3.3.25

Especias de Palermo


Nada más llegar a Palermo entramos en la iglesia de San Camilo de Lelis, patrono de los hospitales, y había cuatro personas rezando el rosario. Las paredes estaban desconchadas, con manchas de humedades, las molduras carcomidas, y sin embargo vimos una talla de San Camilo abrazando a un enfermo llena de sensualidad. Por un momento me emocionó ese recogimiento popular, esa convivencia de lo religioso con lo más mundano. Me habría quedado a rezar el rosario completo, con el anciano de voz grave y las tres mujeres que lo acompañaban, sobre todo una, que llevaba la voz cantante. Vuelvo a estos santos lugares y no porque haya recuperado la fe sino porque no hay otros donde uno esté más cerca de sí mismo. Los templos se crearon para sentir ese recogimiento trascendente. Sensualidad, espiritualidad, aquí es todo uno y lo mismo, y cierto estridente paganismo, entre exuberante y vulgar. 
El aeropuerto Falcone-Borsellino avisa de adónde viene uno, pero ya leí durante el vuelo, en la Historia de Sicilia de Norwich, que la mafia es un ente invisible para el viajero, que sólo si se decide a comprar una propiedad muy probablemente reciba la visita de un individuo muy elegante y educado que lo pondrá al tanto de la situación. También he visto en una farola una pegatina de «Studenti e Studentesse siciliane contro le mafie», que llaman a unas jornadas de la memoria en Trapani, a finales de este mes de marzo. Y también vi en las tapias deslucidas del jardín de algún palazzo la pintada «Sbirro suicidato, messo perdonato». Pero nada más. No es que uno esperase lugareños con lupara vigilándote desde una esquina, pero sí carreteras atestadas, conductores gritando y tocando el claxon y juntanto las yemas de los dedos. Y tampoco. Si acaso dentro de la ciudad uno percibe que los semáforos parecen ser menos eficaces que la barra libre para meter el morro del coche y pasar antes que el otro, pero también da la sensación de que todo está sincronizado y los accidentes deben de ser igual de frecuentes que si todo el mundo respetara las señales.

Tuvimos, además, la suerte de ir a parar a un hotel de aire decimonónico, como un palacio de la época del Gatopardo, o en todo caso de principos del XX, con su sofá circular en el vestíbulo y su biblioteca, patio cubierto, galería en derredor, pasillos largos y estrechos con arquillos de medio punto, y ese toque de placer que recuerda a los balnearios antiguos. Y estaba, para nuestra comodidad, en el mismo centro de Palermo, al lado de las Cuatro Esquinas. Los primeros paseos recuerdan el barrio del Carmen de Valencia cuando la mugre aún formaba parte de su encanto, o el barrio Gótico de Barcelona, lugares desastrados pero intensamente vivos, callejuelas empedradas con losas centenarias, esmeradas de historia. Más que nostalgia, uno siente el alivio de que ese tipo de vida le siga fascinando.

El progreso no es obligatoriamente restrictivo. Algunas tradiciones de la gente humilde no desaparecen con la prosperidad, ni tampoco en todos los países que llamamos avanzados. El río de gente por la calle principal, paseando por la tarde con la ropa de los domingos, ya es difícil de ver en España. Sí continúa el vermú alargado de treintañeros y cuarentones, con música de bases graves y olor a marihuana. Continúa también el mercado tipo Rastro, pero lleno de comida, el Ballarò, ese lujo de pescados frescos y parrillas humeantes, gritos de vendedores que remueven los arancini en el aceite albando, o las reuniones familiares en la playa, con puestos de fritangas y cañas de pescar en la escollera. Todo eso forma parte de una tradición que, salvo las copas a mediodía de los que alargan la juventud, nosotros casi hemos perdido, y ese casi se refugia sobre todo en el Mediterráneo. Lo familiar era eso, lo que hemos visto en nuestras costas pobres, las risas a lo lejos de las mujeres, el grito del vendedor que no ha vendido una escoba y canta el precio como si fuera una súplica de amarga ironía. 

