19.2.15

Los años del croquis


La lectura de La lucha por la vida me ha llevado a los que quizá sean los dos mejores libros que se han escrito sobre la trilogía. Uno es la célebre Anatomía de La lucha por la vida, del maestro Alarcos, profusamente citada (no sé si se ha dejado algo) por Marín Martínez en su edición de Cátedra. Otro libro que también cita, pero mucho menos, es el de Carmen del Moral, La sociedad madrileña fin de siglo y Baroja, plagado de datos interesantísimos. 
            Son dos libros diferentes. El de Carmen del Moral es ejemplar en cuanto al acopio de información poco accesible y a la claridad de su organización, que es la tarea más penosa, pero también la más honesta, que puede afrontar un crítico. El lector con más ánimo de novelista que de crítico se pone las botas con el cargamento de mímesis que ofrece Del Moral. En lugar, por ejemplo, de especular con la interpretación del personaje del señor Custodio, Del Moral nos informa de en qué consistía el trabajo de trapero, cuántos había en Madrid, en qué medida esa labor de reciclaje podía convertirse sin demasiado esfuerzo en focos de infección. En ese libro uno se convence de que Baroja no es todo lo crudo que podía haber sido, quizá, como decíamos a propósito de La Busca, porque no quería serlo.
            El de Alarcos es también un modelo, pero en este caso de lo que llamamos análisis inmanente, o sea, sin bibliografía suplementaria, sin datos nuevos que esclarezcan y sin discusión crítica. Pura disección, sin los parientes del cadáver. El propio Alarcos da una breve lista de obras consultadas que luego se mencionan muy de pasada. Pero Alarcos era espectacular en su inmanencia. Su ensayo nos trae un perfume estructural años 70 que en cierto modo vemos ya un poco pasado, pero que se sostiene gracias a esa tersa claridad expositiva de la que siempre hizo gala. En la facultad nos aprendíamos de memoria su explicación del SE como si fuera un poema.
            Con Baroja es igual que con la sintaxis, empeñado en subdividirlo todo por parejas de caracteres opuestos y en hablar de lo que hay por oposición a lo que no hay. A partir de ahí, el espectáculo es imaginarse a Alarcos leyendo la trilogía, anotando cada línea en una o varias fichas que a su vez van a parar a ficheros sobre temas diferentes, acribillando el texto con anotaciones como tengo yo acribillados los textos de Platón que había que estudiar para el examen. Su escrupulosidad científica se ceba en conexiones invisibles, en rasgos desapercibidos, en detalles minúsculos.
Hay pasajes de este libro, como el célebre comentario del “Se sentó a descansar un rato en el Campillo de Gil Imón…”, con el análisis de los colores y los estados de ánimo, que son una forma de leer dentro del texto heredera de las minucias significativas de Dámaso Alonso, y que, pasada por el formalismo ruso, nos enseñó a comentar textos a más de una generación. Pero hay otros, como el análisis de las proporciones del diálogo, llenos de diagramas estadísticos, que de tan gratuitos se pasean por los dominios del arte, sobre todo por las magras conclusiones a las que se llega.
Pero además sucede que este libro está vivo. Sigue siendo penetrante, y sigue siendo discutible. Y sorprendente. Si yo tuviera que quedarme con un capítulo, desde luego sería con el del análisis cronológico de la trilogía. No se puede ser más preciso ni más gratuito. Es un monumento a la crítica como especulación mística, un rigorosísimo análisis científico que no lleva a ninguna parte.
La cuestión es que, según Alarcos, la acción de La lucha por la vida empieza en 1888 y termina en 1902. En esto polemiza con Soledad Puértolas, que la había retrotraído a 1885. Eso supone que “el período de vida de Manuel incluido en el relato se extiende desde sus trece (o catorce) años hasta los veintiséis (o veintisiete)”, y a esta conclusión llega Alarcos después de analizar con microscopio todas y cada una de las referencias temporales que aparecen por el texto, ya sean elementos deícticos (hace tres meses, aquel invierno, esta mañana) o referencias históricas (el debut de la Chelito, la boda de Alfonso XIII, el desastre del 98). Es impresionante, y divertido, sobre todo cuando se topa con los famosos 18 años de Manuel en Mala hierba, que lo descabalan todo.
