Los materiales
con los que apañó esta novela Pío Baroja son más interesantes que los de Los confidentes audaces, y no solo
porque casi dos tercios del libro sucedan en el Maestrazgo de Teruel. La dispositio barojiana ya la hemos visto
en otras novelas: a grandes rasgos, un primer tercio entre enciclopédico y
viajero (V, 635-679), rematado con “un suceso romántico”, el asedio de Mirambel
por parte de las tropas del Serrador, como transición a una segunda parte
interesantísima, de puro relato de aventuras (V, 684-711), la historia del
Navarrito y sus compinches; y un tramo final (V, 711-754) que no tiene ya nada
que ver con Mirambel y donde nos cuenta, a través de Roquet, el agente de
Aviraneta, la llegada de Cabrera a Berga para vengar la muerte del Conde de
España, y que perfectamente habría cabido a continuación de La senda dolorosa, o hasta formar un
libro propio.
Esa
primera parte nos devuelve a Leguía como narrador pero se centra en la historia
de los Montpesar, antepasados de un señor muy atildado (y con otro tanto de
energúmeno, como buen aragonés) a quien Leguía encontró en los baños de Trillo
(antes de que fuera leprosería y mucho antes de que tuviera una central nuclear)
y que, envuelto a genealogías barojianas, se reputaba descendiente de un
caballero templario, detalle más que suficiente para que Baroja nos cuente lo
que averiguó sobre la orden de los Templarios y las fantasías nefandas que se
contaban de ellos. Como apunta el propio Baroja, en aquellos años los templarios
eran un tema raro; hoy suena como un buen resumen de los cientos de miles de panfletos
que se han escrito al respecto.
Hoy esta
manera de proceder de Baroja la encontramos un poco gratuita, precisamente
porque se ha convertido en una verdadera peste. Igual es Baroja también el
pionero de la wikinovela, ahora tan en boga. Pero Baroja se tomaba la molestia
de rebuscar en anticuarios y librerías de viejo y aportar algún dato que no
estuviese en las obras divulgativas al uso. Lo que nos cuenta de los templarios
no hace gracia ahora, pero en 1930
tenía su punto. Lo que tenía gracia entonces y ahora es la descripción y
recreación del convento de las Agustinas de Mirambel. Baroja vuelve a
plantearse, pero de manera bien distinta, lo que sintió en aquel convento de
Toledo, en Camino de perfección, y
con un sí es no es de retranca se deja de aquellas agonías eróticas y se pone
en el pellejo no de “las mujeres llegadas allí equivocadamente, de poco
espíritu, de poca imaginación y de poca fe”, para las que el convento sería una
tumba en vida, sino de aquellas otras “de corazón llameante” que “miraban los
muros de la fortaleza ascética con amor, considerándolos no de cárcel horrenda,
sino más bien de retiro celestial”. Baroja se centra (y esto ya no está en la
Wiki) en ver lo que vieron las monjas desde su retiro, esa “naturaleza pobre,
un poco áspera, mas no sin encantos”, que al propio Baroja lo arroba en un
curioso fragmento que es como si cerrara los ojos y se transportase a los esteticismos
de la juventud:
El suntuoso cortejo de las estaciones
tiene siempre su carácter y su pompa; cada una de ellas, para el que sabe
oírlas, canta su canción peculiar y típica e inconfundible: el día de primavera
es la melodía joven, fresca y alada; el de otoño, el adagio melancólico y
lánguido; el de invierno, el recitativo rudo, poderoso y amenazador. La tarde
de verano, con el cielo azul espléndido, la tierra seca, el paisaje con aire
tembloroso de ingravidez y de irrealidad, es el himno violento y estridente en
honor de las divinidades pánicas.
Esta canción peculiar de cada estación
del año posee siempre muchas notas, muchos tonos, muchos matices.
En la primavera es el cuco, como la voz
de un niño burlón jugando entre las matas al escondite; la alondra, en el aire,
como una saeta de luz; la perdiz, rechoncha, con las patas rojas, que se
pavonea coquetona; el seto verde, la flor en el almendro y la nube blanca en el
cielo, de un azul de sueño.
En el verano es el calor, que resuena en
el oído como un caracol sonoro; el trigal amarillento, con sus amapolas rojas y
sus acianos azules; el grillo, que chirría en la tarde pesada y monótona, y la
estrella que parpadea con más fulgor en la noche.
En otoño son las bandadas de grullas por
el cielo gris, en forma de triángulo, gritando su adiós de despedida a las
tierras frías, abandonadas; los pájaros, emigrantes, de colores; las avutardas,
voluminosas, con sus alas blancas, y los graznidos de los cuervos a lo lejos.
En invierno, el águila o el buitre sobre
los cabezos de los montes cubiertos de nieve, y los gorriones aleteando cerca
de los cristales, buscando la comida y un asilo contra el frío…
Para alguna de aquellas monjas de espíritu poético y
soñador, el convento debía tener sus encantos.
No
traemos aquí las descripciones de Mirambel y sus alrededores porque están en
todas las guías turísticas. Está bien, pero no es de las mejores descripciones
de Baroja. La intensidad se amanera de datos y de leves inflamaciones que no
nos resultan tan auténticas como otras veces. Aun así, la condición fronteriza
de aquel país, entreverado de meseta pelona y mar florido, sí la supo ver,
naturalmente.
