30.1.14

La mancha carmín


Las mascaradas sangrientas, tercera parte de la trilogía sin nombre, decepcionará un poco a quien busque unidad y desarrollo, que es lo que pedimos de una novela larga. Pero esa unidad y ese desarrollo no tienen por qué ser exclusivamente argumentales. Los protagonistas, Álvaro Sánchez de Mendoza, el viejo Chipitegui, su nieta Manón o el fijo discontinuo Aviraneta, aparecen poco y sus historias se resumen al final. No es esta novela el final de las dos anteriores, sino una subida de tono general, un cubrirse la historia de sangre y de muerte.
Quien esperase saber qué había sido de Manón tiene que conformarse con dos páginas en la que se nos informa de que se casó en París con un vizconde, tuvo tres hijos y al cabo de, calculo, doce o trece años se separó de él con la mediación nada menos que de Alvarito, que a la sazón ya se había casado con Rosa, la hija de la madama bayonesa. Baroja no usa muchas más líneas para contarlo, y deja una situación al final que anima a descruzar las piernas y volverlas a cruzar, a ver qué pasa con esa familia en la que el marido está enamorado de la cuñada…
Quien tuviera curiosidad por ver qué había pasado con las joyas que escondieron en Las figuras de cera, se encontrará, después de cientos de páginas sin mencionarlas, con un nuevo guiño a Dickens, esta vez con la muerte del malvado Frechón, en una escena que, a su vez, recoge también el mundo de los espantajos, de las figuras de cera, que son las que, en todo caso, debieran haber dado título a la trilogía, porque son las únicas que permanecen subrayando la descripción de la sangría gratuita en que se convierte cualquier guerra.
Aviraneta, en sus minutos de intervención, mantiene al respecto una conversación muy interesante con el cónsul Gamboa sombre el maquiavelismo. ¿Se puede provocar una matanza para impedir una matanza mayor? ¿Hasta dónde llega el mal menor? Baroja hace coincidir la resolución del conflicto con el efecto del Simancas, su atadijo de papeles falsos, otro hilo que recorre la sábana entera, de modo que no afirme (tampoco pasaría nada si lo hiciese) que fue Aviraneta en persona el que acabó de una vez con la guerra y le puso al Pretendiente los pies en polvorosa.
Todo lo demás, es decir, todo lo en principio secundario, ocupa la novela entera con otros personajes: el atrabiliario Bertache y el infortunado Maluenda. Maluenda es un oficial encargado de esclarecer el crimen de la Veremunda, a manos de su hermana, la salvaje Tiburcia, y de los hermanos Iturmendi, que después pasarán a formar parte de la banda de Bertache, el auténtico protagonista de la novela.
El crimen está narrado en forma de crónica y forma el intenso arranque de la novela, pero la cosa, el relato del crimen, queda en novela corta, con dos hilos, Bertache y los hermanos Iturmendi, con los que coserla a la siguiente historia, una disertación sobre el carácter de los vascos (y su comportamiento sexual) y un minucioso inventario de los tipos que conforman la Banda Negra, uno de esos grupos descontrolados que se forman en las desbandadas y que sobreviven entregados al pillaje. “El ejército carlista en Navarra y en todo el país vasco se deshacía, se convertía en hordas, en una serie de partidas de ladrones y de forajidos”. La novela entera está dedicada a esa descomposición orgánica de la guerra: la cobardía de sus instigadores, el salvajismo de sus combatientes, una desesperación que arrambla con cualquier brizna de moral. Bertache, mucho después, herido en una refriega, termina muriendo de mala manera, desatendido, en un cuartucho infecto, y su cadáver es arrojado a los perros. La brutalidad de la guerra ha manchado la novela entera, le ha puesto una máscara sangrienta, con una historia, la de Bertache, su caída al abismo, su ruptura con Gabriela la Roncalesa, su borrachera de sangre, envuelta en otra historia que no es, la de Alvarito, que solo figura al principio y al final.
Pero aun la historia de Bertache tiene que convivir con largos informes históricos sobre el estado de la guerra que dejan en suspenso la tensión dramática, aunque no la narrativa. Su grupo de forajidos, igual que la novela, “evolucionaba rápidamente, asimilaba nuevos elementos, expulsaba otros, tenía los cambios de un organismo vivo, su metabolismo, como hubiera dicho un biólogo”.
La cuestión es por qué Baroja renuncia a esa unidad, a darle la novela entera a Bertache, o a Manón, con las proporciones que requiere un héroe protagonista. Lo secundario ensombrece lo principal, que pasa a ser marco, hilo, pero no sustancia, y los hechos autónomos vienen a quedar como manchas de sangre en el cuadro. No es que Baroja empalmara historias que no desarrollaba, sino que componía al modo impresionista, equilibrando las manchas de color con otras complementarias, incorporando páginas de luz, o de remanso, o de historia erudita, o de episodio sentimental. La unidad es el efecto de conjunto, y ahí si cobran verdadero protagonismo los sueños macabros de Alvarito y la insistencia en toda forma de impostura, el disfraz dionisíaco, el pelele abandonado, el rey de cera, un impostor de trapo que asusta y da miedo y da dinero, símbolo permanente de la inmoralidad de la guerra. Se impone más el rojo vivo y dramático de las historias, la muerte de Bertache, por ejemplo, magníficamente narrada, o el asesinato de la casera, que cualquier idea argumental de conjunto, ni de esta novela ni, en fin, de la trilogía entera.
Hasta el padre de Alvarito, el viejo Micawber, reconoce que todo en él es impostura cuando está a punto de morir. “Yo no comprendo la locura que he tenido durante tantos años… Ha debido de ser una cosa enfermiza…, una mascarada carnavalesca de mi alma…”, en un final patético que, de rápido, resulta un poco irrelevante, pero no en el contexto de fantasmas de trapo y figuras de cera, de danzas orgiásticas y carnavales asesinos. ¿Qué diferencia hay entre las repulsivas figuras de cera y los seres humanos disfrazados con su misma ropa? ¿Quién imita a quién?
Siempre vuelvo a lo mismo. La composición impresionista de Baroja se salda con varios momentos excepcionales (todos relacionados con la muerte) y una porción de pecios, algunos de ellos pequeñas obras maestras. El problema es que Baroja mide y corta, deja desarrollarse la historia y luego empalma otra, y eso siempre deja un regusto a planteamiento no resuelto, a huida del final complejo. Se lo podremos reprochar, pero, sin tanta variedad –y sin tanta calidad- es el método constructivo de la novela actual: un collage de escenas sueltas que van dibujando al personaje, o a la historia, en la que todo es subsidiario de todo y no hay una sola historia y un solo desarrollo.
Son opciones narrativas. Pero si hubiera seguido el orden cronológico de sus novelas, al llegar a La familia de Errotacho no me habría gustado tanto, sobre todo porque ya habría leído novelas cortadas por el mismo patrón como esta. Yo sigo pensando en cuál es el grado de disgregación y de unidad más adecuado, es decir, aquel en el que ni se echa de menos haber desarrollado ningún personaje ni se echa de más ninguna historia. En eso Baroja es a veces más rotundo que en otras.

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