Estos días atrás, por causas administrativas, tuve que escribir un trabajillo sobre el mito de Orfeo (o más bien el de Eurídice). No tiene mayor interés, pero si no lo cuelgo aquí se evaporará entre los papeles.
El mito de Orfeo
es la parte central del hermoso epilio de Aristeo con el que Virgilio cierra
sus Geórgicas y que se extiende por
toda la segunda parte del libro cuarto. Sabido es que, en una primera versión,
esta segunda parte estaba consagrada a cantar las hazañas de Galo en Egipto.
Sin embargo, en 26 a. C., Galo cayó en desgracia ante Augusto, se suicidó y
Virgilio, por indicación de Augusto, que incluía la memoria en la desgracia,
tuvo que rehacer ese largo fragmento final por completo. Es posible, no
obstante, que aprovechase materiales de aquella primera versión, en tanto que
la leyenda de la que parte, la bugonia,
era de origen egipcio. Cuando Virgilio tuvo que rehacer todo el final, sabemos
que estaba trabajando en el libro VI de la Eneida,
algo que se percibe no solo por la manera de describir los dominios de Proteo y
los lagos del Averno, sino, sobre todo, porque cambia incluso el tono de los
versos, llenos de pedrería onomástica (de palabra pura, de música sin
significado) y unos exaltados ritmos espondaicos que acercan el fragmento a la
tragedia.
Los referentes de
Virgilio y antes de los neoteroi son
los poetas helenísticos. Todos practicaron el epilio, entre ellos Galo, y por supuesto Catulo. Precisamente las Bodas
de Tetis y Peleo, uno de los grandes epilios de Catulo (el otro es el de
Berenice), es también un poema-marco, la narración de un mito dentro del cual
se narra otro, en este caso el de las bodas, cuyo lecho nupcial está adornado
con un velo púrpura en el que se ilustra el mito de Teseo y Ariadna. Esta larga
historia es la mitad de todo el epilio y ocupa el centro del poema, del mismo
modo que, en las Geórgicas, el mito
de Orfeo ocupa la mitad del epilio dedicado al pastor Aristeo. En la
disposición concéntrica, tan querida a los poetas helenísticos, Catulo dedica
los primeros 50 y los últimos 140 a Tetis y Peleo, y los 215 centrales al mito
de Ariadna. Todavía más estricta resulta la simetría en el epilio de Virgilio,
que dedica los primeros 35 y los últimos 36 al mito de Aristeo (incluidos los
ocho versos finales que lo son de la obra entera), y, entre ellos, 72 al mito
de Orfeo.
Esta proporción simétrica encuadrada, típica de los poetas
alejandrinos, tiene mucho de pictórica, con todo lo que ello supone de
preciosismo y de distanciamiento, dos de las claves de su arte y, por
extensión, del concepto de modernidad. En ambos poemas los mitos se complementan
y equilibran. En el caso de Virgilio, el mito-marco es el viaje al Averno de
Aristeo, en busca de Proteo, pastor de focas, para que le cuente un remedio a
la catástrofe que han padecido sus abejas. Proteo dice que la culpa de
semejante mortandad es del propio Aristeo, porque Eurídice,
mientras de ti escapaba precipitadamente
por la margen del río a una muerte segura,
no vio ante sus pies una enorme culebra
que entre las
altas yerbas guardaba la ribera.
De modo que
Aristeo causó la muerte de Eurídice, aunque no fue su culpable, y este crimen
involuntario, o más bien provocado por el amor (en un tono que recuerda incluso
al de otra ninfa, Siringa, aunque con peores resultados) es el causante de la
tragedia de amor que encierra el epilio. Aristeo causa sin querer la muerte de
Eurídice, y sin poder evitarlo, y Orfeo causa sin querer su segunda muerte, y
también sin poder evitarlo. Lo que no puede evitar Aristeo es el amor que le
hace perseguir a Eurídice, y lo que no puede evitar Orfeo es el amor que lo
hace volverse a mirarla cuando están saliendo del infierno.
Las dos historias
juntas forman, en realidad, la tragedia de Eurídice, dos veces muerta por el
amor de un hombre, no por el suyo propio. Virgilio parece enfrentar dos tipos
de amor igualmente fatales para la inocente Eurídice: por una parte, el amor no
correspondido, el amante que persigue a la amada, que, tratándose de un pastor,
siempre remite a Polifemo y a Pan, es decir, al amor instintivo y no
correspondido, más o menos lascivo; por otra, el amor correspondido, más grande
y más hermoso que el amor animal que profesaba Aristeo, más artístico y más
sutil, como sutil es el momento en que el amor le trae la ruina, mucho más que
la mordedura de una culebra, que fue la causa fortuita de la primera muerte de
Eurídice.