 Pero lo más curioso es que, a poco de acabar su erudita exposición, Alarcos concluya lo siguiente: “Baroja novela unos quince años de su experiencia vital y (…) solo se preocupa de la cronología relativa de los hechos que consigna”.  Ha dicho su experiencia vital, la de Baroja, pero no se molesta en ningún momento en adaptar sus pesquisas cronológicas precisamente a esa experiencia vital, la de Baroja.
Baroja vivió en Madrid entre los 13 y los 17 años, es decir, entre 1886 y 1890. Los dos años siguientes los pasó entre Valencia y Madrid, y los dos siguientes, hasta los 23, en Cestona, ejerciendo de médico. En 1896 volvió a Madrid, y en 1902, con 29 años, se desentiende del negocio de la panadería y lo pone en manos de un administrador, como hace Manuel con Pepe Morales.
Lo curioso es que Alarcos, que anota a pie de página, en otros capítulos, todos estos detalles (y algún otro como el de Cogolludo, inspirado en Burjasot), no llame la atención sobre ellos como cañamazo de la cronología en la novela. Formará parte de la inmanencia no tenerlos en cuenta, pero algunos resultan demasiado evidentes. Baroja inventa recordando, pone a un muchacho que llega a Madrid a la edad a la que llegó él, y esa memoria proyectada, que Alarcos sí reconoce, es la que va ordenando el relato con vagas precisiones temporales. No hay más orden inmanente que el de la memoria de Baroja, que por lo demás solía ser bastante precisa.
Claro que ni aun así cuadran los 18 años de Manuel, pero la explicación es igual de gratuita que la de Alarcos, y más corta. La de Alarcos peca del gran defecto de aquella época: la crítica como re-creación, como auscultación del subconsciente del narrador, como aislamiento profiláctico de la textualidad. Todo lo que observa Alarcos es verdad, pero su interpretación me temo que no tiene que ver con la creación sino con su resultado, como si involuntariamente los escritores pariesen criaturas de constitución simétrica poligonal. Todo tiene que funcionar, toda pieza tiene una justificación empírica cuya exposición es muy hermosa y muy audaz. Con esos presupuestos salían grandes libros como el de Alarcos y rimeros de banalidades. Si el estructuralista tenía fino sentido crítico, su libro, como es el caso, podía convertirse en un clásico del subgénero; si no, era ridículo, todo lleno de flechas y de rayas y de croquis, y sin sustancia de ninguna clase.
Al final del libro hay otro detalle contradictorio en esa teoría contradictoria que era el estructuralismo: si no tiene en cuenta la cronología del autor para respetar el análisis inmanente, ¿por qué repasa los rasgos del carácter de Baroja que pueda haber en Manuel? Quizá lo hace porque antes, después de muchos gráficos explicativos, había concluido que la voz de Baroja está en los abundantes diálogos de Roberto Hasting, pero eso, en estructuralismo, no es nada, y se tiene que emparejar con su opuesto, Manuel.
Da lo mismo. El capítulo del análisis de figurantes sigue siendo modélico, una forma de leer completamente, de husmear aquello que sin darse cuenta penetra en el lector y le hace conformar la idea que tiene de sus personajes. Tiene su poco de trampa, claro, porque con membra disiecta uno puede conjeturar lo que se le tercie y ordenarlo para que suene verosímil. Pero aun así es una delicia expositiva. “Entretenitiva”, como dice Alarcos.
Ese fue el fallo del análisis estructural, tratar el texto como si la exactitud de sus moléculas ya estuviese, si no en la voluntad, si en la maestría  del autor. Solo una vez nombra los folletines, para citar esas primeras páginas almidonadas de La Busca. Pero a un estructuralista ni se le pasa por la cabeza que todos los cambios y avances proceden de una cierta intuición inmensurable, de un estado de gracia narrativo que varía los tonos cuando se necesita, sin premeditación ninguna. En el fondo de los formalistas anidaba una idea de subversión, como si por métodos científicos, estudiables, practicables, se pudiera no solo analizar el arte sino incluso generarlo. Cuando veo los rimeros de novelones históricos o amatorios clonados en la mesa de novedades, pienso si no serían unos visionarios. Los folletinistas que gustaban a Baroja no utilizaban plantillas tan falsas y tan rígidas.


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