Aunque fuera tan detallista y contenida, el hecho de que La casa del páramo se resuelva en un romanticismo desaforado no es achacable a que se trate de su segunda novela publicada, y la primera de la cortas, después de Mary Burton, puesto que en algunas de sus últimas obras (Los amores de Silvia, por ejemplo) también recurre a este tipo de vendaval apoteósico. Lo que sí es raro, ya desde el principio de su carrera literaria, es la exquisita perfección de sus tramas, la modulación del tempo desde un comienzo idílico y sosegado, una meticulosa complicación de dilemas y el trompeteo final con que nos arranca más aplausos que emociones. Si uno ha leído ya, pongamos por caso, La prima Phillis, esos desenlaces maestosos no nos resultan imprescindibles. Pero no por eso dejan de ser perfectos.
A lo que Gaskell es fiel desde el principio es a la convicción de que los personajes tienen que cambiar para ser personajes, o como mínimo evolucionar y no dejarse llevar por los acontecimientos, y a lo que podríamos llamar una estética de la bondad, el heroísmo de los sentimientos nobles para el que los personajes no suelen ser malvados sino idiotas, y no se tuercen sino que se equivocan o, en fin, tienen un mal día. La heroína de La casa del páramo es Maggie, extremadamente bondadosa pero no el colmo de la bondad, lo que la habría llevado a terrenos insulsos que no casan bien con la permanente admiración que nos suscita. Maggie vive con su madre viuda y un hermano que, ese sí, es un piernas, un listo, un pobre hombre. Forma parte de la refinadísima ironía de Gaskell el que, pese a todos los esfuerzos de bondad que tiran de él para que no se lance al abismo, es finalmente un deus ex machina (un diabolus, más bien) el que, de manera un tanto cruda, ponga las cosas en su sitio.
Maggie es, desde niña, muy amiga de Erminia, del mismo modo que Edward, el hermano disoluto de Maggie, no se llevará bien nunca con Frank, el primo de Erminia. Pero de niños el columpio es para todos y aún no afloran las primeras diferencias serias: Maggie es huérfana de un párroco y vive pobremente con su madre y con su hermano (y con una criada, Nancy, que tampoco la cosa es para tanto), mientras que Frank es hijo del rico Buxton, viejo amigo del padre de Maggie, prototipo de caballero que ha adquirido una posición social acumulando posesiones, pero no hasta el punto de que los hijos de un pastor tengan que sentirse inferiores; de hecho, en aquella época se necesitaban estudios universitarios para entrar en la iglesia pero no para hacerse abogado.
Buxton, en todo caso, quiere ser amable con la familia de su difunto amigo e invita a Maggie, a su madre y a su hermano a que visiten su mansión. Allí aparece una de esas sorpresas que tan agradables hacen las novelas de Gaskell, la mujer de Buxton, una señora enferma con un corazón muy grande, prototipo de lo que a cualquiera le parecería una mustia mujer amargada y sin embargo es la luz de la casa (la amargura se la queda toda la madre de Maggie, que no levanta cabeza). Y todo es bucólico y se escuchan las sonrisas de los niños, pero crecen, aman, ambicionan, y empiezan a surgir los conflictos. Al bueno de Buxton no le viene nada bien que su hijo Frank se enamore de Maggie, pero a Edward, el hermano de Maggie, tampoco le viene nada bien la vida más bien austera que les dejó su padre al morir. Maggie es buena pero firme, como son las mujeres de Gaskell, y ama a Frank con todas sus consecuencias, mientras que el hermano es inconsciente también con todas sus consecuencias.
Con estos mimbres Gaskell va hilando los problemas, a partir de un cabo que dejó a mitad de novela, cuando el señor Buxton confía en el joven abogado Edward la venta de unas casas. Discretamente, la narradora deja que el lector piense lo que quiera, por ejemplo que Edward es un vivales que hará la fortuna que le falta a Maggie. Pero no. Edward está condenado por la trama, se necesita que sea un destarifado, que se meta en líos, que huya como un cobarde, que pida lo que no se merece, que trate desconsideradamente a quien intenta prestarle su ayuda… Edward es el peor personaje de la novela en el doble sentido de malvado y también de plano, de juguete del argumento. No hace nada en toda la novela que merezca o deje ver un asomo de redención: es descerebrado y egoísta hasta el final. Miro las fechas y veo que Bleak House es tres años posterior a esta novela. Y la figura del Richard dickensiano, ambicioso y autodestructivo (pero no mala persona), me ha rondado más de una vez cuando aquí aparecía Edward. Dickens y Gaskell eran amigos, y sus mutuas influencias imagino que habrán sido materia de sesudo análisis…
Gaskell hace muy bien algo en lo que los novelistas siempre deben demostrar su talla: plantear giros argumentales que siempre escapen a cualquier previsión pero, al mismo tiempo, cumplan con ella. En este caso, es evidente que Maggie y Frank tienen que acabar juntos (la novela se publicó, para más inri, como relato navideño), pero el final se acerca y no vemos cómo puede sustanciarse lo esperable. El afable Buxton monta en cólera con las trapacerías de Frank (aquel hilo suelto), pero no hasta el punto de que la abnegación y la capacidad de sacrificio y al mismo tiempo la coherencia de Maggie no le hagan dar un paso atrás y mandar a Frank a América en vez de ponerlo en manos de los tribunales.