Las compensaciones
son también de otra índole. El mito que hace de marco, el de Aristeo, plantea
dos estéticas opuestas, igual de expresivas: el detallismo luminoso de Cirene y
su coro de ninfas, antes de que Aristeo entre en el mar, y el tono tétrico y
oscuro cuando sujeta al escurridizo Proteo y le obliga a contar la verdad. Al
final de su viaje, Aristeo sabe la verdad de sus propias acciones, las consecuencias
que acarrearon, y que terminaron volviéndose contra él y sus abejas, lo más
hermoso que tenía. Esa verdad incluye un mito en el que el horror y la
luminosidad son todo uno. Lo siniestro del asunto está iluminado de emoción, el
contraste lo forma la tragedia, el conflicto sin solución entre la pureza del
amor y sus excesos. Aristeo era básico, campestre, soleado. Orfeo era oscuro,
poético, atrabiliario. Ninguno de los dos le sirvió a la bella Eurídice para
seguir viva, ni el Polifemo ni el Acis. No hay unos amores mejores que otros,
ni más dignos, ni menos culpables.
Este mismo
contraste cromático se percibe en el mito interior, el de Orfeo. Su disposición
es igualmente simétrica: en el mismo centro del poema está el momento en el que
Orfeo, “ya en puertas de la luz”, se gira para mirar a Eurídice. Hasta
entonces, el poema ha comenzado con la desolación de Orfeo y su canto
(magistralmente narrado, a su vez, con un apóstrofe anafórico que también suena
a canción), y su viaje al Averno entre “negros espantos” y “sombras delicadas”.
El tono se ensombrece de patetismo y de héroes que encogen el ánimo, las
furias, Cerbero, Ixión. Por medio de una elipsis, Virgilio presenta a Orfeo ya
de regreso, y a Eurídice “caminando tras él hasta la luz del día”, que iluminan
la segunda parte del poema. Varios estruendos ilustran los esfuerzos
derrumbados, habla Eurídice, “pero ya no soy tuya”, siempre en su tono de
incomprensión más que de amor, de no saber por qué le sucede lo que le sucede,
de lamentar la injusticia de su destino. Eurídice se desvanece, y Orfeo pasa
siete meses llorando, tiempo que Virgilio sugiere con el relativamente largo símil
de Filomela, en un dulce compás, muy emocionante, que precede al hermoso final.
“Ya no hubo amor”, dice Virgilio, en boca de Proteo, y las mujeres ciconas le
hicieron pagar su desdén. No lo mató el infierno ni se quitó el la vida
desesperado. Lo mataron las mujeres a las que no quiso amar.
El epilio guarda, por
lo menos, otra hermosa correspondencia. Los dos mitos que lo componen son casos
de hombres enamorados que pagan por haber amado, pero el epilio es la tragedia
de una mujer que nunca hizo más de lo que se esperaba de ella. Quizá, si
hubiese amado tan desaforadamente como sus amantes, habría provocado tragedias
que no acabasen con su propia vida. Los brocados de estas pinturas escritas
iluminan con sus brillos zonas distintas del sentimiento. Virgilio no afirma.
Virgilio lamenta, o anima, o compadece, pero no juzga. Su idea del amor es de
una fatalidad que lo engrandece, como grande es el amor de Dido, también comentado
en estas sesiones, y grande es la piedad de Eneas, que a ella le provoca la muerte.
A Virgilio le gustan los héroes por accidente, los villanos por honradez, los
crueles por piedad, personajes tan complejos como las miniaturas que pintaban
los poetas helenísticos. No es solo estética, sino proporción entre la música
de los versos, la hermosura de sus descripciones, la agilidad de sus
narraciones, la difícil sencillez del conjunto, la emoción que desprende y la
hondura de sus múltiples significados. No es arte por el arte, que es el fin
superficial al que se podía llegar por el camino del preciosismo helenístico,
sino poesía clara y profunda, cargada de matices.
El poema, en traducción casera, dice así:
«No te dejan tranquilo las iras de algún dios;
purgas grave delito: el malandante Orfeo
te suscita estas penas en nada merecidas,
si el hado lo consiente, y se venga con saña
por la esposa perdida. Pues aquella muchacha,
mientras de ti escapaba precipitadamente
por la margen del río a una muerte segura,
no vio ante sus pies una enorme culebra
que entre las altas yerbas guardaba la ribera.
Mas entonces el coro de sus amigas Dríadas
las cimas de los montes llenó con su clamor;
y lloraron las cumbres del Ródope y el alto
Pangeo y la tierra de Reso belicosa
y los Getas y el Hebro y la ática Oritia.
