9.10.16

Vida de Friedrich Nietzsche, 2


Pocos días antes de cumplir los veinte años, con su flamante título de bachiller conseguido en la dura y prestigiosa Pforta, Friedrich Nietzsche, obedeciendo los deseos de su piadosa madre, se matriculó en la facultad de teología de la Universidad de Bonn, y para celebrarlo cogió una buena borrachera con su amigo Deussen. Navegaron por el Rin hasta la casa de su amigo, en Oberdreis. En Königswinter se pusieron de vino hasta las cejas y se dieron a esas gamberradas típicas del estudiante que no suele beber. Nietzsche siempre separó a Dionysos del vino. Nietzsche no tenía espíritu bohemio, le parecía que los borrachos solo dicen tonterías, que son de una vulgaridad desesperante; no tenía ese impulso autodestructivo romántico de amarrarse a una copa de absenta y llorar algún verso entre vómitos de autocompasión. El artista romántico vive como si fuera un genio, como si no pudiera soportar su talento y tuviera que echarle alcohol para que se disolviera un poco y pudiera salirle por la boca. Nietzsche, cuando encontró lo que de veras le gustaba, se encerró en su estudio, y el vino lo dejó para alternar.
Pero esa borrachera es muy importante en más de un sentido. Iba con su querido amigo Deussen, que fue quien le convenció de que dejara la teología por la filología, y a quien, pocos años después, Nietzsche repudiaría con hiriente suficiencia. A pesar de su individualismo antigenético, de su lucha contra el fatum, la verdad es que todos los pasos importantes que dio Nietzsche en su juventud lo fueron de la mano de amigos desinteresados. No habría abandonado tan pronto la teología de no ser por Deussen, ni habría hecho de la filología su carrera si el profesor Ritschl no lo hubiera animado, ni habría podido dar clases, tan joven, en Basilea si su tía Rosalie no se hubiera muerto a tiempo de dejarle un buen dinero con el que evitar el más que probable destino de profesor de instituto. 
El propio Deussen cuenta que, mientras cabalgaban por el campo en aquella borrachera inaugural, Nietzsche no se preocupaba del dramatismo del paisaje sino de las orejas del caballo, que le parecían demasiado grandes. Hay estudiosos que vinculan esta anécdota con su miopía; otros, con su desprecio del romanticismo, y aún otros con su inagotable búsqueda de la verdad. En todo caso es el primer encuentro importante con un caballo, de los varios que tendría a lo largo de su vida.
En las Navidades de 1865 su huida de Bonn y su viraje a la filosofía ya estaban decididos: “Todo me llama a pensar solo en mí mismo”, escribe, mientras escucha el Manfred de Schumann. No era, desde luego, un ratón de biblioteca, y a pesar de que su relación con la bebida era la de quien no la termina de disfrutar, ni por supuesto la necesita, no dejó en Bonn cervecería por visitar ni placer artístico que regalarse, de modo que, cuando regresó por Pascua a casa, un poco gordo, tuvo un violento encontronazo con su madre cuando le comunicó sus magras ambiciones teológicas. La madre se puso hecha una fiera, y fue la tía Rosalie, que para Nietzsche ya era un hada madrina, la que logró calmarla y hacerla entrar en razón. La que no entró en razón fue la hermana de Friedrich, Elizabeth, que adoraba a su hermano hasta el delirio.
Y su hermano había comenzado su particular búsqueda de la verdad: “¿Buscamos con nuestra búsqueda paz, felicidad y sosiego? No. Solo la verdad, aunque pudiera ofrecérsenos al fin como terrible y repulsiva”, escribía Nietzsche, decidido a marcharse de Bonn, “a un lugar en el que no tuviera demasiados conocidos, porque de lo contrario acaba uno viéndose arrastrado siempre a unos círculos determinados”. No era un impulso anacoreta sino aristocrático. En la sociedad de estudiantes a la que pertenecía, Franconia (donde le llamaban Gluck), destacó por su aversión a las ideas democráticas que entonces germinaban en Europa, e incluso su fiel amigo Deussen acabó un poco harto de él, de “una inclinación a corregirme en todo, a ejercer de magisterio supremo sobre mí, y, en ocasiones, casi hasta atormentarme literalmente”.
En Leipzig, en cuya universidad entró gracias a otro amigo, Gersdorff, era lo que en círculos estudiantiles se llamaba un camello, alguien que no pertenecía a ninguna corporación. Él mismo reconoce haber sido muy maleducado en ocasión de ser invitado a un concierto, en el que no desplegó la boca, y tiene palabras de desprecio para aquellos que viven de las urgencias de siempre, “periodistas y gacetilleros, metamorfoseados por la desesperación”. A pesar de que intentaba llevar una vida social incluso por encima de sus posibilidades, le asqueaba “esa falta de entusiasmo, esa torpeza disfrazada de seriedad, esa vulgaridad, esa reducción del espíritu a lo cotidiano, que se revela del modo más desagradable en la embriaguez, ¡dioses, qué contento estoy de haberme librado de esa soledad chillona, de esa abundancia vacía, de esa juventud senil!” 
Él mismo no era un genio precoz y lo sabía, pero en Pforta lo habían adiestrado a no dejarse llevar por el hastío y a despreciar la bohemia. Sus intereses eran más elevados. Se matriculó en Leipzig exactamente cien años después de que lo hiciera Goethe, algo que celebró como es debido, y vio en la filología una oportunidad para desarrollar su vocación educadora, de pastor que guía, que de tan poco le había servido en Bonn.
Nada más llegar a Leipzig hizo dos amistades definitivas: la del profesor Ritschl, un ejemplo de magisterio encaminado no al acopio de conocimientos sino a la creatividad y el sentido crítico, que casi adoptaría a Nietzsche y que le consiguió una cátedra en Basilea sin necesidad de doctorarse, y, sobre todo, la de alguien que se encontró por la calle: “Encontré un día este libro en la librería de viejo del anciano Rohm. Ignorándolo todo sobre él, lo tomé en mis manos y me puse a hojearlo. No sé qué demonio me susurró: ¡Llévate este libro a casa!” El libro era El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer, el hombre que marcó para siempre el camino de Friedrich Nietzsche.
