26.9.13

Materias de estado


Me lo estaba pasando en grande con la lectura de El testimonio de Yarfoz y me dio por mirar a ver qué dicen Ródenas y Gracia en el proceloso tomo séptimo de la Historia de la literatura española de la editorial Crítica, esa de la que ya hemos alabado los tomos de Cecilio Alonso y de Mainer, el director de orquesta. Lo copio íntegro:

Ferlosio ha supuesto el estímulo de una ferocidad crítica sin cataplasmas ni evasivas: radical de pensamiento y escritura, aunque salga lesionado el orgullo o la vanidad del lector, pero también reconfortada la conciencia de comprender áridamente y mejor. Quizá por eso pasó demasiado inadvertida una novela admirablemente ajena a todo, como es El testamento de Yarfoz en el mismo año [1986]. Se trata, al parecer y según introducción del editor Sánchez Ferlosio, de un apéndice tomado del Libro II de la Historia de las guerras barcialeas, pero el resto de la edición quedó a medio camino “por la inconstancia y falta de profesionalidad” que se atribuye el mismo editor, “que dio primero en volver a sus veleidades de gramático y pseudo-filósofo y después en meterse a periodista”. La geografía mítica creada y dibujada remonta el proyecto a los espacios imaginarios donde la lealtad, la guerra y el exilio se viven a través del relato autobiográfico de Yarfoz sobre el príncipe Nébride y el destino de sus pueblos. La meditación monologada o dialogada de carácter ético-político nace de la imposibilidad de acometer una gran obra de desecación y encauzamiento de aguas, que presta a Yarfoz la vía para los asuntos de filosofía política que ocupan habitualmente al autor, con la colisión de los intereses entre lo óptimo y lo posible, y entre el interés individual y el colectivo. (pp. 678-679)

               Me irritan los manuales que hablan de lo que no han leído, más en este caso en el que ni siquiera se cita bien el título (no es “testamento”, es “testimonio”) y, sobre todo, se incurre en lo mismo que parece denunciarse. La novela no pasó inadvertida por culpa de la radicalidad de pensamiento ni mucho menos por “comprender áridamente y mejor”, que sé qué insinúa pero no qué significa, sino porque los críticos la abandonaban a las pocas páginas y le colgaban del dedo del pie una etiqueta metafísica que no podía sino espantar a los lectores. 
               En ese mismo año, en el 86, Benet publicó el tercer volumen de Herrumbrosas lanzas, una novela mucho más pesada y de humor mucho más árido y discreto que El testimonio de Yarfoz, pero que parte de una idea de, digamos, modernidad parecida a aquella de la que partió Ferlosio. Eran los años del reciclaje de géneros, del manierismo. Algunos autores acudían a los géneros populares y detectivescos (Benet también lo hizo con El aire de un crimen), pero otros procedían a la misma operación con géneros elevados. Y algún día los historiadores de la literatura se darán cuenta de que por aquellos años empezaron a salir los libros de la Biblioteca Clásica Gredos, a través de cuyas traducciones muchos hemos podido disfrutar de prosas que los contemporáneos ni solían ni sabían practicar. El propio Benet, en carta a Javier Marías, al hablar de un referente para Herrumbrosas lanzas, nombraba a Tito Livio y el grand style, por más que los tomos de Livio empezasen a ser traducidos en el 90; pero para cuando Benet o Ferlosio escribieron sendas obras ya estaban traducidos los Anales de Tácito, y, lo que es mejor, la colección de Gredos había desenterrado otras colecciones (el Vitrubio de Iberia, el Tucídides de Hernando, el Polibio de Alma Mater, etc.) que hasta entonces eran las que, más bien clandestinamente, se ocupaban de los clásicos.
               De modo que, así como otros, a la moda de la época, remozaban a Plinio (no el Viejo sino el manchego) o a Marcial Lafuente Estefanía, estos dos caballeros practicaron la misma operación con los historiadores antiguos. Ya veremos en su momento cómo lo hizo Benet, pero el método de Ferlosio fue, a mi juicio, más respetuoso con el modelo pero también más ambicioso, y sobre todo mucho más divertido. Asombra pensar la de veces que he oído hablar de El testimonio de Yarfoz en los términos en que hablaríamos de un Heiddeger extravagante, cuando se trata del punto de unión entre el arte de narrar de Cervantes, las técnicas literarias de los logógrafos antiguos, tan entretenidos, y el desbordante sentido del humor metaliterario que destila Ferlosio. Lo que pasa es que Ferlosio, además, se da caprichos, alardes descriptivos y argumentativos, algunos hipertrofiados hasta la parodia.
               El primer gran ejemplo es el de la noria. La descripción de la noria que se debería detener si se consiguiesen desecar los almarjales aguanosos es de una precisión casi lujuriosa; a través de la exactitud, el lenguaje camina hacia un territorio autónomo en el que, por ejemplo, hasta algunos nombres de flores son invención del narrador, y la –breve, nada de rollos- reflexión de Nébride sobre el tiempo y la necesidad de la memoria es bellísima. En cambio, acto seguido, y sin salirse de la extensión de los capítulos de Tito Livio (o de cualquier otro historiador, según las particiones de los editores antiguos), Ferlosio se da un chapuzón en un lío de devengos y usufructos que al mismo tiempo son la forma más civilizada de dialogar, en un registro respetuoso y culto, como habla Don Quijote a los cabreros, pero con regodeo contagioso, sobre todo si prescindes de desentrañar el significado de lo que lleva su sentido en la piel, en la palabra, en la pirotecnia de la exactitud.
               Pero nada es abstruso, todo es ferlosiano del Ferlosio que cultiva con mimo el castellano y nos habla de un paisaje mítico en el que hay moscardas y mozas casaderas y asientos contables, un territorio artúrico-extremeño en el que el contraste entre la fantasía de lo narrado y el precioso casticismo del lenguaje es otro motivo más de ironía y regocijo. Es contagioso el evidente placer que siente Ferlosio al escribir así. Se nota que se lo pasa divinamente, y en cuanto entras en el juego (allá donde los críticos no tienen tiempo de entrar, ni ganas, empachados de prejuicios como están) la novela fluye deliciosamente, alterna, varía como variadas eran las narraciones antiguas, y cada pasaje, con frecuencia, se convierte en relato autónomo, unos divertidos, otros curiosos, otros intensamente poéticos. Igual que Heródoto racionalizó el mito, Ferlosio racionaliza la vanguardia recicladora por la vía de no excederse, de no ser desleal a los métodos antiguos, a la sustancia de lo que recicla. Alterna, como Tucídides, los pasajes narrativos, de aire borgiano (la rampa de los Iscobascos, los babuinos mendicantes, la Gran Reforma Necropolitana, los zarrapastrosos “hijos del rey”, las moscas del presidio, etc., etc., todos ellos estupendos cuentos por sí solos) y los más densos y discursivos, casi todos alardes de derecho tributario y de sucesiones, verdadera pasión del autor, que en su meticulosidad prolija, en su metálica precisión, pasan a ser como parodias de sí mismos, que es lo que ocurre, desde antiguo, cuando un discurso serio se engasta en una situación liviana.
               Los críticos más generosos (no los enterradores que solo ven en él “los asuntos de filosofía política que ocupan habitualmente al autor”) le conceden cierto aire cervantino, sin especificar a qué clase de cervantinismo se refieren, quizá porque piensan que es la historia del príncipe Nébride, un idealista muy sensible que se retira a vivir de incógnito por no refrendar o justificar o consentir el estúpido asesinato (gran cuento) del pacífico Espel, príncipe de los Atánidas, a manos del propio padre de Nébride, rey de los Grágidos. La novela es el relato de ese exilio, pero también el de Sorfos, hijo de Nébride, otra vez, como su abuelo, de espíritu guerrero, pero más elegante y más astuto. Aunque lo que de veras esta novela tiene de cervantino no está tanto -en el tono y en la forma-, en el Quijote como en el Persiles, aunque es en el Quijote donde el cura detalla en qué consiste el género que en 1986 cultivaría Ferlosio en El testimonio de Yarfoz:

