El regreso a la
literatura campestre por su vertiente oeste sigue deparándome alegrías. Estoy
terminando Indian Country, de Dorothy
Johnson, y ya late sobre el escritorio El
trampero, de Vardis Fisher, escrito solo cinco años después de Butcher’s
Crossing. La benemérita Valdemar ha iniciado con Johnson y Fisher la
colección Frontera,
consagrada a los clásicos del western, y ya tiene otros cinco títulos en los
comercios. De casi ninguno había traducción hasta la fecha, y las que había no eran muy buenas o pasaron a mejor vida.
Con las novelas del oeste creo que
en España hemos cometido uno de esos múltiples errores que han hecho de nuestra
novelística del siglo XX algo incompleto y con frecuencia pobre. Para nosotros
el western son dos cosas: las películas de vaqueros y las novelas de Marcial
Lafuente Estefanía. Con respecto a lo primero, quizás estén las cosas en su
punto, es decir, conocemos los grandes clásicos del género y sabemos distinguir
el grano de la paja, el clásico del crepuscular, el ecowestern del spaguetti.
Incluso, desde aquel célebre trabajo de Ángel Fernández-Santos, hemos aprendido
a ver la maquinaria épica de las películas, pero de los escritores solo ya nos
acordamos, y poco, de Marcial Lafuente Estefanía, no de la treintena de autores
españoles de novelas de vaqueros que viene en la Wikipedia, de pintorescos
seudónimos: Silver Kane, Frank Caudett, Curtis Garland, Lou Carrigan, Jack
Logan, Joe Mogar, Jess McCarr, Peter Capra, etc., etc., todos ellos españoles,
todos José o Félix o Joaquín, entre ellos Francisco González Ledesma (Silver
Kane) y Javier Tomeo (Keller). Los alias son curiosos: Frank Caudett es Francisco
Caudet, nada que ver con el especialista en Galdós, y Andrews Castle, un nombre
que mucho me temo que no haya tenido jamás ningún ser humano, es Andrés
Castillo.
Yo no sé cuál sería la calidad media
de todos estos escritores. Debería buscar en el granero unas novelas de Marcial
Lafuente Estefanía que trajo una vez un primo mío cuando vino del Aaiún de
hacer la mili. Solía llevar siempre una novela en el bolsillo de atrás del pantalón,
y cuando la vida se detenía por cualquier circunstancia se ponía a leer. Yo era
niño y lo recuerdo tumbadazo en el sofá, con un ducados en una mano y en la
otra la novela, abierta hasta juntar las tapas blandas. Al leer subía las cejas
y bajaba los párpados, con esa mirada de modorra que tienen los que llevan
mucho tiempo mascando tabaco. Secuestro Frustrado, Senderos de violencia, Por
llamarle cuatrero, Rancho tenebroso, Extraña
actitud, siempre en el bolsillo de detrás del pantalón, como el revólver,
para matar el aburrimiento.
Aunque solo sea por la ingente producción de cada uno de los escritores españoles de novelas del oeste, no sería de extrañar que no abundasen las obras maestras, pero sí me gustaría comparar los excelentes relatos de Dorothy Johnson con, por ejemplo, La dama y el recuerdo, el último western de Francisco González Ledesma, que apareció en 2010 después de casi treinta años de no volver al Silver Kane de su juventud, más de trescientas novelas, entre tres y cinco cada mes.
Aunque solo sea por la ingente producción de cada uno de los escritores españoles de novelas del oeste, no sería de extrañar que no abundasen las obras maestras, pero sí me gustaría comparar los excelentes relatos de Dorothy Johnson con, por ejemplo, La dama y el recuerdo, el último western de Francisco González Ledesma, que apareció en 2010 después de casi treinta años de no volver al Silver Kane de su juventud, más de trescientas novelas, entre tres y cinco cada mes.
No es lo mismo, ya lo sé. La una es
un mito en la legión de escritores de western de los Estados Unidos, y el otro
un autor al que en España se ha tratado, en el mejor de los casos, con cierta
condescendencia. Yo no lo he leído, y habrá que subsanar ese vacío.
Desde luego, si es tan bueno como
Dorothy Johnson, es muy bueno, porque, al margen de su contenido (y también
incluyéndolo) la calidad de los relatos es casi invariablemente altísima: la
construcción, la caracterización, la narración, el diálogo, la descripción,
todo ello rigurosa armonía a lo largo de unos relatos que fluyen con la
suavidad y la contundencia de una sola historia, la que se cuenta en un rato de
charla. Leyéndolos tenía con frecuencia la sensación de que la buena literatura
es siempre así de desnuda. Nada sobra, todo está sabiamente dispuesto, y en vez
de tópicos hay sorprendentes detalles antropológicos. Pero el interior de sus
cuentos también resistiría el más riguroso de los exámenes: no hay buenos ni
malos, todos tienen culpas y razones, todos se quieren salvar. Los malos son
segundones, excusas de dramas intensos, como en El hombre que mató a Liberty Valance, pero los héroes son de carne
y hueso, seres complejos a los que la autora se esfuerza en comprender.
Soy de los que prefieren que el argumento
de un relato se cuente en la primera línea, o como mucho en la primera
página. Por un lado es cortesía del autor, pero por otro significa echar el
lastre de lo gordo y concentrarse en una historia que si es buena es precisamente
porque se puede resumir en una línea. Así son muchos cuentos de Johnson, como la
tragedia de Mahlon Mitchel, que después de
haber vivido cinco años con los crows los abandonó, pero “regresó junto a ellos viejo y fracasado”,
argumento que luego se desarrolla en un encaje de esperanzas y supersticiones. O
la historia del chico que “expulsó a un forajido de casa de los Ainsworth a
punta de pistola”, un cuento perfecto, intensa, cercanamente verosímil.
Pero hay aquí pocos forajidos. Hay
indios que no hacen el indio, que sienten, que cuentan, que sueñan, que piensan,
y hay vaqueros que tienen una casa en la frontera, y que también sienten,
cuentan, sueñan y piensan. Hay tremendas historias de raptos y de asaltos, pero
nunca descripciones de esos raptos ni de esos asaltos sino de lo que sucede antes o después. La mala literatura cuenta solo los acontecimientos;
la buena, sus preparativos y sus consecuencias. Lo importante, que también se
cuenta, y muy bien, no es cómo Búfalo Corredor raptó a Hanna y Mary Amanda, sino
el hermoso drama moral que provocó lo que en una novela plana habría sido tan
solo su rescate.
No, aquí los indios no
dicen jau, y los vaqueros apenas pegan tiros y se andan con pies de plomo. Aquí
los indios son tribus que intentan echar de sus territorios a los colonos, gente pobre que se busca la vida como puede. Todo es verosímil porque todo está
documentado con precisión y naturalidad. Dorothy Johnson nos cuenta la
procedencia de las plumas de los sioux, y para eso no necesita otra cosa que
nombrarlas con exactitud. No hay concesiones al tópico pero tampoco a jugar con
la paciencia del lector. Y el resultado es, siempre, una buena historia, no un
modo de engatusarnos. La purificación de Humo Creciente, un indio sometido al
ayuno místico de los indios, tan fantástico como el católico, e igual de
fascinante, cuyo delirio ambienta una venganza (“mata a Muchos Toros por mí”) es
un ejemplo de que, cuando se narra sin zanahoria, se va igual de rápido pero se
está más cerca de la poesía.Dorothy M. Johnson, Indian Country, Valdemar, 2013, 259 pp.
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