27.10.18

El encanto

La palabra encanto es difícil de definir. Al diccionario le falta alguna que otra acepción, aparte del «encantamiento», el «atractivo físico» y la «persona o cosa que suspende o embelesa», es decir, «que cautiva y arrebata los sentidos», porque cuando decimos que algo tiene su encanto nos referimos, precisamente, a que, sin llegar al cautiverio ni al arrebatamiento, sin embargo produce un placer íntimo, no unánime ni tan solo sensorial. Reservamos el encanto para aquello que no es grandioso ni perfecto ni majestuoso. Del cañón del Colorado nunca diríamos que tiene su encanto, ni de la Alhambra de Granada, pero sí de un paraje de nuestra aldea natal o de una plaza recoleta. El encanto es la belleza de lo accesible, la hermosura de lo normal. Con la palabra encanto añadimos unas cuantas emociones a la constatación de que algo es agradable, y todas ellas nos ponen al lado del objeto, no por debajo ni tampoco por encima. Junto a él no nos sentimos ni devotos ni demiurgos. Es como un lugar en el que nos encontraríamos muy cómodos porque parece hecho a la medida de nuestra humildad. Conservamos el encanto para lo subjetivamente bello, para lo que es hermoso más allá de los cánones de la hermosura, o precisamente porque no destaca, porque no deslumbra, o no a todo el mundo; porque no cautiva ni embelesa, pero acompaña, entretiene, trae a la memoria, forma parte del país del que podríamos haber venido. 
El recurso etimológico de explicarlo solo a través de su parentesco con el encantamiento (Ortega el primero) es ocurrente pero desbarra. En el encanto se necesita que el encantado tenga una posición activa, que quiera encantarse, que le parezca un lugar adecuado para transportarse, pero transportarse él, no el lugar, que para eso ya están las maravillas. En las guías de viaje, los lugares con encanto son como los hombres interesantes, agraciados dentro de sus limitaciones, como esos edificios antiguos que nos parecen demasiado cercanos como para pensar en ellos en términos de patrimonio de la humanidad. Hay una simpatía primordial hacia lo que tiene encanto, pero es una simpatía, también, compasiva, no hacia el objeto sino hacia uno mismo junto al objeto. El encanto es el decorado de la melancolía, los primores de lo vulgar, pero solo el decorado: dentro, el sujeto se deja llevar por los placeres no exaltativos, ni siquiera nostálgicos, nada dramático ni desesperante, a veces solo y simplemente entretenidos, pero, acaso por la cercanía que inspiran, con una profundidad distinta de aquella con la que los marcos incomparables se supone que nos subyugan. 
Esta noción de encanto falta en el diccionario y tendrían buenos argumentos de autoridad para incluirla. En términos literarios bastarían dos: el sentido que le da Savater al encanto de La isla del tesoro y el que da Mariano Zabía al encanto de Pío Baroja en La sensación de lo ético, que he leído con placer y no descarto volver sobre él porque da en un clavo que abre muchas puertas al pensamiento barojiano, a la ontología barojiana, podríamos decir, y de paso anula ciertos tópicos sobre don Pío que suelen ser piropos envenenados. No había visto antes el problema del encanto tan bien explicado, tan cuidadosamente argumentado como en el libro de Zabía. En Savater y en él hay un punto en común: tanto Stevenson como Baroja producen en el lector el placer del reencuentro con una parte de sí mismos que no solo no tienen por qué olvidar ni desdeñar sino que forma parte del patrimonio de sus emociones, y esa parte no se refiere exclusiva ni necesariamente a la infancia. Con ambos el encanto consiste no tanto en transportarse al mundo que presentan sino en practicar el rito íntimo de disfrutarlo como lectores. En Baroja el lector nunca deja de ser lector, pero es personaje-lector, un caso de metaficción empática que es uno de los meandros que nos propone La sensación de lo ético.
