26.1.14

La novela séptica


Solemos hablar del prólogo a La nave de los locos en el contexto de las discusiones de Baroja con Ortega y Gasset sobre el arte de novelar, pero casi nunca con respecto a la novela que encabeza, una curiosa obra en la que resulta difícil decidir si es una muestra deliberada de “novela séptica”, como dice el narrador, “permeable”, como dice Baroja en el prólogo, o si el prólogo se escribió para justificar el libro que le había salido.
               Desde la perspectiva de hoy es una obra fallida. El primer tercio de la novela, algo más larga de lo habitual, está dedicado a la búsqueda romántica de Chipiteguy, que terminó Las figuras de cera secuestrado por unos maleantes que querían el dinero de las joyas. La moza intrépida en busca de su abuelo, acompañada del ya no tan miedoso Alvarito. Las primeras páginas suenan a novela juvenil: “Pasada la primera impresión del accidente, los dos muchachos se echaron a reír, recordando con detalles la escena. Manón se encontraba satisfecha de tener un compañero valiente y decidido, como Alvarito, y éste comenzaba a sentir cierta confianza en sí mismo, confianza que jamás había sentido”. Se refiere al accidente de un sátiro de tebeo que se juntó con ellos y que a las primeras de cambio se tiró al cuello de la muchacha (que iba disfrazada de muchacho).
               Pero pronto la cosa se pone interesante. Baroja crea un gran personaje, Manón, y acompaña a ella y a Alvarito con otro personaje aún más interesante, Ollarra. El problema es que, una vez que los ha desarrollado, da la impresión de que se cansa de ellos, y a Manón la manda a un colegio en París y a Ollarra a un paredón. 
               Álvaro se echa con ella a los caminos por un impulso romántico en el que cuadran los acontecimientos históricos como presenciados, no relatados por algún personaje. Se trata de que juntos contemplen las deshechuras de Espoz y Mina y Zumalacárregui, o el asedio de Diego de León sobre Belascoáin, de que vivan en el frente y conozcan a la soldadesca. Álvaro, entre tanto, se inflama de amor, como corresponde, aunque en Manón siempre queda “como un último baluarte irreductible, independiente y caprichoso”. Manón nos había recordado Natalia, la amiga de María Aracil en Londres, en La ciudad de la niebla, entusiasta y decidida, apasionada y vivaracha. “¡Las ideas!”, dice, cuando Alvarito trata de encontrarle sentido a los desastres de la guerra, “a cualquier tontería llaman los hombres las ideas”.
Pero Baroja nos sorprende con ese buen salvaje que es Ollarra, un vasco silvestre, uno de esos personajes tan agradecidos que no necesitan más que los dejen sueltos por el campo. Ollarra es un muchacho “alto, fuerte, rubio, con el pelo dorado, la cara larga, los ojos claros, grises, y el aire serio…. Se veía un mozo atrevido, enérgico, despreocupado y valiente. Sonreía, a veces, mostrando su dentadura, blanca y fuerte, de mastín”. “Era el ímpetu, la imaginación sin freno, el orgullo desatado. Sentía pasión infantil por la aventura, no acompañada de la menor reflexión; creía que con valor y energía todo debía salir bien. Su credulidad y confianza en sus recursos, ilimitada, sin contrastar con los demás, le daban ideas no muy claras sobre los hombres. En parte les temía y en parte les despreciaba.” “Siempre independiente y salvaje, con su humor extraño y vagabundo, andaba de un lado a otro cazando y merodeando, y volvía de noche a casa a dormir, como un perro”.
Como personaje no hay duda de que es estupendo, ¡sobre todo si Manón se enamora de él! Manón ve en Ollarra un “joven salvaje, guapo, fuerte, valiente, decidido, sin miedo a nada y a nadie, a quien cualquier empresa le parecía posible, le atraía. Le veía, además desdeñoso para todo cuanto fuese sentimentalismo… Era una naturaleza indisciplinada y rebelde como la suya, más pura en su salvajismo, menos contaminada por la civilización.”
               Es lo que se llama un estupendo primer acto: el joven romántico se arroja a la aventura con su amada, en un tono que me recordaba el de La batalla de los Arapiles. Pero al introducir a Ollarra, al vasco antropológico, Manón siente querencia hacia él y sus canciones de dulce melodía y bárbaro contenido igual que Natacha sabía los bailes populares rusos sin que nadie se los hubiera enseñado. De paso, el tontaina de Alvarito se despierta a bofetadas. Baroja ha tirado de Merimée en el momento preciso, pero no con un picador malencarado sino con un vasco primitivo.
               Pero Manón no es Carmen. Le atrae la verdad de Ollarra, y le deja fría la cultura de Alvarito. Los hombres como Alvarito (o como Baroja) nunca terminaron de entender que a mujeres tan despiertas y atractivas como Manón les atrajesen los malotes, en este caso, además de malote, con una misantropía de perro apaleado.
               La novela tiene un primer momento crítico que es cuando están, prisioneros, en Puente la Reina. No les va a ocurrir nada. Los llevarán a Pamplona y después los soltarán, pero Ollarra decide irse por su cuenta. Lo detienen y lo fusilan. En ese momento se ha roto el plan. A Manón se le ha ido su macho euskaldún. Ya no hay dramas ni celos ni rivalidades. Ese asunto, antes de rematarlo, antes incluso de desarrollarlo, ya queda zanjado. Baroja ni siquiera contemporiza narrándonos la liberación de Chipiteguy, que de pronto ya ha aparecido porque surtieron efecto las gestiones de Gabriela la Roncalesa. El viaje de Álvaro y Manón no ha servido para nada. Baroja remata su historia subiéndolos también a la nave de los locos, con la compañía inestimable de Pamposha, la de Jaun de Alzate, que aquí se llama Prudenschi, pero es la misma, “una mujer nacida para reír”.

