a Torrente Malvido presentar poemas garciacalvinos con un público en el que perfectamente puede estar el crítico taurino Jorge Laverón. En fin, no quiero hablar…

Una prueba de lo poco que aquella mugre bohemia le gusta a Mainer es que incida en aquellos casos en los que, además de literatos, cometían crímenes por un quítame allá esas pajas. Dice que está sin estudiar el hampa literaria, el mundo no del vicio sino de la perversión moral, y me temo que si él acometiera ese trabajo íbamos a tener un tratado digno de Edgar Allan Poe. Ojalá. Mainer se fija mucho en estos golfos capaces de llegar al asesinato (o a la estafa, como propala –es un rumor– Mainer a propósito de González Ruano), pero su galería de montruos, como los de Cansinos, se reduce a un florilegio de seres sin alma.

Mainer también se fija en las ambiciones inmobiliarias de los artistas y, sobre todo, en el oficio de sus respectivos padres. En cuanto a lo primero, la casa fuera de Madrid era la prolongación, la destilación de la persona personaje. Fuese en forma de casa solariega (Valle–Ínclán), o de casa–museo (la mejor de las cuales, para Mainer, es la de Sorolla; es difícil que esa casa no deslumbre a quien la visita), o incluso en forma de palacio, todos tuvieron sus Itzeas, la casa que los representaba, el mausoleo de su condición de artista. Por cierto, que me ha llamado la atención que no nombrase siquiera la casa de Cossío en Santander.

Se nota que Mainer se mueve mejor dentro de casa. Esta parte en muy interesante, pero cuando habla de las tertulias, de los bares, se nota que quiere retirarse pronto. El capítulo de las tertulias lo salda con una batalla entre Cansinos y Ramón. Ni un gramo de erudición brillante (casi todo) para los grandes mitos tertulianos, nada de anécdotas jugosas: gente que habla y no escucha, nombres y mucho humo.

A Mainer le interesa cuanto antes volver a la higiene de costumbres orteguiana, al escritor como intelectual. Y hace algo (o, mejor, deja de hacer) que no se sustenta sólo con que del siglo XIX ya se habló en otro volumen. “Como moda”, dice nada más empezar esta segunda parte del capítulo, “el regeneracionismo decayó tempranamente”; en 1898, “la palabreja ya va sonando a hueco”, aunque más adelante sea tan sentido y elogioso con Giner de los Ríos y con todos los que se sumaron a un movimiento intelectual que, en términos literarios, hay que buscar en Galdós. No estoy diciendo nada del papel que Mainer concede a Galdós en todo esto porque espero a que hable de los autores y sus obras. De momento sí concede que “la Doña Perfecta galdosiana es quizá la primera novela del género caciquil”, en un contexto en el que se mofa con ganas del entierro de Joaquín Costa en Zaragoza, quien para Mainer había sido tan alabado como poco leído, y en el fondo tratado como una estantigua, y que había convertido el caciquismo en la enfermedad genuinamente española. También concede a Galdós el escándalo de la Electra, y se detiene en unas cuantas novelas anticlericales cuya nómina incluye obras tan buenas como César o nada, AMDG, Mártes de Carnaval o El jardín de los frailes, y también dos de Sender, El lugar del hombre, que inspiró a Pilar Miró El crimen de Cuenca, e Imán.

Soy un poco quisquilloso con esto. Creo que Baroja, incluso Valle–Inclán, pero sobre todo Unamuno le deben mucho a Galdós. Y creo que la ambición de educar al país, que es de lo que se trataba el regeneracionismo desde El amigo Manso por lo menos, es lo que impregna toda la sustancia intelectual del primer tercio del siglo. La antes llamada Generación del 98 fue en realidad una generación de maestros, del mismo modo que la llamada Generación del 27 fue un grupo de poetas profesores, como los llamó Juan Ramón, que siempre daba en el clavo. El 98 (y/o el modernismo) caló entre la gente porque era una literatura educativa. Enseñaban a ver paisajes, a ver almas, a ver cuadros, a ver libros. En todos ellos, incluido Valle–Inclán, prende la mecha de quien quiere despertar a los demás, de quien les proporciona un modo de narrarse a sí mismos o de ver la realidad en la que viven. El 27, por el contrario, es un club para iniciados, por lo menos hasta finales de los años 20. Ellos trajeron la modernidad del hermetismo, de la poesía para poetas. De vez en cuando jugaban a ser maestros, pero hay algo en las fotos que han quedado de La Barraca que siempre me suena a falso, a señorito haciendo obras de caridad.

De modo que sigo esperando que se le conceda a Galdós cierta doble condición de maestro, por lo que toca a su maestría literaria y por lo que toca a su magisterio público, a la labor del escritor en una sociedad necesitada. Lejos de eso, de momento deja caer Mainer que Unamuno se sintió copiado por Galdós en Paz en la guerra y Baroja creyó que el final de Electra era el de La casa de Aizgorri, “y Azorín”, dice Mainer, “pudo haber llegado a la misma conclusión si hubiera cotejado su libro La ruta de don Quijote y el artículo de Galdós “Ciudades viejas: El Toboso”. Aun suponiendo que los tres tuvieran sus razones, creo que Galdós se merecía más.

1 comentario:

  1. Estamos de acuerdo en el tema Galdós. Pero como no creo en conspiraciones ni en odios injustificados me pregunto qué es lo que tiene Galdós que tanto ha hecho que se le desprecie. Sólo se me ocurre decir que su único error pudo haber sido el no disimular su talento bestial, desbordante.

    Si hay algo que no se perdona es la genialidad en el trabajador nato. Si Rimbaud hubiera escrito cuatro mil páginas de poesía sería tan importante pata el mundo como Ramón de Campoamor aquí.

    Bueno, quizá no sólo sea eso. Baroja escribió tanto como Galdós y ahí sigue, joven y querido como el primer día.

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