Mariano Zabía busca el origen del encanto barojiano en su muy temprano «espíritu poético». Literariamente, Baroja crece en un mundo sembrado de emociones. Hizo del simbolismo una forma de cercanía que conjuga pesimismo y serenidad. En elegante argumentación, Zabía propone que ese encanto nace precisamante del desencanto que destila el pensamiento de Baroja, pero un desencanto no melodramático, un «pesimismo jovial» hecho de estoicismo y de piedad. Baroja es, para Zabía, un misántropo de buen corazón que ha llegado a compadecerse de los otros desde la independencia y el individualismo, de ver las cosas en la intimidad del único testigo, el que es capaz de ver «lo que no queremos ver», y precisamente por ese acto de valentía, de sinceridad, también es capaz de apiadarse. 
En esa piedad radica el encanto de Baroja. Zabía describe y documenta esta visión tan poco frecuente con los libros en la mano, no con ningún lugar común. Al leerlo pensaba en lo que Baroja comparte con Machado, un virgilianismo que cubre de un paño de salvación incluso aquello que con más amargura critica. Ambos son solitarios hiperestésicos, ambos saben usar al mismo tiempo la precisión y la emoción, y desnudarla de cualquier otro añadido retórico.
El planteamiento de Zabía es filosófico y estilístico. En el 98 no se puede hablar de una separación entre ética y estética. Machado y Baroja también encontraron el tono exacto para transmitir sus sentimientos sin necesidad de mencionarlos. Hasta los insultos vienen envueltos en una película de comprensión. En Baroja hay una economía narrativa que con frecuencia deja los pequeños párrafos en el terreno de la emoción poética, y Zabía insiste, a mi juicio con muy buen criterio, en el análisis del arte descriptivo de Baroja como fundamento, también, de su actitud ética, una sinceridad genuina muy personal, moral de individuo que solo así puede ser expresada, pero que se convierte en estilo, en idioma para contar muchas otras vidas que entran a formar parte de ese terreno compartido, medio real y medio literario, en el que los barojianos nos solemos refugiar. Podemos contar nuestras vidas y describir nuestro aspecto en términos barojianos, y ello nos da una imagen penosa de la existencia pero nos alivia con la idea de haber encontrado el mejor de los refugios. Baroja es acogedor, desde luego, y esa hospitalidad está cargada de matices estilísticos que este libro también invita a considerar.
   Zabía pone a Baroja donde le corresponde, en esa tradición de pietas hacia la realidad que comparte con Cervantes y con Galdós. Ninguno de los tres es capaz de odiar a sus personajes, y por supuesto jamás de despreciarlos, por más que en alguna ocasión, sobre todo Baroja, los tilden de despreciables. No es amor precisamente lo que sienten hacia los arrieros de la venta, hacia el desagradable Torquemada o hacia el repulsivo don Cayo, pero en su manera de describirlos hay una comprensión que el odio haría imposible. Los tres acompañan a sus personajes, van detrás, no delante, como el amigo que sigue con lealtad a alguien cuya actitud le parece lamentable. Hay una fraternidad plenaria en los tres hacia sus personajes que se contagia al lector. Sin hacerse nunca el simpático (Galdós alguna vez sí), irradian simpatía, de modo que no es difícil instalarse en esa visión compasiva y solidaria y sentir hacia los personajes lo mismo que su autor, y disfrutar de lo agradable y lo íntimo de ese sentimiento.
La sensación de lo ético habla con rigor y delicadeza, y una prosa estupenda, de eso que se suele nombrar pero pasar por alto. Y sin embargo es la medula, lo que garantiza la supervivencia de Baroja. Baroja es un estar en el mundo, no ser complaciente pero tampoco desalmado, no creer en más ideología que la rutina de las pequeñas cosas. Baroja incomoda, por ejemplo, cuando echa pestes de la masa, pero despliega una sensibilidad extrema cuando tiene que hablar por separado de los individuos que la forman. Sí, ese es el principio del encanto, una rama de los estudios barojianos  cuyos sabrosos frutos estaban todavía sin recoger.

Mariano Zabía, La sensación de lo ético, Pamplona, Ipso, 2018, 75 p.
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