23.3.15

El héroe atontolinado


Al leer La feria de los discretos , de 1905, hablábamos del respiro folletinesco que Baroja se había tomado después del esfuerzo (y la satisfacción) de La lucha por la vida. En Quintín veíamos un personaje salido de Fernando Ossorio que estaba transformándose en Eugenio de Aviraneta. Quintín tenía el entusiasmo por la acción y el desprecio por las sensiblerías que luego, con la astucia de los años, tanto nos habría de gustar en don Eugenio.
            Pero La feria de los discretos era una novela compacta, de sólido armazón, con un héroe cuya trayectoria dramática libra de responsabilidad argumental a la peripecia. Baroja no sostiene las novelas con sus argumentos sino con sus personajes. La visión romántica que pintó Baroja en Quintín es tan coherente que no buscamos ya más desproporciones, el mito campa en el recuerdo.
            El problema surge cuando el héroe no tiene sustancia y el argumento funciona como si la tuviese. Es lo que pasa en Los últimos románticos, de 1906, primera parte de esa novela larga que compone junto a Las tragedias grotescas, publicada un año después. El héroe, don Fausto Gamboa, es de la estirpe dickensiana de Silvestre Paradox: el protagonista ingenuo, un poco tonto, que contempla con admiración la panda de mamarrachos que se hacen pasar por bohemios. En Silvestre Paradox había un personaje al que los bohemios sableaban a cambio de regarle un poco la vanidad literaria. Este Gamboa es así, un tontilán, uno de esos ingenuos que, más que gracia, dan ganas de darle una colleja, a ver si despabila. Esta estirpe de zanahorios llegará hasta el cándido Alvarito, que narra varias de las entregas de Aviraneta, pero se perfeccionará en esos tipos de romántico apalominado como Lacy o Tilly, mucho más interesantes porque son hiperestésicos y confiados, pero no son tontos.
            Y don Fausto es tonto, qué le vamos a hacer. Ya sé que la novela del protagonista estúpido ha dado grandes obras, pero a mí, por no gustarme, no me gusta ni la raíz volteriana de muchas de ellas. A Baroja le encantaba el Cándido, al menos la idea, y en el final de Camino de perfección ya vimos que era una cita casi explícita que, sin embargo, se podía adjudicar, más intelectualmente, a cenizos como Shopenhauer. Lo que habría que mirar con más cuidado es si esa candidez le venía a Baroja de una idea muy simple, como todas las de la época, de Voltaire, o estaba ya filtrada por los personajes simplones de Dickens. ¿Quién no ha estado a punto, más de una vez, leyendo OliverTwist, de decir “este chico es tonto”?
            Lo peor que tiene don Fausto es que nos quita la miel de los labios. Baroja enoja gravemente al lector cuando, después de la presentación de doña Blanca, una dama venida a menos y redimida a fuerza de trabajo y de carácter, sin dar explicaciones se centra en el instrumento que nos había llevado hasta ella, Gamboa.
Doña Blanca es una anciana en sus últimos amenes que languidece en su casa de París, allá por 1868, y manda venir de España al hijo de su gran amiga, Fausto, para pedirle que le lleve a su hija Asunción, a que le haga compañía y, cuando se muera ella, herede su fortuna. El plan está bien. Doña Blanca tiene toda la fuerza que le falta a Fausto, pero ya Fausto, siendo muy joven (ahora tiene cuarenta y tantos) se enamoró de ella en un viaje de Blanca a Madrid, de modo que podemos asistir al romance decadente y revenido que… Ni hablar. En una escena de lo más abrupto, Blanca le dice a Fausto que no puede quedarse a vivir en su casa el tiempo que pase en París. Se comprende que la dama, a punto de morir, no quiera convertirse en otra Concha valleinclanesca. Lo que no se comprende, empero, es que Baroja se lleve a Fausto a un barrio pintoresco, lejos de la dama, y ya no lo saque de allí hasta las últimas páginas de la novela, cuando llega por fin Asuncioncita y su madre, se muere doña Blanca sin decir esta boca es mía, la moza hereda y aquí paz y después gloria.
Pero esto, contado solo en su principio y su final, y en ambos casos resumidamente, ocupa muy pocas páginas. El grueso del libro está dedicado a pasear por París y a presentar personajes cuya vocación de caricatura les quita el interés. Es el caso de Pipot, un republicano español que lleva a don Fausto por los cutrichiles del exilio y le enseña siluetas pintorescas y sin vida. La gente llega, se saluda, bebe, dice una frase, emite una opinión gratuita, se va, pasea por los barrios más cochambrosos y nombra las calles y los edificios. Más que pesado (Baroja nunca es pesado) se pone un poco impertinente, con tantos personajillos que le hacen a él más gracia que al lector y tantos zurcidos de folletín grueso, con hijos secretos (que tampoco dicen ni pío) y toda la cohorte de artistas de postal. Baroja anota sus curiosidades y de vez en cuando le echa un poco de sal gorda folletinesca, que en la medida en que nace como parodia ya está condenada a no tener demasiada gracia. No hay en esas tres cuartas partes de novela más andanzas que las rutas turísticas parisinas de don Fausto, al que ni siquiera arruina nadie, y que tiene esa inclinación por las casas negras, las prostitutas borrachas y los hampones de medio pelo que sin embargo no le lleva nunca a situaciones embarazosas ni mucho menos peligrosas. Me acordaba yo del Braulio de La ciudad de los prodigios, pero don Fausto ni siquiera tiene vicios ocultos. Ni trabaja en nada.
Cuando este mismo Fausto se cargue de melancolía (y deje de hacer el tonto) tendremos grandes personajes como Larrañaga, veinte años después, también viajero de circunstancias, apocado y sobrio, y muy sentimental. De momento nos queda un estupendo yacimiento arqueológico para los estudiosos de las Memorias de un hombre de acción, porque el método compositivo que utiliza en Los últimos románticos acabará siendo la plantilla de unas cuantas novelas de aquella serie. Por plantilla no me refiero a una estructura sino a un método, a un ir trenzando conversaciones históricas y lances de opereta, librerías de viejo y bohemios miserables, judíos encorvados y mujeres con peligro. Por todos pasa, en ninguno se queda, y pasa alguien, don Fausto, que tampoco es nadie, de modo que muchas veces sobrevuela la sensación de que la novela es una de esas composiciones sin contenido que tejería tiempo después Cela en la mayor parte de sus escritos, un seguir contando cosas por la inercia de los dedos, cuando lo que se tiene, descontando el material histórico y descriptivo, es más bien poco.
O mucho, porque tenía a doña Blanca, pero Baroja, que estaba descansando, prefirió apañar un bocadillo de anécdotas intrascendentes. Queda la segunda mitad, Las tragedias grotescas. Espero que no la dedique otra vez a la bohemia y sus harapos. Con Silvestre Paradox y Los últimos románticos yo diría que ya hemos tenido bastante.

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