30.3.25

Las vidas interesantes


Lo último que leí de Carmen Martín Gaite por motivos no estrictamente profesionales fue Nubosidad variable, allá por el 92, pero entonces era yo un lector beligerante contra la literatura autobiográfica, o testimonialista, o autoficticia o comoquiera que se fuera llamando por temporadas al recurso de utilizar la vida del autor como tema de novela, y muy en especial el del escritor que escribe. Sigo pensando que de una novela todo es fácil menos inventársela, y que el narrador no es el protagonista sino sus personajes. Como decía Ferlosio, «las narraciones gratas y válidas son aquellas donde la carga del 'yo' del narrador no te sepulta y abruma, no te impide el desahogo preciso para seguir asistiendo desde tu sitio a la narración». La cita procede de un cuaderno de Martín Gaite que despacha entre paréntesis con un «rollo filipino de R. esta mañana». Corría el año 73.
    Los personajes son ellos, pensaba yo entonces; están encantados de conocerse, no son capaces de imaginar un ser de ficción más importante que ellos mismos, ni una vida más interesante que la suya. Se juntan, se sonríen como si compartieran recuerdos que nadie ha de entender, se miran al espejo de la vida, publican libros porque hay que justificar toda esa parafernalia, pero no porque su contenido interese a nadie, a veces ni a ellos. Escribir bien era lo mínimo exigible, pero es que ya en tiempos de Cervantes había docenas de escritores que escribían igual de bien, aunque ninguno tuviera la capacidad de invención que él tuvo, y que es lo que lo ha traído hasta nosotros. Este criterio tan contrario al autobiografismo me libró de leer mucha morralla de finales de siglo y después, porque ni el género ha decaído ni me ha vuelto a interesar. El que quiera contar su vida, pensaba y pienso, que escriba unas memorias y lo ponga bien claro en la portada.

Desde entonces solo he leído de Martín Gaite, un poco a remolque y fragmentariamente, lo que había que leer para hablar de ella en clase: su primera novela, Entre visillos, el ensayo Usos amorosos de la postguerra española o el «cuento bonito» (Ferlosio dixit) de Caperucita en Manhattan, aparte de algunas calas bastante socorridas por el mundo de los chichisbeos y así. No era manía personal sino criterio de selección: siempre hay demasiado que leer. Pero sí había algo de manía, digamos, grupal. La literatura española del XX abusa de las comanditas, unas veces para sacar adelante agregados que por sí mismos no habrían llegado a ninguna parte (buena parte de la Generación del 27) y otras para relegar a quienes no estaban en  la pomada, porque no buscaban sociedades o porque las sociedades no los ajuntaban. En el caso de Martín Gaite, el autor más importante de su generación (y su marido durante muchos años), Rafael Sánchez Ferlosio, ha gozado siempre de una calidad tan contundente que incluso suena raro cuando lo adscriben a los Niños de la guerra, una clase entera en la que hay de todo, magníficos escritores, pero también amiguetes, parientes y señoritos, como en todas las generaciones literarias. De Ferlosio nadie se acuerda de que era el hijo de un ministro. Por algo será.

En el caso de Martín Gaite nunca se me apagó una cierta curiosidad que procedía de lo heroico de haber convivido con Ferlosio, de que alguien capaz de seducirlo primero y aguantarlo después tenía que ser un personaje ciertamente interesante. La lectura de la biografía con la que José Teruel ha ganado el Premio Comillas no ha hecho sino confirmarlo, y de paso me ha empujado a volver a novelas de la autora que en su momento dejé pasar y ahora creo que disfruto más que si las hubiera leído entonces, como es el caso de Ritmo lento, de la que ya hablaremos.

He mencionado varias veces a Ferlosio, pero es que Ferlosio es una sombra densa que ocupa buena parte de esta biografía, tanto por el tiempo que Gaite convivió con él como por la estela turbulenta y la corriente fría que dejó al marcharse. La biografía nos presenta a una «señorita de provincias», salmantina hija de notario, buena estudiante y además investigadora vocacional, sobre cuya cabeza ya de muy niña puso su santa mano don Miguel de Unamuno, que siente, ay, la llamada de Madrid, de la vida, de la literatura, de cambiar el «s/l» del carné por el rotundo y salvador de «escritora», que se hace amiga de talentos indudables, esos «chicos raros», de Aldecoa, de Ferlosio, y de otros más dudosos o fraudulentos, pero también del grupo, y que a poco de cumplir los treinta ya tiene su premio Nadal, igual que su marido dos años antes, lo que, como decía Delibes, entonces era como ganar unas oposiciones a escritor. Insiste  mucho el biógrafo en que Rafael no sabía que Carmen se había presentado al Nadal, y en que lo hizo con pseudónimo (lo que provocó la protesta del finalista, Lauro Olmo, porque no lo contemplaban las bases) para que nadie pensara que habían dado el premio a la mujer de Ferlosio. Bueno, bien. 

