Después de la delicada sensibilidad pro-india de Dorothy Johnson, las primeras páginas de El trampero, casi su primer tercio, dan la sensación de que estamos leyendo otro gran eco-western, un canto de amor a la naturaleza que nos hizo buscar de inmediato en la biblioteca lo que tuviéramos de Fenimore Cooper o de Jack London. También Sam Mynard es un aventurero culto que viene de Boston, igual que sucedía en los libros de John Williams y de Johnson, hasta el punto de que casi puede verse como una marca de género, una bandera de bucolismo intelectual que remite al mundo de Henry Thoreau. El autor nombra con cuidado los topónimos y los nombres de las flores, arma una prosa intensa, llena de brío, limpia pero no hasta el punto de resultar simple, llena de emotivas descripciones de las Montañas Rocosas que nunca se nos hacen largas. Sin embargo, muy al principio de la novela, hemos asistido a la pelea entre un grizzli y un tejón y al salvaje asesinato de unos niños a manos de los indios Pies Negros. Pero lo hemos visto como una obertura estilo Beethoven, sobre todo porque Sam Mynard es un enamorado de la música que reconstruye sus sonatas favoritas con los trinos de los pájaros y el retumbar de las tormentas. Después del impacto violento del principio, la novela se remansa deliciosamente por las sendas de los tramperos, sus usos y costumbres, su lenguaje, sus aperos, sus animales y sus métodos de construcción. Nos conmueve que levante una cabaña de troncos para Kate, la madre que vio matar a sus hijos y que, en un acceso de furia sobrehumana, se cargó a hachazos a los cuatro indios, cuyos cráneos fueron instalados en sendas picas para aviso de caminantes. Pero da la sensación, aun con ese sádico principio, de que Sam Mynard será un pacifista distanciado, un trampero filósofo, o como mínimo un Félix Rodríguez de la Fuente de aquella época y aquel país.
Pero qué va, qué va. Sí, continúa la
prosa intensa y pingüe como la grasa de la cola del castor con la que Maynard
asa los filetes de wapití. Pero Fisher, que quiere practicar la épica, se
entrega, un poco esquemáticamente, al argumento pendular de las afrentas y las
venganzas, esta vez aderezado con un esfuerzo de lexicografía biológica muy
encomiable (me daba envidia el estupendo traductor, Gonzalo Quesada, lo bien
que se lo tuvo que pasar), pero embadurnado de sangre. A Maynard le regalan una
mujer india, a la que, mientras Maynard se ha ido a cazar nutrias y bisontes,
una cuadrilla de indios Crow asesina con sus tomahawks, y no le arrancan la cabellera porque, como diría Arias
Cañete, al fin y al cabo es una dama. Maynard no encuentra cuando vuelve más
que sus huesos lamidos por los lobos, y los del hijo que llevaba en su vientre,
un detalle no muy convincente que Sidney Pollack, en Las aventuras de Jeremiah Johnson, cambió por otro hijo más crecido
y todavía menos convincente.
Y
Sam Mynard jura venganza. Y a partir de ahí la novela es un espectáculo de cráneos
sin cuero cabelludo. Maynard es un gigante que estrangula con sus manos de
pelotari a los guerreros indios, invariablemente estúpidos y desesperantemente
lentos. La escena en la que Mynard, avisado por el movimiento de los ojos del
caballo, se hace el muerto hasta que tiene a cuatro indios Crow encima, y cómo
se levanta y a los cuatro los degüella o los estrangula, es como esas películas
en las que los forajidos parecen hacer cola y esperar su turno para que los
vapuleen, todo en cuestión de segundos. Fisher viaja por el invierno crudo, como
él mismo dice, “crescendo sobre crescendo”, y en ese rataplán darwinista no
repara en indios. Veintitantos de los mejores indios crow salen a cazar a Mynard,
pero son tan tontos que no organizan emboscadas sino que salen uno detrás de
otro a ver quién es el valiente que lo consigue él solo. Pese a un par de
escenas del final, la piedad ante el guerrero adolescente, después de rebanarle
el pescuezo, y el honor del viejo jefe Crow al aceptar la paz con la misma
flema con que Hirohito le dio la mano a MacArthur, la verdad es que uno cierra
el libro con la impresión de que Vardis Ficher fue un enamorado del parque nacional
de Yellowstone que votaba al mismo partido que Tom Clancy.