Esta
manera de hacer recuerda a la disposición flaubertiana (descripción-drama-narración),
que aquí le viene como de molde. El final de este primer tramo descriptivo
vuelve al carlismo en un descenso de las alturas místicas, templarias y
paisajísticas, hasta la tierra firme del Pirala, hasta materializarse en tres o
cuatro tipos barojianos, el padre Caballería (que rivalizaba con el padre
Chamorro en oratoria como Demóstenes con Esquines); un cura hechicero, que nos
da información bibliográfica; o un clásico bufón barojiano, cuyo retrato sí
traigo porque es como un dibujo de Julio Caro:
Sotavientos era un
jorobadillo muy malicioso y muy original, que hacía de bufón. Sotavientos
estaba encorvado, y por su enfermedad iba encorvándose cada vez más. para
comprobar si su encorvamiento aumentaba o no, llevaba una plomada en el
bolsillo y se la ponía en la punta de la nariz y medía la distancia entre su
nariz y el suelo. Si esta no disminuía, quedaba contento, porque aseguraba que
cuando la distancia se acortara hasta llegar a una marca que había hecho en el
bramante, moriría.
Los
personajes forman parte del relato de un chamarilero, teñido, como las páginas
de los templarios, de esa fantasía pobre de brujas y aparecidos que Baroja iba
encontrando por los caminos, sometida a su muy frecuente costumbre de dedicar
un par de páginas a contarnos alguna pesadilla.
Pero
es el “suceso romántico” del Serrador el que da pie a la segunda y mejor parte
del libro, la historia de aquella partida de carlistas huidos a la que engañan
un ventero y un sujeto repulsivo llamado don Cayo. Es un magnífico relato de
casi treinta páginas, con todo el brío de los primeros tomos de la serie y de
sus mejores novelas de aventuras. Incluso diría que es un argumento que ni
pintado para un western a la española, con planes, trampas, regresos y venganzas.
Por cierto, que, al principio del relato, uno de los de la partida cuenta un itinerario
que también tiene que ver con Teruel y que no recuerdo haber visto citado:
Por lo que contó el
Navarrito, que, al parecer, hacía de jefe, marcharon de noche y a campo
traviesa por la orilla del Guadiela; luego tramontaron la sierra de Albarracín hasta
Orihuela del Tremedal por entre riscos y sin cruzar poblados, y vadearon el río
Tajo. Dejando a un lado Monterde, durmieron en Villarquemado, pueblo en un
llano, poco sano, con una laguna en los alrededores. De aquí pasaron por la
Peña Palomera hasta Alfambra, después bordearon la sierra de Gúdar hasta
Villafranca de los Pinares y de aquí llegaron a Mirambel.
Al margen del error (es
Villarroya, no Villafranca), la paliza que se pegaron los fugitivos fue de
pronóstico. Es lo que tiene narrar encima de un mapa. Pero vaya, tiquismiqueces
aparte, este es el momento en que el lector se hace la pregunta de marras: ¿qué
habría pasado si este relato y el final del libro, con la embajada de Roquet,
hubieran pertenecido a la serie del Conde de España? La primera vez que me lo
planteé así fue con La nave de los locos.
Allí es muy evidente la voluntad expresa de concebir la novela como una
miscelánea variada en la que tienen igual dignidad los datos históricos que las
escenas de acción, las descripciones de viaje que las reflexiones
enciclopédicas, las galerías de tipos barojianos y los personajes reales. Estas
novelas de los años treinta son manojos de retales que tienen que ver con un
mismo tono de color. Todo eso ahora es muy moderno, y en los años 30 también,
pero uno recae en sus nostalgias de lector de novelas. Disfruta de todo, pero
nota, ay, que los fragmentos terminan cuando la idea de desarrollarlos lleva a
su autor a empezar otra cosa distinta, y eso deja, junto al buen sabor del
conjunto, el sabor a poco de las partes: cualquiera de las historias distintas
que componen este libro habría servido para una sola historia, y todas nos
dejarían a los lectores básicos tan satisfechos como las dos que dedicó al Conde
de España.
Así que el libro
termina con la embajada de Roquet a Berga, poco antes de que acuda Cabrera, un
personaje al que Baroja no termina de tratar más que de refilón. No es la
primera vez que esperamos encontrarnos con él y cuando llega pasa de largo,
como Napoleón en La cartuja de Parma.
Todo pasa de largo en este Baroja postrimero. Pero a fin de cuentas es más interesante
la historia de Roquet y los dos cobardes, el bello Anatolio y el señor Marcillón,
con quien cruza un interesante diálogo acerca del valor:
-Yo
tengo el valor de reconocer que no soy valiente. ¿Qué quiere usted? Yo no tengo
la culpa. El peligro, cuando estoy en su presencia, me trastorna; el corazón me
empieza a palpitar con fuerza, el estómago me da como una vuelta, el cuerpo se
me inunda de sudor y comienzo a temblar… yo no tengo la culpa.
-Nadie
tiene la culpa de nada –dijo Roquet con cierta violencia-. ¿Es que cree usted
que vamos a ponerle en la hoja de servicios valor heroico o valor acreditado,
como se pone a los militares? No. Esas farsas ridículas se quedan para la
milicia, pero no vales para los que hemos estado en presidio.
-No
hable usted así.
-Es para
decirle que todos los hombres son naturalmente cobardes menos los locos; pero
cuando hay que hacer una cosa que no se puede evitar, se hace; como se muere
uno al fin siendo valiente o cobarde. Ahora hay que seguir adelante, temblando
o sin temblar, porque no se puede volver atrás.
El señor Marcillón
consiguió vivir en el campo, en una casa con flores, rodeado de su familia. Roquet,
en cambio, “gastó en poco tiempo el dinero que le habían dado don Eugenio y
Marcillón, fue a Argelia y murió allí asesinado”. Así es el hombre de acción
desde los tiempos de Zalacaín.
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