15.3.14

El amigo confortable


  El regreso a un Baroja contemporáneo no ha podido ser más interesante. El gran torbellino del mundo, de 1926 y primera de la trilogía Agonías de nuestro tiempo, es un chorro de literatura, de la literatura que echábamos un poco de menos después de los últimos volúmenes de Aviraneta, y que desde luego ya hemos puesto en la sección que ocupan El laberinto de las sirenas y La sensualidad pervertida, y ello por muy distintas razones, todas pertinentes al arte de novelar, no a la historia ni a la opinión ni a la constatación sino a la pura ficción, para la que la realidad es solo un punto de partida.
   La culpa de que El gran torbellino del mundo no haya tenido más fama que la de su estupendo título es del propio Baroja. La gran novela empieza en la página cincuenta y tantos. En El laberinto ya había ensayado un amplio prólogo antes de la narración propiamente dicha, pero allí era un prólogo descriptivo, no un largo diálogo con dos mujeres, Pepita y Soledad, que escuchan desde sus caracteres meramente desbastados las opiniones de Pío Baroja en boca de un Larrañaga que aún no es el gran personaje que descubriremos después. Como los críticos españoles son tan poco dados a leer los libros hasta el final, yo sospecho, por las menciones a esta novela que he leído en los tomos de crítica, que la han juzgado por esa larguísima conversación sobre cosas que son o no son, que es la parte que menos me gusta de Baroja, cuando pontifica sin más. Los críticos quieren frases, opiniones, y casi todas las citas de esta novela proceden precisamente de esas páginas, que a mí, por momentos, me llegaron a desanimar, pero no porque fuesen aburridas, sino porque era algo más como Los visionarios que como las conversaciones de Iturrioz, una renuncia a la ficción, a la invención, al acto de narrar, a ese flujo que de pronto se te lleva.
   Ese inicio retrasa la novela. Cuando Larrañaga, no Baroja, toma las riendas de la cosa, el libro vuela, pero ese largo principio tiene perfecto sentido por lo que quizá más me ha gustado, que es que en ningún momento esconde la carpintería. Digamos que está hecha con los tubos por fuera, como el Pompidou. Y muy bien hecha.
   El narrador, en el prólogo, nos presenta a un tal Joe, en un párrafo inicial que tengo que copiar en algún sitio, aunque solo sea en mi antología en marcha. Cualquier novela sobre Pío Baroja debería empezar con ese párrafo. Joe se despierta en un cuarto de Rotterdam que no recuerda haber visto antes. Allí, en un bureau, encuentra cartas de mujeres, dos retratos femeninos, cuadernos de impresiones literarias, cuartillas recién escritas de recuerdos… Al despertar se da cuenta de que todo aquello es el fermento de su próximo libro: “Encontraba cierta correspondencia entre las impresiones literarias y la narración de los recuerdos, y se le ocurrió mezclarlas, aunque dejando a un lado lo más estático y al otro lo más dinámico”.
   Y así es. Cada capítulo está presidido por un fragmento, casi siempre descripciones líricas, de esas que necesitan ser breves para que luzca su intensidad, y que si se alargan un poco resultarían algo pesadas. Son notas, estampas, breves escenas, la mayoría suficientes por sí mismas, unas apuntes breves, otras las clásicas descripciones impresionistas barojianas, que me vuelven a recordar a ciertos pasajes de El laberinto. Pero se nota que esos apuntes son apuntes de viaje del propio Baroja. No es difícil (y además es gratis) imaginar que fueron escritos en su viaje por Francia, Holanda, Dinamarca y Alemania. Cualquier autor los habría aprovechado para entremeterlos luego en la narración, pero Baroja es de la raza de los que no barajan, valga el retruécano. Quiero decir que los empalmes y las recolocaciones pueden dar más cuerpo a una novela, pero le quitan fluidez.
   Pero en ese cuarto de Rotterdam en el que se despierta Joe hay algo más. Hay libros de “Dickens, Shakespeare, Carlyle, Molière, Gonzalo de Berceo, Cervantes y el Arcipreste de Hita”. Sería interesante ver con algo de detalle qué hay de cada uno de esos autores en esta novela, por qué Baroja nombró a esos y no a otros.
