8.1.25

Sangre de pichón


Las nuevas ediciones de La plaza del Diamante incluyen en la faja de portada los elogios de García Márquez, que llegó a considerarla, con la moderación que lo caracteriza, «la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil». Pero tampoco hace falta leer con lupa sus palabras para darse cuenta, una vez leída la novela, de que la fascinación de García Márquez no se debió tanto a la historia como a la prosa con la que estaba contada. Si de historias y de personajes se trataba, más tuvo que interesarle, en el caso de que la leyese, Las ratas, de Miguel Delibes, que también es del año 62, porque lo que cuenta Rodoreda es un testimonio de supervivencia vital y emocional con una guerra de por medio que no aportaba más novedad que la voz con la que estaba contado. Pero esa novedad lo era todo, y lo sigue siendo en la traducción de Sergio Martínez, que suena estupendamente, y suena, también, a un traductor que ha sabido escuchar la prosa de García Márquez.
    Supongo que entre las muchas tesis doctorales sobre novela del siglo XX alguna habrá que rastree los caminos de la voz, es decir, de la táctica del te voy a contar, en una primera persona que no es el autor, quien no habla con sus palabras ni cuenta su vida, sino alguien que rara vez se ve en el trance de escribir un libro. En la verosimilitud de esa voz están los límites de la poesía que incorpora. Ciñéndonos a la literatura de posguerra, y por más que les pese a muchos, ese tratamiento de la voz empieza con una mirada al clasicismo del Lazarillo, la de Cela en su Pascual Duarte. Pero menos de diez años después Delibes publicó uno de sus hitos fundamentales con el Diario de un cazador, una pieza maestra del despojamiento, de cómo un escritor puede dar la voz a quien no la tiene, y de ese esfuerzo de generosidad puede salir una obra de arte. Entre esa novela (y alguna otra de Delibes) y La vida perra de Juanita Narboni, de mediados de los 70, habría que echar un vistazo a cuántas novelas escalaron esa cumbre de humildad, cuántas fueron capaces de poner por escrito los pensamientos, las penas y las fantasías de una persona corriente, y cuántas de ellas alcanzaron la impresionante altura poética de La plaza del Diamante.

Tampoco creo que le beneficien mucho aquellos elogios que se refieren sólo al qué cuenta la novela y no al cómo lo cuenta. En los últimos años por lo menos, los elogios tienden al reduccionismo, bien sea porque la colocan en la estantería de literatura femenina, o en la de los perdedores de la guerra, aquellos que soñaron con un mundo mejor y se dieron de bruces con la más absoluta miseria, cuando no con el dolor y con la muerte, o, incluso, en la de la literatura catalanista, unos porque Quimet, el primer marido de Natàlia, se alista en los escamots del Estat Català y luego lucha y se deja la vida como miliciano en el frente de Aragón, y otros porque Antoni, su segundo marido, es algo así como el paradigma del catalán prudente y ahorrativo, y todos, en fin, porque los milicianos de la novela son buenas personas y los señores que una vez dieron trabajo a Natàlia se han avinagrado con la guerra. Afortunadamente para la novela, sin embargo, en ninguno de esos aspectos cumple con la ortodoxia: el buen miliciano es un machista de catálogo, y el buen tendero, alguien por quien sentir más pena que pasión. El hambre hace que se tuerzan los renglones de la causa, y no faltan personajes que se quejen de que aquello es un sindiós, nunca mejor dicho, «y una señora dijo que ya se veía venir hacía tiempo y que estas cosas de un pueblo en armas siempre pasaban en verano, que es cuando la sangre hierve más deprisa», y en todo caso, como dijo su amigo Cintet, «la historia más valía leerla en los libros que escribirla a cañonazos». Y, en fin, Colometa fluctúa entre el prototipo de mujer sometida al patriarcalismo de la época que finalmente encuentra el sitio que le pertenece y el de quien se encoge de hombros y apechuga con lo que la suerte le depara. Pero no deja de ser irónico (y un tanto folletinesco, dicho sea en su favor) que sea la guerra y la miseria la que libre a la protagonista del marido machista, y su propia desesperación trágica la que, a pique de cometer una barbaridad, le haga encontrar un buen hombre ex machina que le devuelve las ganas de vivir. Ya de muy jovencita su padre le decía que había nacido exigente, «pero lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo».

