28.9.25

No precipitarse


Es inevitable, mientras uno disfruta de su lectura, pensar que esta larga novela se quedó sin final porque la autora murió a falta de los últimos capítulos, o quiza solo del último, a juzgar por lo que el editor aclara en el epílogo. Elizabeth Gaskell sufrió un ataque fulminante al corazón, es decir, no era consciente de que estaba escribiendo su última novela, ni tampoco debía sobreponerse al agotamiento de una enfermedad que la estuviese devorando. Y este detalle cobra su importancia desde el momento en que la novela entera, donde hay enfermedades y muertes, no está en ningún momento ensombrecida por el pesimismo melancólico de quien siente muy cerca la suya. Se diría que termina tan de golpe como la vida de su autora, sin previo aviso.
Claro que, como también recalca el editor, Gaskell había dejado suficientes indicaciones para saber cómo acabaría la novela, que por otra parte tampoco eran necesarias teniendo en cuenta el sosegado discurrir de la trama, ajena por completo a los cambios repentinos y a los secretos inesperados. Todo en ella se va fraguando con la debida calma, jamás amontona datos narrativos, antes bien elabora hermosos frescos de los que se desprende un avance del argumento, los capítulos son representaciones en sentido estricto, es decir escenas presentadas en tiempo real, o lo bastante real como para que el lector pueda presenciarlas, asistir a ellas, vivir en ellas. Las hay que son espléndidos relatos (la visita del hidalgo Hamley al anciano campesino moribundo), y otras que forman parte de la intensidad imprescindible en un relato que además fue publicado por entregas (la inquietud de Molly con las habladurías en torno a Preston), o bien que se solazan en un género que Gaskell bordaba como la señora Gibson borda en su inevitable bastidor, el de las damas cotillas, el de las tertulias a la hora del té, en el que se había especializado en sus novelas de Cranford; pero no hay eso que podríamos llamar trepidante, y que, como por ejemplo demostró en Lady Ludlow, Gaskell también dominaba, sino un tempo surgido de la tradición de Austen, los jovencitos casaderos como tema de un vasto tapiz que integra todas las clases y todas las edades.
La trama de Hijas y esposas se arma sobre dos familias, una con dos hijos y otra con dos hijas. Los hijos son los herederos de un hidalgo, un «Hamley de Hamley», orgulloso de su rancio abolengo, por más que otros destinos menos nobles hagan más fortuna que él con sus tierras y sus costumbres. El hidalgo pronto se queda viudo de una fascinante mujer que desde el lecho donde la enfermedad la mantiene postrada irradia un resplandor de inteligencia y de bondad (de hecho, antes de informarme de las causas por las que fallecío Gaskell, pensé si no sería un inquietante aurorretrato), pero esta mujer es el vínculo con la otra familia, en la medida en que casi acoge como hija a Molly, huérfana de madre, y personaje principal de la novela. 
Los Hamley, pues, tienen dos hijos, Osborne y Roger, opuestos en todo menos en el afecto y la complicidad que se profesan, y al mismo tiempo representantes de la transición que el mundo civilizado está viviendo hacia los años 30 del siglo XIX. Porque Osborne es romántico y de salud muy delicada, aficionado a la poesía y sin ganas de medrar en un mundo de emergentes liberales, que además ha roto las limitaciones de su abolengo casándose en secreto con «una sirvienta», como la llamará su señor padre, ¡y además francesa!, heredera de aquellos salvajes revolucionarios y compatriota de aquel descerebrado al que dieron una lección en Waterloo. Osborne es, además, guapo y galante, y primogénito, lo que provoca chiribitas en los ojos de la señora Gibson, maestra viuda, casada en segundas nupcias con un médico de pueblo, y con una hija de su primer matrimonio, Cynthia, a la que quiere casar a toda costa con un buen partido.