Son las formas religiosas metidas en las entrañas de la gente, a pesar de una escena que hemos visto en la iglesia de la Assunta, rebosante de angelotes y guirnaldas de escayola, todos con ese blanco sucio del tiempo y la desidia. En esta iglesia no habría más de dos docenas de feligreses. El oficiante era un cura francoparlante, de origen africano, que no dominaba bien el italiano y cuando se atascaba en alguna palabra uno de los asistentes, siempre una mujer, a las que esas cosas suelen dar menos apuro, se lo decía en italiano para que el hombre cotinuara con su homilía. Una de las veces empezó a pasar la mano por encima de la cabeza hasta que alguien le ayudó: «Volare». «¡Sì, volare!», dijo el cura sonriente, y más de un feligrés pensaría con nostalgia en Domenico Modugno. Era un símbolo, tierno incluso, de cómo está la Iglesia, estos días que el papa Francisco parece que está en sus últimos amenes: Palermo sigue teniendo una hermosa iglesia barroca en cada esquina, y a no ser que sea lo bastante suntuosa como para cobrar una entrada que sufrague su mantenimiento, suele caerse a pedazos. A pesar del imponente seminario y las sotanas de alta costura que se ven por la calle, los curas son ancianos que no se tienen en pie o vienen de otro país y de otra lengua, y fuera suena la música popular, que se cuela entre los cirios, y todo parece a punto de que ya no pueda mantenerse, a expensas de que un vecino viejo se ocupe de pasar un trapo a los impresionantes cuadros y esculturas de hace tres o cuatro siglos. Es ahí, en esas iglesias que encontramos en los callejones, entre los balcones con sábanas tendidas y las fachadas que resisten de milagro, donde está el sabor de esta ciudad. 

Claro que hay otros sabores que la mantienen en pie, empezando por su culto a la gastronomía. Ya a media mañana, en la iglesia de Santa Caterina, en cuyo claustro hay una pastelería exuberante, nos compramos unos canoli de los grandes, con granos de pistacho en la ricotta de uno de los lados y de chocolate en la del otro, y nos los comimos en un precioso claustro con el suelo de baldosas de colores, entre el rumor de una fuente y las hojas de las palmeras. Pero esa era ya la parte monumental, más cuidada, y sobre todo la Capilla Palatina, donde íbamos con la vaga ilusión de escuchar misa en italiano y nos encontramos con que la cúpula del ábside, la del célebre pantocrátor, estaba tapada por una lona. El resto, la nave, lo que sí era visible, resultaba lo bastante deslumbrante como para no echar de menos la pieza principal. A mí que no me gustan las fusiones, sin embargo esta mezcla de arte árabe y bizantino, pero también cristiano occidental y normando (y quien la puso en pie, Roger II, venía de aquellas tierras), es un gozo de la vista unido por el horror vacui, la hermosura del techo con casetones estrellados como estalactitas de madera, los mosaicos bizantinos de fondo dorado que recorren las paredes por encima de la columnata. Tendría que usar una guía para nombrar los otros templos que visitamos, algunos más normandos que bizantinos, otros más barrocos que árabes, pero todos con esa gloriosa impureza de las razas que van y vienen, mientras las dejan estar, cosa que no ha sido ni sigue siendo demasiado frecuente. A pesar de monjas que destruían un ábside bizantino para encastrar un retablo de estuco barroco, a pesar de reyes que se cargaban lienzos de mosaico para entrar más cómodamente a sus habitaciones, queda en Palermo la huella de de Roger II, el único rey (acaso junto a Federico II) que dejó hacer y convivir y respetó el aluvión oriental del pueblo siciliano. Y uno sale de las iglesias y respira en las calles el aroma de las especias hindúes, y se asoma a una cafetería y contempla el relajado pasar el tiempo de hombres de aspecto arábigo que toman un café.

Entre capilla y oratorio, entre iglesia y monasterio, es imperdonable no coger un tren a Cefalú, a menos de una hora de camino, contemplando la costa destartalada junto al mar tranquilo, apenas un ribete de espuma en la orilla y un ligero temblor de las aguas, como un estremecimiento de la superficie, y entre la vía y el azul intenso, el clásico desmadre urbanístico mediterráneo, un caos de construcciones con aspecto de no tener la mínima regulación y carcasas de edificios que nadie se ocupó de restaurar, o quedaron en el limbo de una herencia disputada (o de un litigio clandestino). Quién sabe dónde están los dueños de la ruina. El tren pasa ente huertos de limoneros, pitas, chumberas, cañaverales, pinos, sauces y palmeras, cipreses que bordean los caminos de los cementerios y un número sorprendentemente alto de araucarias, todo bajo la luz de febrero, más atemperada que en verano, más clara. 

