8.1.21

Temporal

Cuaderno de invierno, 19



El hombre del campo no disfruta de la nieve. Se alegra pero desconfía, que no es un buen modo de gozar de nada. Se alegra porque una buena nevada de varios días llena los veneros y asegura el riego con más parsimonia que la lluvia fina. Pero no es lo mismo disfrutar del espectáculo a cubierto y en lo alto que estar dentro de la nieve. La belleza está manchada de amenaza: no es solo quedarse aislado (eso, a fin de cuentas, no deja de ser una bendición), sino que la nieve puede helar los pastizales, derrumbar techumbres, tronchar árboles o reventar canales, por no hablar de los rebaños que se quedan atrapados, « y allí se quedan yertos, / cubiertos por la nieve los corpulentos bueyes», dice Virgilio, y caballos que revientan del esfuerzo agotador, y lobos ancianos que no remontan los neveros y pierden a la manada. Aun sin salir de casa, ir a por leña es luchar encorvado contra la ventisca, pisar firme y no perder de vista los chupones de las canaleras, que si se rompen y te alcanzan te descabellan.

Es el primer inconveniente con que uno se encuentra al vivir en el campo, que la lluvia es hermosa pero provoca desbordamientos, que la nieve da paz pero pesa demasiado. Cinco kilómetros río arriba hay un pantano al máximo de su capacidad. Los hielos infiltrados en las grietas de la presa son puñales en el cuello de los campesinos. Solo con que se vieran obligados a desaguar, el río inundaría los bancales, y las acequias que lo acompañan desde las laderas se desbordarían sobre huertos y casas de labor. Imagino las noches de un masovero con nevadas como esta: vería helarse los ricios de los trigales, oiría balar de hambre a los corderos, y rezaría a un santo de palo por que nadie se pusiese malo ni los víveres escaseasen. Porque la nieve ayuda siempre a llegar tarde, a perderse en un lienzo borrado, o a morirse de frío.

Intentaré, yo que no tengo vacas, disfrutar de su hermosura, ver cómo el blanco azulado devora las sombras grises, y que los demonios de su mala fama no me perturben el sueño. Los mastines se han negado en redondo a ponerse a cubierto. Cuando tienen frío, corretean un buen rato y entran en calor. Quizá sean ellos los únicos que saben calibrar el verdadero alcance del temporal.

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