No es cosa de dar detalles sobre cómo, a media docena de páginas del final, todo está en el horno y no se ve salida por ninguna parte. Pero siempre hay una mecha que enciende el romanticismo, que quema las naves y despeina a los personajes, o los hace naufragar, o los mata, o los resucita. Todo queda, después del tremendo jaleo, donde debía estar, pero no como si fuera resultado del juicio inflexible de la, por otra parte, más inflexible moral, sino de unos desgraciados acontecimientos. Todos lloran al final, pero el bien se sale con la suya.
A lo que Gaskell es fiel desde el principio es a la convicción de que los personajes tienen que cambiar para ser personajes, o como mínimo evolucionar y no dejarse llevar por los acontecimientos, y a lo que podríamos llamar una estética de la bondad, el heroísmo de los sentimientos nobles para el que los personajes no suelen ser malvados sino idiotas, y no se tuercen sino que se equivocan o, en fin, tienen un mal día. La heroína de La casa del páramo es Maggie, extremadamente bondadosa pero no el colmo de la bondad, lo que la habría llevado a terrenos insulsos que no casan bien con la permanente admiración que nos suscita. Maggie vive con su madre viuda y un hermano que, ese sí, es un piernas, un listo, un pobre hombre. Forma parte de la refinadísima ironía de Gaskell el que, pese a todos los esfuerzos de bondad que tiran de él para que no se lance al abismo, es finalmente un deus ex machina (un diabolus, más bien) el que, de manera un tanto cruda, ponga las cosas en su sitio.
Maggie es, desde niña, muy amiga de Erminia, del mismo modo que Edward, el hermano disoluto de Maggie, no se llevará bien nunca con Frank, el primo de Erminia. Pero de niños el columpio es para todos y aún no afloran las primeras diferencias serias: Maggie es huérfana de un párroco y vive pobremente con su madre y con su hermano (y con una criada, Nancy, que tampoco la cosa es para tanto), mientras que Frank es hijo del rico Buxton, viejo amigo del padre de Maggie, prototipo de caballero que ha adquirido una posición social acumulando posesiones, pero no hasta el punto de que los hijos de un pastor tengan que sentirse inferiores; de hecho, en aquella época se necesitaban estudios universitarios para entrar en la iglesia pero no para hacerse abogado.
Buxton, en todo caso, quiere ser amable con la familia de su difunto amigo e invita a Maggie, a su madre y a su hermano a que visiten su mansión. Allí aparece una de esas sorpresas que tan agradables hacen las novelas de Gaskell, la mujer de Buxton, una señora enferma con un corazón muy grande, prototipo de lo que a cualquiera le parecería una mustia mujer amargada y sin embargo es la luz de la casa (la amargura se la queda toda la madre de Maggie, que no levanta cabeza). Y todo es bucólico y se escuchan las sonrisas de los niños, pero crecen, aman, ambicionan, y empiezan a surgir los conflictos. Al bueno de Buxton no le viene nada bien que su hijo Frank se enamore de Maggie, pero a Edward, el hermano de Maggie, tampoco le viene nada bien la vida más bien austera que les dejó su padre al morir. Maggie es buena pero firme, como son las mujeres de Gaskell, y ama a Frank con todas sus consecuencias, mientras que el hermano es inconsciente también con todas sus consecuencias.
Con estos mimbres Gaskell va hilando los problemas, a partir de un cabo que dejó a mitad de novela, cuando el señor Buxton confía en el joven abogado Edward la venta de unas casas. Discretamente, la narradora deja que el lector piense lo que quiera, por ejemplo que Edward es un vivales que hará la fortuna que le falta a Maggie. Pero no. Edward está condenado por la trama, se necesita que sea un destarifado, que se meta en líos, que huya como un cobarde, que pida lo que no se merece, que trate desconsideradamente a quien intenta prestarle su ayuda… Edward es el peor personaje de la novela en el doble sentido de malvado y también de plano, de juguete del argumento. No hace nada en toda la novela que merezca o deje ver un asomo de redención: es descerebrado y egoísta hasta el final. Miro las fechas y veo que Bleak House es tres años posterior a esta novela. Y la figura del Richard dickensiano, ambicioso y autodestructivo (pero no mala persona), me ha rondado más de una vez cuando aquí aparecía Edward. Dickens y Gaskell eran amigos, y sus mutuas influencias imagino que habrán sido materia de sesudo análisis…
Gaskell hace muy bien algo en lo que los novelistas siempre deben demostrar su talla: plantear giros argumentales que siempre escapen a cualquier previsión pero, al mismo tiempo, cumplan con ella. En este caso, es evidente que Maggie y Frank tienen que acabar juntos (la novela se publicó, para más inri, como relato navideño), pero el final se acerca y no vemos cómo puede sustanciarse lo esperable. El afable Buxton monta en cólera con las trapacerías de Frank (aquel hilo suelto), pero no hasta el punto de que la abnegación y la capacidad de sacrificio y al mismo tiempo la coherencia de Maggie no le hagan dar un paso atrás y mandar a Frank a América en vez de ponerlo en manos de los tribunales.
No es cosa de dar detalles sobre cómo, a media docena de páginas del final, todo está en el horno y no se ve salida por ninguna parte. Pero siempre hay una mecha que enciende el romanticismo, que quema las naves y despeina a los personajes, o los hace naufragar, o los mata, o los resucita. Todo queda, después del tremendo jaleo, donde debía estar, pero no como si fuera resultado del juicio inflexible de la, por otra parte, más inflexible moral, sino de unos desgraciados acontecimientos. Todos lloran al final, pero el bien se sale con la suya.
Elizabeth Gaskell, La casa del páramo, trad. Marta Salís, Alba, 2009, 189 p.
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