Cefalú es un pueblo delicioso para dedicarle una mañana. Aparte del sosegado Tirreno y la playa rocosa que lo bordea, recorrimos las empinadísimas callejas, adornadas con vasijas pintadas con vivos colores, y sobre todo su maravillosa catedral, otro ejemplo de cómo los estilos diferentes, en este caso el suntuoso bizantino del pantocrátor en la nave principal y, sobre todo, en el ábside (parecido al que no pudimos ver en la Capilla Palatina), y el barroco que lo sostiene, aparte de la techumbre árabe, conviven en espacios diferentes, juntos pero no revueltos, yuxtapuestos pero no mezclados, un argumento más en contra del vicio de la fusión, que siempre es coartada para malos artistas. Una cosa es que el arte beba de fuentes diferentes mientras crece, y otra muy distinta mezclar churras y merinas, a ver qué sale. Tanto en Cefalú como en Palermo los ámbitos, casi todos, están muy claramente delimitados, y dialogan y se combinan, pero no se superponen. En la catedral de Cefalú, además, me llevé la sorpresa de unas hermosas vidrieras abstractas, muy recientes, de los años 80 y 90 del siglo XX, obra de Michele Canzoneri, artista de Pelermo, que inmediatamente me recordaron la intervención, mucho después, de Miquel Barceló en las vidrieras del Louvre. Y no es la primera vez, porque el día anterior, en la estupenda exposición de Picasso en el palacio de los Normandos de Palermo, vimos unas cuantas piezas de cerámica que nos representaron también la obra de Barceló, del mismo modo que luego, comiendo en un restaurante al lado de la playa, incluso la vajilla nos lo recordaba; pero en este caso era Barceló el antecedente, mientras que en los otros él era el que claramente había tomado la inspiración de Canzoneri y de Picasso. La de Picasso siempre la ha reconocido y defendido; la otra puede que sea indirecta, pero no por ello menos evidente. En una tienda de cerámica de Cefalú, en fin, Inma me compró la piña típica siciliana, símbolo de paz y de fecundidad, que pondremos en la biblioteca junto a las novelas de Lampedusa, Sciascia y Camilleri. Lo hemos celebrado comiendo caponata y pasta con brócoli, y un vino blanco del Etna, de los que cultivaba Polifemo.

También es agradable cruzar la isla en tren, un par de horas de viaje hasta el no menos obligatorio Valle de los Templos, la Grecia clásica (la Magna Grecia) en estado reconocible, templos de peristilos dóricos y frontones de tímpanos vacíos, en colinas explanadas a pocos kilómetros del mar, asentados sobre lechos de tierra con elasticidad suficiente para soportar los movimientos de la tierra; de lo contrario es inconcebible que algunos de ellos se sigan manteniendo en pie. Vistos desde las alturas de Agrigento, estos templos descansan en esa moderada proporción que las ambiciones han tendido siempre a estropear. Veníamos de ver, desde la ventanilla del tren, la primavera temprana en todo su tierno y jugoso esplendor, entre huertos de alcachofas, coles y mandarinos, entre campos de hinojo y olivares, y las sargas y los eucaliptos que marcan el cauce sinuoso de los arroyuelos, porque en Sicilia, y a pesar de lo abrupto de su orografía, no hay ríos caudalosos. Esperábamos la Sicilia seca de un agosto mitológico y encontramos la tierra feraz, los prados tupidos, brillantes, tapizados de cantuesos y de jaramagos. Esperábamos escenas polvorientas, de la Sicilia tópica, y entre los restos de columnas milenarias crecen tréboles y margaritas, y las pitas y las chumberas se abren paso entre las metopas. La Sicilia de Palermo y Cefalú que habíamos visto hasta entonces era la Sicilia medieval, bizantina, barroca, pero no la Sicilia de Empédocles y de Gorgias, la cuna de la retórica, que es también la del pensamiento porque sólo se piensa lo que se puede decir. 

Es lo que salva la visita de Agrigento, que por lo demás es una cuesta inacabable, doscientos incómodos peldaños para subir hasta la catedral, que, viniendo de Palermo, no es nada del otro mundo. De cuando en cuando, a los pies de la ciudad antigua (tampoco tan antigua, aunque con una fisonomía como cubista que sólo se aprecia desde el tren), hay retazos de la estética fascista, el Palacio de las Comunicaciones, no sólo con esas columnas cuadradas, altísimas, marciales, sino con las estatuas angulosas de la época de Mussolini, a quien los sicilianos, siempre tan suyos, dieron el empujón definitivo para que cayera en desgracia; y también el interior de la estación de tren, esa escalinata de altos mandos, o la chulesca estatua de Pirandello (antes de que rompiera el carné), un busto desnudo, arrogante, marinettiano, en la plaza que lleva su nombre. Menos mal que había otro rincón con una de esas estatuas de hierro a tamaño natural que parecen como vaciados de fotografías, en este caso una de Andrea Camillieri, que ha hecho más para la buena fama de los sicilianos que el mismísimo Garibaldi, y me temo que ha traído más gente a estas tierras que Empédocles y Pirandello juntos. 