   Para empezar, la estructura en planos narrativos en muy cervantina. Un autor apócrifo, Joe, un Hamete romántico, viajero sentimental, nos cuenta la historia de Larrañaga y sus dos primas. Larrañaga trabaja en Rotterdam para una empresa naviera bilbaína, contratado por su tío, que le ordena taxativamente que vaya a París a recoger a sus hijas, Pepita y Soledad. La andanada de cincuenta páginas llega en las charlas de café de Larrañaga con estas damas.
   Dicho sea de paso, admiro en Baroja algo que se le ha criticado mucho, que sus personajes principales no pegan un palo al agua. Desde que Andrés Hurtado dejó la consulta, y la vida, es difícil recordar un protagonista cuyo trabajo forme parte de la narración. En parte no es así, porque los personajes no históricos ni aventureros de Baroja hacen lo mismo que Baroja, pasean, leen, charlan, viajan y se meten a su cuarto a fumar. Y Baroja trabajaba, o sea escribía. De muchacho me atrajo el personaje que el autor había hecho de sí mismo, una especie de jubilado prematuro que pasa el rato de hotel en hotel, o en su casa de la Arkadia.
   En las novelas modernas lo importante es el trabajo, la jornada laboral. Los personajes son lo que hacen por la mañana, o a veces de sol a sol. Se les inventa unas circunstancias laborales tan verosímiles que son ellas las que dictaminan el desarrollo de la narración. Baroja despacha este asunto en media docena de líneas. Y hace bien. La literatura es para soñar que al día siguiente no hay que ir al tajo. Pero además es, en cierto modo, lo más realista. Cuando uno intenta llevar un diario, un diario estricto, día por día, nunca encuentra sitio para hablar de aquello que prefiere olvidar. Lo importante siempre ha sucedido por la tarde.
   Esto le acarreó el sambenito de burgués (en el caso del ingrato Ramón J. Sender, incluso para desacreditar La busca), cuando es lo más literario de todo. En todo caso, aunque Larrañaga tuviese más que hacer que visitar ciudades extranjeras y charlar con sus primas, el tercer plano narrativo no se lo permitiría, porque en él aparecen Margot y Nelly, contrafiguras evidentes de Pepita y Soledad, es decir, la recreación literaria, la fantasía solitaria de dos personajes que también son una invención, en este caso, además, de un autor apócrifo. El efecto es doble: la historia de Margot, más breve, y sobre todo la de Nelly son una magnífica novela corta, plagada de literatura, sombreada por un Dickens roterodamense, con dos personajes que parecen sacados, a medias, de Hard times y de Old curiosity shop, la muchacha abandonada por un titiritero, la joven que se consume irremediablemente, el padre canalla y la hija abnegada, y unas descripciones de los barrios portuarios que me han hecho relamerme de gusto. Y, por otra parte, gracias al juego de los planos narrativos, las figuras de Pepita y Solidad adquieren una consistencia verosímil con la que nace la siguiente entrega, Las veleidades de la fortuna, que ya es absorbente desde la primera línea.
   A Shakespeare se le nombra bastante en la novela. Baroja hizo turismo por Dinamarca y fue a los sitios más famosos. Tiene gracia la sorna con que Larrañaga constata cómo la gente eleva templos reales de lugares imaginarios. Shakespeare nunca estuvo allí, y si a Hamlet se lo imaginaba pesadote es porque le convenía a su estado de ánimo, no porque los daneses sean gordos. Pero no son sólo los lugares. En esta novela los personajes imaginarios (los del último plano) suelen ir en caída libre: el padre de Nelly es un comicucho que va pegándose fuego por las tabernas y sableando a su hija, y acelerándole su fin; el propio Larrañaga ve caerse la felicidad, la llama mínima que había en su relación con Nelly, con esa impotencia incluso cínica de los reyes shakespearianos.
   En Los ingleses y otros temas de Pío Baroja, José Alberich dedica un capítulo a glosar la admiración que Baroja sentía por Shakespeare. Trae muchas citas de sus Memorias y de algún libro de ensayos, pero hay una, algo recóndita (lo escribió Baroja en una crítica de Aurora, de Dicenta, en el periódico El Globo, en 1902, y Azorín lo citó en 1946, en su imprescindible Ante Baroja), que es, creo, donde está una de las claves del verdadero arte de narrar: “Hay dramaturgos en cuyas obras nace el conflicto de la intensa comprensión de la vida de los personajes, como Shakespeare e Ibsen: hay otros que forjan su trama y después acoplan los personajes a la trama forjada. De esta última clase son casi todos los autores españoles antiguos y modernos”.  En efecto, de eso se trata: personam tene, fabulae sequentur, podríamos decir, y así sucede que Soledad, la prima débil, no deja de ser un tipo, pero cuando nace Nelly, su versión literaria, alemana de padre inglés (Dickens, no ese otro canalla, también dickensiano), el personaje desata la novela y su carácter dulce y trágico inspira el afecto que inspiraba Lulú en El árbol de la ciencia.