Schopenhauer lo hizo caerse de un caballo que era en realidad un burro. “Tenía ante mí un espejo en el que podía contemplar el mundo, la vida y mi propio ánimo con grandeza deprimente”, escribe. “Desde que Schopenhauer nos ha quitado la venda del optimismo de los ojos, las cosas se ven más agudamente. La vida es más interesante, aunque también más fea”. Y el mejor modo de vivirla era un ascetismo liberador que Nietzsche puso en práctica para fortalecer el espíritu. Por ejemplo, reducía a cuatro o cinco sus horas de sueño, una ilusión de incesante actividad propia de los años mozos. Lo malo era que sus experimentos con Schopenhauer se convertían en verbo sagrado en las cartas que enviaba a su hermana. Cuando acudió a visitar a su familia por Navidad en 1866, se la encontró convertida “en una caricatura de sus ideas”, nos dice Janz, con “la faz lobrega” de quien se ha metido en una secta donde triunfan los cilicios.
Ritschl, su “conciencia científica”, iba guiándolo en los fundamentos de la filología clásica, y le hacía esos favores imprescindibles que todo gran talento necesita. Nada más leer su trabajo sobre Teognis, Ritschl animó a Nietzsche a que lo convirtiera en un librito. La reacción fue inmeditata: “Mi confianza en mí mismo se elevó a la estratosfera”. Estudió con exhaustiva lentitud a Esquilo y a Diógenes, hizo sus primeros escarceos con la cuestión homérica y adoptó un lema de Píndaro: “llega a ser el que eres”. Su amigo Gersdorff, también ebrio de Schopenhauer, le sugirió que estudiase el pesimismo en la Antigüedad, que nadara por las aguas que comparten la filología y la filosofía, pero no dejándose llevar por la corriente sino con afán de cruzar a la otra orilla.  
Otro libro, la Historia del materialismo de Lange, provocó que en su mente encajasen dos piezas principales: el pesimismo como principio y el escepticismo como método. Nietzsche se desnudaba de prejuicios ingenuos antes de ponerse a pensar. Pero tampoco renunciaba a los placeres de la tierra. Madrugaba mucho, una costumbre que traía ya desde la adolescencia y que no abandonaría nunca. Dedicaba la mañana al estudio, pero a la hora de comer se reunía con sus amigos para comer y recalaba después en el Café Kintschy, donde estaba prohibido fumar, a leer periódicos y arreglar el mundo. Pasaba el resto de la tarde en la biblioteca, y por la noche solía ir al teatro, a un concierto, a seguir discutiendo con sus compañeros.
Claro que también contrajo allí su primera infección de sífilis, quizá el origen de su parálisis posterior, por mucho que en su primera visita a un prostíbulo saliese a escape en cuanto pudo. Y encontró, por fin, a un amigo con quien nunca se sintió superior, Edwin Rohde, y que le duró toda la vida. A pesar de que cortejó, al modo distante, a damas como Hedwig Raabe o Susanne Klemm, la amistad era, probablemente, lo único que Nietzsche buscaba. 
  Y la vida le seguía interesando más que el expediente académico. Quizá por eso, y casi citando al patriótico Tirteo, no le hizo ascos al servicio militar, y en octubre de 1867, en Naumburg, se alistó como segunda batería del Regimiento de Artillería número 4. Allí se le asignó un caballo, “el brioso y enérgico Balduino”, que también desempeñaría un papel definitivo. Cuando la vida militar le parecía insoportable, Balduino era un refugio: “A veces cuchicheo escondido bajo la barriga del caballo: ¡Schopenhauer, ayuda!”
Con su amigo Rohde había practicado la equitación, y parece ser que en esa disciplina también destacaba. Pero en uno de sus magníficos saltos se golpeó en el pecho con el borrén de la montura, herida que le dejó “extenuado como una mosca, estropeado como una vieja solterona, delgado como una cigüeña”. Pasó cinco largos meses de convalecencia, entre supuraciones espantosas porque en el golpe se le había astillado el esternón. Tomó, por vez primera, opio para el dolor, y reflexionó sobre el azar como destino, que era lo que en el fondo le había llevado hasta allí. Con su primer gran amigo, Deussen, había dudado siquiera de estar montando un caballo. Con el más reciente, Rohde, se sintió tan ágil que casi se muere. 
La cimentación de su carrera todavía necesitó el consejo de otro amigo, Windish, quien le hizo ver la conveniencia de convertirse en catedrático, pero sobre todo quien le presentó a Richard Wagner. A Ritschl lo había admirado sin reservas, pero con Wagner tuvo la conciencia nítida de estar frente a un genio: “Me gusta en Wagner lo que me gusta en Schopenhauer, el aire ético, el aroma fantástico, la cruz, la muerte y el túmulo”, y “la inagotable energía con la que mantuvieron firme la fe en sí mismos frente al vocerío de todo el mundo culto”. Al escuchar Los maestros cantores, Nietzsche casi se derrite: “Frente a esta música me resulta de todo punto imposible adoptar una posición distanciadamente crítica, toda fibra, todo nervio se estremece en mí y hace mucho tiempo que no tenía un sentimiento de éxtasis como el que se apoderó de mí al escuchar esta última obertura”. 
Esa admiración fue la causa de una de las escenas más ridículas en las que se vio involucrado Nietzsche, y que dice mucho de su sentido de la dignidad. Había encargado un traje nuevo para visitar a Wagner (y a su hermana), y cuando el mozo de la sastrería se lo llevó a casa, Nietzsche se peleó con él porque el mozo quería el dinero al contado, y a Nietzsche le parecía una insolencia que un vulgar empleado le exigiera nada. El empleado se marchó con el traje, y Nietzsche tuvo que ir al encuentro con Wagner con una chaqueta que, otra vez, había llegado a su cuerpo por azar.
El monstruo, sin embargo, acechaba. Su hermana Elizabeth intentó borrar todas las huellas (y añadir otras inverosímiles, como que Friedrich contrajera el cólera), pero se dejó una nota manuscrita de su hermano que nos llena de inquietud: “Lo que me llena de espanto no es la terrible figura que hay detrás de mi silla, sino su voz, y tampoco las palabras, sino el tono inhumano y terriblemente inarticulado de esa figura. Ay, si por lo menos hablara como hablan los humanos”. 
¿Fue ese su primer delirio? Es posible, pero a medida que uno lee su biografía sospecha si el azar en su vida está demasiado estratégicamente colocado, si sus amigos y sus enfermedades no tienen una disposición trágica excesiva. Nietzsche creía que el azar debía fructificar en el individuo, pero acaso no de una manera tan rígida, tan alemana.
Pero Nietzsche dejó pronto de tener patria. Al entrar como catedrático en Basilea perdió la nacionalidad prusiana. Su nueva condición de apátrida le resultó mucho más acorde con su espíritu, y ya nunca se desprendería de ella.