Y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere.

               Es decir, una novela griega, como la que luego ensayaría el propio Cervantes en el Persiles, un paisaje con verdad y sin historia, sin el truco de forrar la imaginación y apuntalarla de datos históricos, en el caso de Ferlosio, además, con una geografía inventada, a la deriva de la pura narración. Sería interesante comparar con más detenimiento el Persiles y El testimonio de Yarfoz, y no solo en lo que se refiere a los tipos sino a la misma prosa, tan poética y jugosa, y sobre todo a esas “materias de estado” en las que Ferlosio se enjugaza con la erística tributaria, catastral o sucesoria en largos y hermosos periodos. Pero es por culpa de esta afición suya a los reglamentos y las casuísticas quizá por lo que tan bien se aviene con Cervantes (Quijote incluido) en su idea de la historia como caso, paradoja, encrucijada o problema, del que se sale con astucia y buen humor, no con el hierro. Y también, me temo, es culpa de esa misma afinidad el que El testimonio de Yarfoz haya tenido un destino similar al de su modelo, el Persiles. Ambos han sido muy citados y respetados, poco leídos y, al menos en el caso de Ferlosio, nada comprendidos.     

2 comentarios:

  1. Una lectura excelente. Daría pie para explorar con cuidado una hipótesis: ¿no es el Persiles un paso extraviado en la trayectoria de Cervantes, una materia muy ambiciosa en sus propósitos pero apenas controlada en su desmesura? Y si fuera así, tal vez Ferlosio sigue también una senda que conduce hacia el centro de un laberinto donde no es que no haya salida sino que su espacio todo está empezando, desde hace siglos, a quedarse desierto. He disfrutado con esta entrada.

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  2. condeduque4:02 p. m.

    Me encanta este libro. A mí me recuerda a la muralla china de kafka.

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