De regreso a Palermo, es inevitable acercarse a Monreale, cuya catedral es similar a la de la Capilla Palatina pero sin lonas ni andamios provisionales, con las mismas escenas bíblicas en mosaico bizantino y ese Cristo de ojos enormes que te siguen con mirada seria. La fastuosidad bizantina no reduce en absoluto la sensación de minuciosidad, ni tampoco la de calma, sobre todo si uno se sienta un rato en el elegante claustro de columnas dobles con capiteles historiados, esa moderación, esa proporcionalidad del Gótico que sabe ya a Renacimiento. Monreale está en un alto e históricamente ha servido para vigilar la entrada de ejércitos y mercancías en Palermo, aunque quizá también por ello ha sido centro logístico de operaciones turbias. Hoy en día, sólo con el portentoso Duomo ya se garantiza un flujo constante de turistas y caudales, aunque lo otro, por lo que leo, tampoco ha dejado de funcionar. 

Ese claustro que separa los conceptos de belleza y de grandiosidad nos sirvió de respiro antes de la traca final de capillas barrocas a nuestro regreso a Palermo, la iglesia de Jesús o el despampanante oratorio de Santa Cita, el colmo de la escultura con estuco: florones, escenas del calvario, ángeles de todo sexo, santos orantes y santas en éxtasis equívoco, e incluso escenas de la batalla de Lepanto, de un virtuosismo tan deslumbrante que impide una contemplación más relajada. Visitamos estas últimas capillas en un Palermo lluvioso, y en una de ellas, en el recodo de una galería, me encontré la escultura de la cabeza cortada de un Bautista, que exhibe detalladamente la sección de la garganta, las arterias y la espina dorsal. Así es el naturalismo suntuoso que hemos disfrutado, tan cerca del cielo y del infierno, tan amante de la belleza como vecino de la muerte.

Porque nos faltaba otro remate imprescindible: aparte de la visita a la Martorana, que habíamos dejado para el final, ese ejemplo de cómo la falta de escrúpulos produce engendros superpuestos (el ábside bizantino tapado con estucos barrocos), en medio de otra hermosa muestra de convivencia de estilos, en este caso un exterior arábigo y un interior bizantino, nos quedaba el palacio Abatellis, lleno de bustos de asombrosa delicadeza como el de Leonor de Aragón, o imitaciones de Caravaggio que en ocasiones se salen del siglo XV para entrar en estilos casi contemporáneos a nosotros, aunque la pieza clave, y no me extraña, es el asombroso Triunfo de la muerte, con esas damas vivas de piel rosada y esos obispos muertos y angulosos de pellejo gris, con ese galgo diabólico y ese caballo esquelético que inmediatamente recuerda al de Picasso, y si no ya te lo recuerda el museo, porque en la misma sala hay una reproducción a tamaño natural del Guernica, un tapiz tejido por Jacqueline Roque, segunda esposa del pintor, y, por si hubiera dudas, un estudio a tinta de ambos caballos firmado por Guttuso, de quien también se expone una crucifixión tremenda, entre vanguardista y afascistada. El arte es un camino de postas: de un cruce entre los bestiarios medievales y las exquisiteces renacentistas sale, cinco siglos después, un emblema cubista.

Palermo es un atracón permanente: de pescados y capillas, de mercados e iglesias, de tabernas y museos, de ruinas y palacios, de curas y motorinos, de joyas y alcachofas, de mármoles sacros y bragas tendidas. Pero Sicilia es así. Norwich no deja de insistir en su esencia caótica e ingobernable, sus aspiraciones independientes y sus caprichosos sometimientos, esa voluptuosidad que en el fondo es la misma ya esté en los estucos de una catedral o en los tenderetes de un puesto de sardinas, un pueblo de aromas intensos y bellezas violentas al que le ha cabido la suerte y la desgracia de estar en el centro de la historia de Occidente y asumir con orgullo el privilegio y la condena de vivir siempre a su aire.

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