Orfeo, consolando sus amores perdidos,
a ti, dulce esposa, con la cítara hueca,
a ti junto a sí mismo en playas solitarias,
a ti al despuntar el día te cantaba,
a ti en su caída. Se adentró, incluso,
en las fauces del Ténaro, por la entrada profunda
de Plutón, y allí, entre negros espantos,
llegó hasta los Manes por bosques tenebrosos
y hasta el rey terrorífico y hasta los corazones
que con ruegos humanos no saben ablandarse.
Las sombras delicadas, movidas por el canto,
salían de recónditas moradas del Erebo,
los espectros de aquellos que no verán la luz,
tantos como los pájaros que se esconden a miles
entre las hojas cuando la lluvia del invierno
o el Véspero los echan de allá de las montañas,
madres, hombres, los cuerpos privados de la vida
de héroes magnánimos, los niños, las doncellas,
jóvenes arrojados a las fúnebres piras
delante de sus padres: los cerca el cieno negro
y los feos carrizos del Cocito y la odiosa
ciénaga con sus aguas lentas, los aprisiona
fluyendo nueve veces la Estigia alrededor.
Es más, hasta las mismas mansiones de la Muerte,
las entrañas del Tártaro, quedáronse pasmadas,
y las Furias, que llevan serpientes azulencas
trenzadas al cabello, y se quedó Cerbero
tres veces boquiabierto, y se paró en el aire
la rueda de Ixión. Ya Orfeo regresaba,
ya había salvado todas las amenazas;
devuelta a la vida, Eurídice subió
caminando tras él hasta la luz del día
(condición que había impuesto Proserpina),
cuando se apoderó del incauto amante
locura repentina, de veras perdonable
si es que los espíritus supiesen perdonar.
Orfeo se detuvo, olvidándose, ay,
y el ánimo entregado, ya en puertas de la luz
se volvió a mirar a su amada Eurídice.
Y todos sus esfuerzos allí se derrumbaron,
rotos fueron los pactos con el cruel tirano,
se oyeron tres estruendos en los lagos avernos.
«Qué es lo que nos ha perdido», dice ella,
«desgraciada de mí, y a ti también, Orfeo,
qué locura tan grande? He aquí que los hados
otra vez de regreso crueles me reclaman,
el sueño ya me cierra los ojos arrasados.
¡Ha llegado el adiós: la noche interminable
envuelta se me lleva, y tiendo hacia ti
mis blandas manos, ay, pero ya no soy tuya!»
Dijo, y de pronto, tal como el humo sutil
en aire se disipa, se fue desvaneciendo
delante de los ojos de su amante, y ya
no volvió más a verlo tratando de agarrar
las sombras para nada, ni decir tantas cosas,
ni volvió a consentir el portero del Orco
atravesar el lago que se interponía.
¿Qué podía hacer? ¿Adónde dirigirse
si le habían quitado dos veces a su esposa?,
¿con qué llanto a los Manes podría conmover,
alzando qué palabras a los dioses del cielo?
Pues yerta ya flotaba sobre la barca Estigia.
Cuentan que él pasó siete meses llorando,
uno detrás de otro, al pie de un alta roca
y junto al Estramón de solitarias aguas,
y que a estos lamentos dio suelta en el fondo
de cavernas heladas, amansando a los tigres
y haciendo que a su canto siguiesen las encinas;
así es como llama la triste Filomela
a la sombra de un álamo a sus crías perdidas
que el duro labrador al acecho sacó
implumes de su nido; mas ella por la noche
llora mientras repite, posada en una rama,
su amarga canción, y llena los entornos
de quejas desoladas.Y ya no hubo amor,
ya no hubo himeneo que doblegar pudiera
el corazón de Orfeo. A solas recorría
los hielos hiperbóreos y el Tanais nevado,
los campos nunca viudos de la escarcha rifea,
llorando a su raptada Eurídice y los dones
sin fruto de Plutón; deste honor desairadas,
las mujeres ciconas, entre ritos sagrados
y orgías del nocturno Baco, hecho pedazos
los miembros del mancebo por la vasta llanura
fueron desperdigando. Aun cuando el tracio Hebro
llevaba dando vueltas, en medio de las aguas,
la cabeza arrancada del marmóreo cuello,
¡Eurídice!, clamaba la voz, la lengua fría,
¡Ah mi pobre Eurídice!, y el alma se le iba:
¡Eurídice!, sonaban las márgenes del río».
Virgilio, Geórgicas, IV, 453-527.
¿Y se puede saber que nota le han puesto?
ResponderEliminarJCarlos Navarro
Estamos muy contestos porque nos han declarado aptos (a todos, en bloque), no se sabe para qué ni con qué criterio, pero el caso es que somos aptos. Tengo que mirarlo: igual, en vez de aptos, nos han declarado ápteros, que tiene más sentido.
EliminarHola! ¿Me podrías decir de quién es el cuadro? Gracias!
ResponderEliminarJohn Roddam Spencer
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