 “Aquella Prudenschi, tan loca, tan ingenua y, al mismo tiempo, tan desvergonzada; papá Lacour, con sus extravagancias; Manón, coqueteando con todo el mundo; el austríaco, quejándose de los dolores en la pierna ya cortada, y Ollarra, tan salvaje, tan independiente y tan sombrío, daban a Alvarito la impresión de que seguía viviendo en pleno carnaval grotesco y zarrapastroso, cuyas figuras eran dignas de ocupar un lugar dentro de la nave de los locos.”

               En las últimas novelas hemos encontrado casos parecidos. Baroja se olvida de sus MacGuffins. No se nos da una explicación sobre qué sucedió al final con las joyas sagradas de la novela anterior, y ahora la liberación de Chipiteguy se ventila en tres líneas. Es evidente que Baroja ha renunciado a la acción, a seguir narrando acciones. El propio Chipiteguy ha perdido las ganas de contar su aventura. “¿Qué iba a hacer él ya en la vida? No tenía esperanza alguna. Ya no podía aspirar más que a la tranquilidad, al reposo, a vivir sin angustia”.
               Alvarito, como es normal, se queda hecho polvo, y Baroja decide dar por concluida su aventura romántica y sustituirla por un remake de Camino de perfección. Alvarito “comprendió por instinto que el andar, el deambular, el dejar de ver el sitio de sus amores, le curaría seguramente de sus penas”. Pero este Werther vascongado, en vez de luchar por su amada o lanzarse a la batalla sin aprecio por su vida, se dedica a escribir páginas memorables del 98. El viaje de rehabilitación de Alvarito le llevará por Vitoria, Miranda, Burgos, Lerma, Gumiel de Izán, Aranda, Sepúlveda, Ayllón, Atienza, Almazán, Medinaceli, Sigüenza, Maranchón, Molina, Orihuela del Tremedal, Albarracín, Teruel, Salvacañete, Cañete, Cuenca, Granada, Motril, Málaga, Madrid, y todo porque su abuelo, que vive en Cañete, se ha muerto y quizás haya dejado algún dinero para el insaciable Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, padre de Alvarito.
               La cosa huele a empalme. De vez en cuando da una lista de atuendos típicos, o aparece un arriero que habla del carlista Balmaseda, un cura que admira a Cabrera y justificaba las monstruosidades que cometió por aquellos pueblos, un saludador que cuenta una historia de soldados bandoleros, un tejedor de Albarracín que reflexiona sobre España o el mismo Aviraneta que de pronto se entrevista con el cura Merino. Pero ya no hay acción narrativa sino, otra vez, acción descriptiva. Salvo la fuga de Cañete, donde no hemos sentido que estuviera tomado por las tropas, a pesar de que tome la palabra el capitán Barrientos, el resto va progresando de manera heterogénea. Baroja entremete un artículo sobre las pensiones españolas que tiene un tono completamente distinto, más propio de La caverna del humorismo que de esta novela, y una preciosa descripción de un día entero por el campo castellano, un clásico de las descripciones barojianas y documento imprescindible del 98, y eso que ya estamos en 1925.
               Algunas alusiones a las figuras de cera o a la nave de los locos y el tono general de desolación y de miseria le van dando cohesión al libro, y las breves y esporádicas apariciones de Aviraneta. Baroja, al principio, hilaba con cuidado sus intervenciones para decorar la novela de acontecimientos históricos, de la República de Vasconia del general Maroto y de la quema de las mieses ordenada por Espartero. Sigue con su Simancas, sus documentos comprometedores, esa bomba de papel con la que piensa destrozar los ánimos y el temple del ejército carlista. Da una idea del tono aventurero con que había empezado la novela esta escena que ahora nos parece de comic, y que solo si se tratara de un pastiche reproduciría un autor actual: “Aviraneta, con aire enfadado, cogió su maletín y avanzó por el puente, y al llegar a la orilla española se echó a reír. Había entregado al comisario francés un paquete de periódicos viejos, cuidadosamente atados y sellados, pero no los documentos del Simancas”.
En la segunda parte, ese largo viaje por la España desesperante, ya no hay escenas de tebeo. El pesimismo desacredita cualquier salida folletinesca. Baroja habla de dolor, de enfermedad, de cainismo, de guerra. Y al mismo tiempo es una cura, la misma que se aplicó Fernando Ossorio: “A medida que andaba y trajinaba, Alvarito notaba dos efectos, muy importantes para él: soñaba poco y pensaba menos en sus penas. No era, naturalmente, la curación, pero sí el apaciguamiento, especie de insensibilidad en su herida, que se le producía al perder el espíritu su concentración; al esparcirse en la naturaleza y al preocuparse por los mil detalles del camino”.
Esos detalles, por lo que a mí respecta, resultan más curiosos cuando llegan a Albarracín, donde lo reciben unos cuantos tipos barojianos, en un momento de la novela en el que da igual que se detenga o que siga, porque ya no añade nada sustancial.

