3.3.14

Baroja pasa el rato


Con las novelas de los años 30 hay que cambiar el punto de vista si uno no quiere ir de decepción en decepción. No sé si los tratadistas fijan esa fecha, la del cambio de década, la de Los confidentes audaces, como la que marca un nueva etapa en el hacer barojiano. Lo que, según él, había comenzado en 1914, ese mariposeo de historias disgregadas y narradores múltiples, y que ya habíamos visto, fulgurante, en Shanti Andía, yo diría que termina con la muerte del Conde de España, es decir, con La senda dolorosa, que es de 1928, y habrá que ver si las dos últimas novelas de los años veinte, Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista, no están ya en esa misma nueva onda, la del escritor que, más que picotear, va labrando la página de surcos leves, siempre con un trapero del que contar vida y milagros, un dato histórico curioso que contar. Más que nunca da la sensación de que Baroja no vive en la novela, de que vive fuera y entra un rato para escribirla mirando libros y listas de apellidos y luego se olvida. Hay una inercia, un hacer metódico e indiferente que se contagia al lector, quien también lee sin esfuerzo y con parecida indiferencia páginas cargadas de chismes y opiniones, pero no de relato. Para narrar hay que vivir en lo que se narra, hay que estar en lo que se celebra. Aún tengo que volver a Las agonías de nuestro tiempo, última gran trilogía de los años veinte, y el mejor sitio posible para ver dónde se sustancia esa impresión, dónde Baroja pasa de la narración proteica al rimero de curiosidades, de la audacia novelesca al repertorio manido. De momento hemos fijado esa fecha en 1930. Crónica escandalosa, que es de 1934 y que acabo de leer, desde luego forma parte ya de otro impulso narrativo, de otra época distinta.
               El asunto del libro lo cuenta Aviraneta muy a menudo:

Usted sabe que yo soy agente del gobierno español, y que trabajo y he trabajado siempre por la libertad. Desde aquí me enteré de que el infante Don Francisco de Paula y su mujer preparaban una intriga contra la reina María Cristina. fui a París con la idea de descubrir el enredo, y pude comprobar que existía una conjura de amigos de los infantes y de partidarios de Espartero. Se trata de destronar a la reina madre.

Todo esto lo va contando el propio Aviraneta, que ahora narra en primera persona (compartida, porque la novela es casi toda diálogo, como lo sería por aquella época Los visionarios) a través de episodios de chismografía histórica hilvanados con personajes ya conocidos (Gamboa, Valdés el de los gatos, el picador García Orejón, el ministro Pita, un cameo del decrépito Calomarde) y con temas ya usados (la masonería, el despiporren borbónida) y, entre las mujeres no borbonas, una muy parecida a la Susana de estas novelas últimas, Fanny de nombre, como aquella amiga de Roberto Hastings, que en este caso aparece pocas veces y con desesperante fugacidad, y Josefina, la mujer de un Aviraneta ya de capa caída.
Pero la crónica histórica se merienda a la novela. Porque Baroja no quiere más que escribir la siguiente página y aparta de la mesa, como las virutas de un sacapuntas, todo aquello que le pudiera provocar ese entusiasmo narrativo que en otras novelas nos encandila. Fanny, por ejemplo, nos cae bien porque conocemos su papel, pero no porque Baroja sea muy amable con ella: "hermosa de estampa, pero no muy refinada de espíritu", "una mujer tosca a quien salía con frecuencia a flote en sus palabras su falta de cultura y de principios y su repertorio de frases espigado en el mundo bohemio pobre de París, donde había vivido".
No puede concluirse nada porque la siguiente novela, última de las Memorias de un hombre de acción, sigue argumentalmente a esta y Fanny vuelve a aparecer, pero en Crónica escandalosa la verdad es que Baroja no ha querido saber nada de ella. Las idas y venidas de la reina con el tal Muñoz, y de las infantas y sobrinas y cuñadas de palacio y los espías con frase se comen la materia narrativa, trufada de datos sobre una conjura que históricamente tampoco nos parece de gran valor. Si el propósito es describir a la tribu borbónida (como lo fue al principio de Los visionarios), entonces lo sorprendente es que Baroja sea tan poco cínico, tan poco volteriano, y una y otra vez, un poco a la manera de Tácito, insista en vicios vistos con criterios morales, no solo políticos o históricos.
Otra cosa es la estampa que Baroja escribe de París. Desde luego ya no es un París con sonido de acordeón. A los románticos parisinos los llama extravagantes, en el mismo tono con el que hablaría de los bohemios de sesenta años después, los que conoció de primera mano. Poco después, el perfume parisino le lleva incluso a un mandoble fácil de sacar de contexto:

No reproduzco las frases íntegras de Martínez López, que era un pedante de la litertura. A cada paso tenía que sacar a relucir palabras groseras y soeces de aire castizo. Los políticos eran unos zarramplines, unos galopines, unos bellacos. La boda a la reina había sido un bodorrio; los amigos de María Cristina no tenían antes de conocerla ni un harapo para cubrir el tafanario.

¿No esto una pulla dirigida a Valle Inclán, que poco antes había publicado Baza de espadas y que seguía con su Ruedo Ibérico? Podría ser, porque un Aviraneta ya sombrío, resentido, tira contra tirios y troyanos, y porque el autor no se sosiega ni cuando tiene una buena historia que contar. Es lo que ocurre con la historia plautina del falso incesto, un chafarrinón aristocrático que Baroja se pule en tres páginas, como una anécdota telegráfica.
Así que uno va languideciendo en busca de nuevas páginas que no insistan en una intriga sin intriga y se diviertan un poco, como en los viejos tiempos. Y ahí quedará, supongo, el vagabundaje de Aviraneta con el exclaustrado padre Atanasio por los suburbios de París, plasmados con la intensidad dickensiana de antaño. Pero ahora ya es recurso, ficha correspondiente, martes de invierno, a ver qué escribimos hoy, ¿de qué iba esto?, ah, sí, de la conjura franciscana, repetiré el resumen para no perderme…
Esas páginas (V, 868-870) de los arrabales parisinos las incluiríamos en nuestra hipotética antología, pero el libro, aun con los chismes borbónidas, creo que no llega a fraguar, que queda un poco descompuesto, pleonástico, como otro inventario del material sobrante en el que Baroja ya no pusiera demasiado empeño, por lo menos en lo que se refiere a soluciones narrativas. Baroja ya tenía a medio recoger los cartapacios, pero quedaba uno de cosas sueltas con las que hilar la despedida de Aviraneta. Queda un tomo, Desde el principio hasta el fin, pero no sé si debo variar el rumbo. No disfruto de estas últimas novelas de las Memorias con esa melancolía disgregante de un largo periplo que se acaba. Prescindo de componendas históricas e aun sin querer aplico el mismo criterio a cualquier novela, y estas últimas (las de los años 30, en general) salen peor paradas. Tengo unas horas de sueño para decidir si meto en la mochila esa última novela de la serie o me voy a otras décadas más emotivas.

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