El hermano de Osborne, Roger, es más feo, menos galante, no va a heredar y encima le ha dado por las ciencias. Es un Darwin en potencia (la novela se empezó a publicar solo cinco años después que El origen de las especies), amable, buen amigo, cómplice de las zozobras de su hermano. Mientras Osborne se apaga como se apagó el romanticismo, por consunción, Roger sale a recorrer el mundo, a explorar las selvas vírgenes y ganarse un prestigio entre la comunidad científica, algo que, para los arribismos lugareños de la época, era como no ser nada. ¡Si al menos se hubiese hecho abogado!, lo que, en una época en la que no hacían falta estudios para serlo y sin embargo se podía medrar mucho más que con los escudos heráldicos de una fachada, da idea de a qué distintas velocidades evolucionaban los unos y los otros.
Pero Roger, ay, se enamora de quien no debe, la mobile Cynthia, una muchacha guapísima que lleva locos a todos, incluso a quienes ella no quisiera llevar. Esta Cynthia es otro estupendo personaje, porque en su atractivo irresistible no hay un gramo de altanería, ni una pizca de soberbia en su sincero afecto por su hermanastra Molly, aunque, eso sí, una lengua elegantemente viperina hacia su madre, la señora Gibson, que es falsa y tonta y engreída y resentida y todo lo que se le quiera añadir para hacer de ella el único personaje verdaderamente detestable de toda la novela. Sin embargo, como Gaskell es así, semejante pieza termina incluso dando pena, haciendo gracia, de puro estúpida, y el lector siente hacia ella lo mismo que el sufrido señor Gibson o su hija o su hijastra: ganas de que se calle.
Esa hijastra, Molly, en efecto, es el centro de la novela, y también el único personaje que no tiene aristas, cuya bondad le impide equivocarse, lo que no redunda en vanidad sino en sufrimiento por lo malo que pueda suceder a los demás. Tiene Molly, no obstante, genio suficiente para no ser ñoña, porque no hay que confundir el buen carácter con la flojera espiritual. Molly ama y soporta, pero no transige con lo intolerable, por más que le cueste sus disgustos desairar a quien sin embargo lo merece. Es hija del doctor Gibson, el punto de unión entre las dos familias, el médico de pueblo, sin más, que comparte territorio con el hidalgo científico, pero también sentido común (a pesar de que siga casado con semejante dama). Pero Gaskell quería retratar todas las variantes: los aristócratas venidos a menos (los Hamley) y los que se mantienen en lo alto (Harriet y su despectiva madre); la emergente clase media que tiene un buen pasar (la señora Gibson y su marido médico) y que fluctúa entre el orgullo de lo que ha conseguido por sí misma y la búsqueda de una fortuna por la vía del casorio. Y, en fin, los pobres, los sirvientes, los campesinos, aquí no más que figurantes, pero siempre tratados con la delicada dignidad que Gaskell impregna a todo lo que toca, sobre todo para dejar constancia que mientras unas clases emergen y otras declinan, ellos siguen igual de desvalidos.
De novela total, cabría calificarla, en el sentido de que, partiendo de una trama de novela sentimental, Gaskell retrata un mundo reciente con la misma nitidez que Norte y sur (allí con más protagonismo de las clases bajas), y el divertido encaje de bolillos del provincianismo coral, y todo con un ritmo pausado pero no moroso, lento pero jamás desesperante, en una prosa limpia, pausada, elegante. Ni siquiera el final que nos hurtó su muerte se puede lamentar más que por lo que la provocó, porque la novela se sostiene como un barco que avanza sobre la mar en calma. Duele que se acabe, pero no porque sea antes de tiempo, o porque falte algo de la trama, sino porque seguiríamos leyéndola mil páginas más. La autora podría haberse centrado ahora en los viajes de Roger, en la paciencia de Gibson, en la crianza del hijo de Osborne… Su depuradísima técnica de no precipitarse, no avanzar más de lo debido es una garantía de placer. Había materia para mucho más que un capítulo, pero las novelas, como las vidas, a veces se acaban así, sin más.

Elizabeth Gaskell, Hijas y esposas, trad. Damián Alou, Alba, 2018, 764 p.

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