Todo aquel campo tenía un aire desolado como pocos; era una tierra de anarquismo cósmico, bronca y maravillosa; un paisaje para aventuras de caballeros andantes; despoblado, desierto, sin aldeas, con barrancos dramáticos, llenos de árboles, con cuevas sugeridoras de monstruos y endriagos. la tierra de las proximidades de Albarracín, según dijo el profesor, se iba haciendo cada vez más fría, sin saber por queé, y la viña desaparecía paulatinamente de los contornos.

La descripción de Teruel, de la ciudad desde el tejado de la catedral, del artesonado (tapado por una bóveda, que había que ver con una vela) o de la plaza del Mercado son cuatro pinceladas de acuarela, pero no una descripción sostenida, poco habituales, por otra parte, en la serie de Aviraneta. La gran descripción de los campos de Castilla de este libro es hasta cierto punto excepcional.
El final en Granada, con ese otro sátiro (que desde aquí chirría), y luego en Madrid, otra vez en la pensión, es un poco desangelado. La novela está en ese punto barojiano en el que se puede seguir sacando tipos curiosos y nombres de pueblos con arrieros que cuenten alguna bestialidad del general Cabrera. Baroja se detiene como podría haberse detenido antes o después.
Pero decir que esta novela es un empalme, un refrito, no creo que sea crítica desde el momento en que es eso lo que Baroja reivindica en el prólogo. Quizá quiso contrastar la fogosa primera parte con un largo paisaje abandonado. Quizá solo pensó hablar del abandono, de la soledad y de la huida, pero el prólogo se le desarrolló hasta quedar en un proyecto de novela que se interrumpe. Quién sabe.
Lo que sí es cierto es que hoy en día nuestros criterios de unidad de acción no admitirían un maridaje como este. El hecho, por ejemplo, de que en la primera parte se narre la guerra en directo y en la segunda las relaten los personajes que se van encontrando por el camino da idea de que Baroja no quería seguir por donde iba. No acometió la escapada de Chipiteguy ni profundizó en el triángulo amoroso, ciertamente, pero sería un defecto si no estuviera hecho tan adrede. El adrede de Baroja es continuar, seguir escribiendo, no mirar atrás. A veces escribe una novela en tres libros y otra dos novelas en un libro, como es este caso, o bien una en un libro y medio y otra solo en medio, que también lo es. Baroja produce un chorro de literatura que se comercializa en bidones de doscientas páginas. Quejarse de falta de unidad no tiene sentido.

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