 


2 comentarios:

  1. Anónimo1:28 p. m.

    Difícil labor la de forense. ¿La parálisis de Nietzsche tuvo su origen en una neurosífilis? No está muy claro el asunto. Su padre murió a los 35 años de “reblandecimiento cerebral”. Se sabe también que tres de sus familiares por vía materna (dos tías y un tío) padecieron enfermedades mentales graves. Ya desde edad bien temprana, Nietzsche padecía fuertes jaquecas que, con el tiempo, derivarían en migraña. Es sabido también que a fin de aliviar este tipo de dolencias, buena parte de la profesión médica de la época solía recetar a sus pacientes que visitaran las casas de putas con la mayor frecuencia posible. Parece ser que nuestro misógino Friedrich, el de “ese bello animal gordo” y otras mayores lindezas dirigidas a las mujeres, siguió con bastante escrupulosidad, no exenta de cierto reparo moral, las rígidas prescripciones de los galenos. De modo que tenemos presente aquí la inmortal cuestión del huevo y la gallina.

    N.B.
    “Dios ha muerto, Nietzsche ha muerto y yo no me encuentro muy bien de salud”.
    Woody Allen

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    1. Si hay algo mosqueante en las biografías de Nietzsche es que todo encaja. Más interesante es aquella única evidencia sobre sus delirios, dignos del mismísimo Maupassant, o de Dostoievski, o de la imaginación que, en general, exportó Poe a Europa. No sé, no sé.

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