   Está claro que, por muchos planos cervantinos que empalmemos, cuando no sale un personaje que esté vivo la cosa no funciona. Nelly es ingenua y, dentro de su fragilidad, resistente, decidida. Ama limpiamente a Larrañaga, lo ama porque es bueno, quizás el padre que no ha tenido, y Larrañaga tiene prevenciones de solterón: no sabe si lo aman a pesar de que es mucho más viejo o precisamente por eso, y en este caso tampoco adivina la razón concreta. Y la razón es Nelly, su necesidad de amparo, pero también su simpatía y su entusiasmo, las que derriten el corazón de Larrañaga y traen páginas de una ternura poco común. Ternura sin terneza, emoción sin ser nombrada. Y el resultado es el más civilizado de todos. El suyo es un amor de beso en la mejilla. Viven juntos, los une la lealtad, han obviado las alambradas del sexo. Larrañaga disfruta de ver a Nelly, de protegerla, de orientarla, de ayudarla, y Nelly hace eso que tanto nos gusta de algunas mujeres: que decidan algo y sientan en consecuencia, y lo hagan clara, sincera, ilusionadamente. Gran personaje esta Nelly, sobre todo por lo grande que hace a Larrañaga, que es más héroe cuando vigila que la muchacha no se le constipe que cuando lanza opiniones como si lanzase chinas en un estanque.
   Pero volvamos a esos libros que estaban en el cuarto donde se despierta Joe. De Carlyle sabemos, y también nos lo cuenta Alberich en otro capítulo del mismo libro (un artículo que yo había leído ya en el clásico de El escritor y la crítica que editó Javier Martínez Palacio), que tenía su Historia de la revolución francesa, pero no creo yo que aquí Baroja lo nombre por eso. Más bien por lo que representa, que es lo mismo que representó para Dickens, esa atención a lo desfavorable, pero también ese escepticismo democrático, además de por la atención que Carlyle prestó a la cultura germana y de sus idas y venidas religiosas. Se habla bastante de religión en esta novela: protestantes, católicos y judíos se van cruzando en el ambiente tormentoso de entreguerras. En ese sentido la novela es un reportaje veraz de cómo iba calentándose la olla, en especial cómo iba creciendo entre los alemanes el resentimiento.
   De Molière, y teniendo en cuenta cómo continúa la trilogía, es decir el plano de Pepita y Soledad, las primas de Larrañaga, me imagino que tendría El misántropo,  perfecto, por otra parte, para definir el argumento de la novela: un tipo asqueado de la vida que se ve envuelto, mal que le pese, en intensos líos de amor.
   Y, en fin, con respecto a Gonzalo de Berceo, además de lo que en su época y para él y su generación significó Berceo, me hace gracia pensar que Baroja haya escrito una Vida de Santa Nelly, porque ese personaje es una santa, una criatura protegida por la misma desnudez con que se entrega. Junto a ella, Larrañaga es “el amigo confortable”, como lo llama alguna mujer en alguna ocasión, un personaje siempre muy agradecido. Recuerdo ahora al gran Vélez de El metro de platino iridiado, otra pieza de hagiografía femenina. El amigo confortable es el que quiere estar contigo por simple afecto, que no llega para protagonizar sino para escuchar, para comprender, para ayudar. Aquí el protagonista de la novela se ampara en ese barniz agradable de quien no puede no ser buena persona con la ninfa santa que tiene al lado. Por momentos, al principio, cuando tienen que compartir un mismo cuarto y Larrañaga se tira a dormir al suelo, pensé que Baroja se iba a entregar a una de esas largas ensoñaciones del preparativo erótico para ciudadanos corrientes. Es posible que sacase de la estantería al Arcipreste de Hita con esa misma intención, la del fauno reumático que navega entre las ninfas, serranillas de Rotterdam, unas duras e inflexibles, como Pepita y Margot, otras blandas y enfermizas, como Soledad y Nelly. Si algún interés verdoso, misógino o sarcástico se le había pasado por la cabeza cuando hablaba con sus primas, la ninfa Nelly redime todos sus propósitos. 

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