Es el gran momento de C.M.G., para decirlo con palabras de otro compañero de colegio, la conquista de la independencia, de la juventud apasionante y al mismo tiempo embotellada en un microclima de cultura y libertad, lejos del frío pelón que cortaba la cara del país. Otro de mis prejuicios contra esta generación, sobre todo por la parte de los Goytisolo, que es la que peor me cae, consiste en que, encima de pasárselo tan bien, exigieran agradecimientos por haber luchado contra el franquismo, precisamente a quienes lo habían padecido de verdad. Esta biografía me confirma que C.M.G. no era de ese pelaje cantamañanero pese a haber vivido en primera fila de la Historia.

Pero llega Ferlosio, la sombra, «el muerto en casa», y ocurre algo entre injusto y gracioso: uno lee las andanzas y desenvolturas de la protagonista con interés, pero aparece el otro y es inevitable una de esas sonrisas de regocijo que solo debe de tener quien no lo ha conocido de verdad. De hecho, en esta biografía hay otro personaje, magnífico, el de Ana María, la hermana de Carmen, que lo odia con toda su alma, sobre todo después de la separación, hasta el punto de ser suyas las «manos ajenas» que destruyeron la correspondencia de Carmen con Rafael y, lo que es casi más triste, con su hija Marta, algo que José Teruel, a pesar del agradecimiento que siente hacia Ana por haberle franqueado los archivos familiares, no deja de lamentar, y no sé si con razón o no, porque los perfiles de los personajes quedan en todo caso muy bien trazados.

Como si de una buena novela se tratase (el tópico aquí sí es pertinente), el momento de la máxima felicidad es también el arranque de la cuesta abajo: el nacimiento de Miguel, que muere a los pocos meses, seguido del de Marta, cuya infancia no termina de arreglar la incomunicación del matrimonio, de mitigar las extravagancias de Ferlosio ni de suavizar su atronadora sinceridad. Es el momento en que la moza Demetria Chamorro Corbacho le dice al gran autor Ferlosio que El Jarama le parece un rollo, y Ferlosio se enamora de ella. Empieza aquí la segunda parte de esta novela/biografía, la del enfrentamiento con la contradicción entre buscar lo insólito y seguir amparándose en las comodidades del señoritismo provinciano, entre meterse en tóxicas hogueras y buscar el calor cotidiano. Vienen momentos tremendos, las adicciones y la muerte de su hija Marta, o los incomprensibles amoríos con un pelanas como Gonzalo Torrente Malvido, que siempre que me sale en algún libro es para despreciarlo, ya sea como palmero parásito de Camarón (léase la biografía de Francisco Peregil) o como autor de un censo de personajes barojianos inútil y mal hecho, por el que sin embargo imagino que algo cobraría. No todo iba a ser dar sablazos a los amigos y robar a las amantes… Aquí, en cambio, sirve para subrayar el conflicto de la heroína, lo atractivo por extraño, cómo una mujer inteligente se mete en tales fregados, cómo alguien tan paciente y ordenada se despendola de esas maneras, cómo se busca lejos, en la soledad que no soporta, en la compañía que le duele. Ferlosio ha desaparecido (bueno, de vez en cuando aparece, hecho un Menipo, y te vuelves a reír) y esta mujer construye una obra más allá de los principios novelescos, cimentada en el ensayo histórico, en la crítica literaria, en un autobiografismo sin tapujos, salpimentada con afecto por el cuento maravilloso, hada madrina ella de muchos autores que sacaron la cabeza en los 80, desde el gran Pombo a, por ejemplo, Millás o Chirbes, que así lo reconoce en sus Diarios, y, en fin, apasionado pero escéptico personaje de la Transición, lo bastante lista como para no caer en la autocomplacencia de bodeguiya y con el suficiente sentido histórico como para estar siempre donde había que estar, dentro o fuera, y cuando había que estar, como es el caso de Diario 16.