Por ese lado, en fin, la historia sería una de tantas, la de la mujer que asume la existencia que le toca, que se harta de los caprichos del marido, que cría a sus hijos como puede y que para salir adelante tiene que ponerse a servir, en una estructura que, guerra mediante, la hace bajar a los abismos del hambre y la locura y, cuando pasa la tormenta, la deja en la orilla con la serenidad de la madre que ve a su hija bien casada y a su hijo hecho y derecho, y vestido de militar, en una apoteosis final en las que brillan los que están y, sobre todo, los que faltan, esa hermosa galería de secundarios que hacen de la novela un lugar acogedor: la sabia y generosa señora Enriqueta, los amigos Cintet o Mateu, buena gente que refrena como puede las salidas de tono de Quimet, o los mismos niños, niños vivos que cambian y son cambiados, que crecen sanos y pasan hambre, y brillan lozanos y tienen rincones oscuros en su corazón.

Pero todo eso está contado, decíamos, con una voz muy especial. En la edición de Edhasa que he leído viene un prólogo de la autora de 1982, pocos meses antes de morir, en el que, aparte de ver la novela como algo muy lejano, da unas cuantas pistas interesantes para que nos hagamos una idea de la música que escuchaba mientras la componía. Dice que puede haber algún parecido con el Joyce del Ulises en el stream final (el único capítulo que se me ha hecho un poco largo), pero mucho más con algún que otro cuento de Dublineses y, añado yo, con cierto gusto por los juegos melódicos verbales («en el cuello de las ranitas había cintitas pasadas con un entredós haciendo cricrí») y en una noción del tiempo que volvía la mirada a los años 20. También dice que al principio quería montar con las palomas un guirigay kafkiano (y en cierto modo lo consigue), pero también dice que entre las lecturas que le servían de modelo estaba la Biblia, algo que se nota en un recurso muy frecuente en la novela, el de la repetición de palabras y conjunciones en series rítmicas regulares, que le da a la prosa un efecto, a veces, paradójicamente desarticulador, pero siempre poético. Copio algunos ejemplos:


«En la calle había niños con palmas lisas y niños con palmas rizadas y niños con carracas y niñas también con carracas, y algunos en vez de carracas llevaban mazos de madera y jugaban a matar judíos por las paredes y por el suelo y por encima de una lata o de un cubo viejo y por todas partes».


«Con la ganancia de la resauración de los muebles del señor d e la calle Bertran se compró una moto de segunda mano. Compró la moto de un señor que se había muerto en un accidente y al que no habían encontrado hasta el día siguiente de ser cadáver. Con aquella moto íbamos por las carreteras como una centella alborotando a las gallinas de los pueblos y asustando a las personas».


«Cruzado el patio se pasaba a una galería con techo y el techo de esta galería era el suelo de la galería descubierta del piso que eran los bajos por la parte de arriba»


O este otro que da idea del tipo de tiempo moderno en el que vive la narradora:


«Y sentí de una manera intensa el paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia y del paso de las estrellas adorno de la noche, no el tiempo de las primaveras dentro del tiempo de las primaveras y el tiempo de los otoños dentro del tiempo de los otoños, no el que pone las hojas en las ramas o el que las arranca, no el que riza y desriza y colorea las flores, sino el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos da forma».


Estos recursos poéticos pueden aflorar en forma de ritornelos como el de «una carcoma dentro de la madera», que habla de los muebles y de su marido y de sus propios sentimientos, o en imágenes que rompen las costuras de la mera descripción, por brillante que sea: «ojos de menta tranquila», «olor a sábana cansada», «sucio de polvo y cargado de comida», «brillante como agua negra, y unas pestañas de artista», «y en una mano tenía un paipái con pájaros muy lejos», etc., etc. 

Esta música es la que le gustaba a García Márquez, esta forma de encontrar imágenes restallantes en las más sencillas observaciones, o de componer una escena preciosa con el sentido literal de una metáfora, un recurso que Gabo emplearía hasta el empalago. El estilo de Rodoreda también pasa por la Biblia antes que por el sensorialismo de las heroínas de Caterina Albert, porque a Colometa incluso le parece que en el parque Güell hay «demasiadas ondas y demasiados pinchos». La suya es otra clase de modernidad.


Mercè Rodoreda, La plaza del Diamante, trad. Sergio Fernández, Edhasa, 2021, 235 p.


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