Como
bostoniano culto, Sam Mynard sabe música y adapta a los diferentes compositores
según las estaciones y las ganas de matar. Fisher crea una novela combinando
elementos a veces contradictorios con criterios musicales: los paisajes
mozartianos en primavera, las tormentas betovenianas en invierno (en realidad
son tormentas Wagner, y uno sospecha si la fecha en la que lo escribió, 1965, y
sus ideas políticas no desaconsejarían la mención de ese alemán). Fisher mezcla nombres de insectos y recetas de comida
salvaje, hondos valles, ríos bravos, tormentas como las de antes, caminatas de
mil kilómetros sin mantas ni alimentos a veinte grados bajo cero. Y a veces lo
hace muy bien, sobre todo cuando no pinta a los indios como inmundas alimañas
ni se ceba en la velocidad de la aventura. Mucho más interesantes son sus
visitas a Kate, la madre que vio matar a sus hijos, que mató a los asesinos de sus
hijos y se volvió loca de dolor, y desde entonces malvive junto a sus tumbas,
planta flores silvestres y lee la Biblia y mueve el torso hacia adelante una y
otra vez; o su travesía del páramo en mitad del invierno, huyendo de los Pies
Negros que lo habían capturado y que, como siempre hace este tipo de indios en
blanco y negro, se emborrachan y lo dejan al cuidado de un perfecto gilipollas
a quien Sam Mynard habla con la solemnidad penetrativa de Gonzalez Pons.
La
admiración por los paisajes alterna con el sinsabor de tratar así a los indios.
Las ideas filosóficas de Fisher son muy simples: el hombre libre es el que no
paga impuestos, el que vence a sus semejantes inferiores, como los animales. La
naturaleza virgen es el último reducto de estos hombres duros, libérrimos,
solidarios entre ellos e invariablemente crueles con los indios, que a su vez
son unas criaturas infernales sin un dedo de frente. De modo que uno se
sorprende leyendo con gusto y, a veces, una mueca de asco, la historia de un
trampero salvaje, un Héctor con el corazón de Diomedes. Cuando se nos describen
paisajes, recetas, costumbres y tormentas, la densa velocidad de la prosa es
adictiva. Cuando se pone a despellejar cabelleras, uno ve al anarquista ultra
norteamericano, al hombre de elevados ideales y moral rastrera, y a uno le sorprende,
más que las aventuras del trampero, la mente del autor. Se puede ser
naturalista darwiniano, y además, en la época en la que sucede la novela, quizá
sea lo más adecuado, pero una cosa es constatar la cruda hermosura de la
naturaleza y otra pasárselo bomba descuartizando ciervos o despellejando
indios. Cuando capturan a Maynar, su error consiste en acercarse a auxiliar a
dos formidables wapitíes que se han enganchado las cornamentas en mitad de la
pelea. Le admiran los luchadores nobles, pero no tanto, si son indios, como
para perdonarles la vida.
Es
difícil, muchas veces, tomarse en serio esta novela, pero está muy bien
escrita, con el tono exacto que reclama la épica aventurera, apoyada en un riguroso
esfuerzo de mímesis, en una documentación meticulosa. Es, desde luego, una oda
a la naturaleza salvaje, pero también está llena de salvajadas. Al final uno se
distancia un poco de la obra y en vez de contemplar las curiosidades antropológicas
de los tramperos del XIX, uno piensa en las de cierta especie de escritor
americano, tan radical en su liberalismo como aficionado a la violencia, con
ese tono entre siniestro e infantil que tanto nos inquieta de aquella raza. Si,
por ejemplo, la comparásemos con La
frontera, de Cormac MacCarthy, la narración de Fisher nos resultaría
incluso cómica, más propia de un tebeo de aventuras que de una novela sinfónica
naturalista, pero también, por el hecho de ser más popular, más clara, nos
llega más adentro su entusiasmo narrativo, su arte primitivo de contar. Fisher
era un poco megalómano. Sam Mynard se come cinco kilos de carne en una sentada
y Vardis Fisher escribió una novela en no sé cuantos volúmenes en la que
contaba la historia de la humanidad entera y verdadera. Pero este temperamento
hiperbólico tiene un aire a niño que juega con el madelmán trampero, hasta el
punto de que a veces sus relatos salvajes nos producen hasta un poco de
nostalgia. Entre lo bueno y lo malo hay una larga y entretenidísima lectura,
que es lo mejor que uno puede pedir.
Vardis Fisher, El trampero, trad. Gonzalo Quesada, Valdemar/Frontera,
2012, 395 pp.
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