Pero el tercer acto de esta vida es el que arranca con la muerte de Marta, antes de cumplir los treinta años, víctima del sida, como consecuencia de su adicción a la heroína. El personaje de La Torci es fundamental en la articulación de esta biografía porque incluye un componente trágico diríamos que clásico. No se trata solo, a juicio del biógrafo, de que Marta cayó en las aguas turbias de la España de los 80, ni siquiera solo de que reprodujo una forma de vida, la del hijo de liberales adinerados, que tanto yonqui arrojó a las calles, sino de que Marta fue objeto de un «experimento» educativo que, discreta pero inequívocamente, José Teruel apunta como causa lejana de la inestabilidad que llevó a Marta a no relacionarse con la gente de su edad y a la experimentación fatal con las drogas. La tragedia consiste en el error, en el «experimento», por el que «Carmen Martín Gaite pensaba, ya en vida de Marta —según se trasluce en sus cuadernos y cartas—, que sus errores como madre eran fruto de un desmedido respeto a la autonomía y libertad de su hija, esto es, de su incapacidad de poner restricciones, como era habitual en otras madres de su edad». Salvando la ambigüedad de la última parte de la cita (¿qué era lo habitual, la incapacidad o las restricciones?), esta conciencia del error trágico, que el biógrafo señala repetidamente, determina el último tramo de la carrera literaria de Martín Gaite, sus frecuentes estancias en universidades norteamericanas, su escritura a destajo para, según el biógrafo, sufragar el nivel de vida que exigía la adicción a la heroína de su hija, su reconciliación con la escritura novelística y finalmente, ya huérfila, su triunfo editorial en Siruela y Anagrama con Caperucita en Manhattan, los Usos amorosos de la postguerra española y el último ciclo de novelas pseudoautobiográficas que tanta fama le dieron, tantos reconocimientos y tantas colas en la Feria del Libro. Es verdad que en esos años Martín Gaite pasó de ser la autora de Entre visillos a una escritora moderna y popular que conectaba con lectores, y sobre todo lectoras, con una determinada trayectoria vital, y que su Caperucita desembarcó en los institutos de toda España con un mensaje que yo no sé si todos los que lo proponían como lectura explicaban con honestidad. El dolor nunca se fue, pero el triunfo le sirvió de lenitivo.

Al leer esta última parte, la pasión y muerte de su hija Marta, el acoso de las erinias a su madre, el error trágico del «experimento», me acordaba de un artículo célebre de Rafael Sánchez Ferlosio en los 90, 'Fueras papás', que apareció en El País y colgó del tablón de anuncios de muchos de aquellos institutos cuyos alumnos leían el Caperucita. Era una defensa gallarda de la instrucción pública, de la necesidad que tiene el niño de enfrentarse él solo al Estado en forma de Escuela, y dejar atrás el mangoneo desestabilizador de sus señores padres. Me pregunto ahora si Ferlosio lo escribió pensando en aquellos días en que su mujer y él preguntaron a una niña de siete años si quería ir a la escuela y la niña, lógicamente, dijo que no, y ya no volvió a entrar en más aula reglada que alguna de la universidad cuando sacó su licenciatura en Filología. Y me pregunto, desde luego, si ello fue tanto como para establecer los vínculos tan claros que el biógrafo establece entre aquella libertad educativa y su trágico final.

Carmen Martín Gaite era personaje de sí misma, con conciencia biográfica. Escribía diarios, agendas, cuadernos de esto y de lo otro y una cantidad de cartas que ahora ya nos parece de otro tiempo. Pese a que muchas de esas cartas, quizá las más interesantes, fueron destruidas para preservar su intimidad de los chafarderos ojos de la Historia, el tipo de personaje es de los que sugieren que todo lo dejaban escrito pensando en la posteridad. Lo que Martín Gaite dejó es mucho, y José Teruel lo maneja con orden y medida, sin abusar de los materiales más de lo que quizá sí lo haga de las estrategias narrativas de la autora, con las que se muestra un tanto repetitivo. Todo el espacio que se concede al análisis del collage o de la relación entre el personaje y el autor en la segunda parte de su obra resulta muy superficial en lo que se refiere a la primera, que de todas formas sí acierta en lo que considero la gran aportación literaria de la autora: su defensa del lenguaje oral, real, contemporáneo, y su desdén hacia el confuso elitismo que demasiados autores de su generación practicaron con olímpico desprecio del lector, y que en muchos casos pasaron de la fascinación al aburrimiento antes de lo que incluso ellos podían sospechar. Pero no es este un estudio literario sino el cuento de una vida, trágica y triunfante, de pasiones y apasionamientos, de muertes y vidas. Siempre he pensado que el tópico según el cual la vida de un autor es su mejor novela no deja de ser un piropo envenenado, la constatación de que a fin de cuentas todo consistía no en escribir esto o aquello sino en ser escritor. En el caso de Carmen Martín Gaite, si eso era el triunfo, ya lo creo que lo consiguió. 


José Teruel, Carmen Martín Gaite. Una biografía. Premio Comillas 2025, Tusquets, 2025, 493 p.


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