29.12.25

Un milagro con defectos


No sé si entre las habilidades de la IA estará la de traducir a un autor como lo habría traducido otro. Es una lástima, por ejemplo, que Antonio Machado no tradujese a Virgilio, o que a Álvaro Pombo no le haya dado por traducir a Proust. Esa charla lírica, esa locuacidad teológica que uno disfruta en Pombo cuadraría perfectamente con la, digamos, elevada oralidad de Proust. Ya decía Umbral que Prout es «esa corriente interna», ese flujo inagotable, el hombre exhausto que sin embargo no deja de hilar frases grandiosas que lo agotan todavía más. El ritmo, vaya. Por eso uno lee las traducciones de Proust en voz alta, porque si están bien hechas todo va como la seda y se entiende a la primera. Lo que me gusta de la de Mauro Armiño, tan acostumbrado a traducir teatro, es eso precisamente, que uno oye a Proust, por más que otras veces tenga que darle la razón a Javier Marías cuando la calificaba de «pedestre». La que nunca me decepciona, traduzca lo que traduzca, es Consuelo Berges (que no tradujo los primeros volúmenes), quizá porque ella es capaz de hacerse transparente, de no caer en el error de tanto traductor que quiere, ay, dejar su huella, y con ella no hace sino ensuciar el original.
Precisamente fue la colaboradora de Javier Marías, Mercedes López-Ballesteros, la que emprendió en 2024 la traducción de En busca del tiempo perdido para la editorial Alfaguara, a razón, según se ha propuesto, de volumen por año. Leímos aquel primero y hemos leído también A la sombra de las muchachas en flor, que salió hace un mes. En distintas traducciones, es la tercera vez que la termino, la última hace poco más de dos años, lo que quizás haya hecho que me parezca un libro con dos novelas distintas, tantas como partes tiene, la primera con esos amores algo impostados por Gilberte (lo bastante para que creamos que la verdadera pasión del narrador es la que siente por Odette, la madre de la muchacha), y la segunda con los todavía menos creíbles por las muchachas, en especial por Albertine, cuando uno ya sabe, aunque no se haya de decir en toda la serie novelesca, que los sentimientos del narrador suspiran más bien por Saint-Loup, y también, como sí se dirá en un volumen posterior, que el corazón de Albertine está más ocupado con su amiga Andrée que con él. Con frecuencia uno piensa si esa actitud deliberadamente impostada, un poco tontaina incluso, es una forma de que leamos entre líneas o la apoteosis de la modernidad bodeleriana. Aquí el protagonista también parece que vaya corriendo a mirarse al espejo cada vez que siente que le va a caer una lágrima, todo es excusa de su descripción, cualquier sentimiento, cualquier idea no es más que un modo de abandonarse a la música de las palabras. Si nos gusta Proust es por esa música, no por la peripecia, y mucho menos por la personalidad del yo, que hace un arte, y que arte, del no enterarse más que de lo que le aflige (o quiere que le aflija).
La otra novela, claro, es la de Balbec, el hotel, el interesante Eltsir, un pintor que en el cogollito de los Verdurin, en el primer tomo, nos parecía más banal, pero que ahora tiene ese algo gongorino de ver la tierra en el mar y el mar en la tierra, una cierta melancolía de quienes renuncian a los rigores de la modernidad; y, sobre todo, las chicas, esas mozas con las que el narrador hace el bobo todo lo que quiere y más, y tanta tontería es el precio que tiene que pagar para pintarlas con palabras como quizás Eltsir las pintaría a la acuarela. Pero da igual: está el maravilloso viaje en tren, está la playa de Balbec, está ese ascensorista que con otra identidad aparecerá más adelante. De hecho, la principal diferencia que uno encuentra entre las dos partes de esta entrega es que la primera parece el verdadero final de Por el camino de Swann, por más que Gilberte nos anuncie una primavera, como si en ella se agotase  un poco la fascinación que nos produce Odette de Crécy; la segunda, en cambio, es como la presentación de todos aquellos personajes que se irán desarrollando en los tomos siguientes. El narrador conoce a Saint-Loup, y hace con él mejores migas que con el pelma de Bloch. Y aparece, claro, Mme de Villeparisis, y el siempre intrigante y divertido Charlus, aparte de las muchachas, sobre todo Albertine, cuya presencia va dosificando hasta que cobra protagonismo al final del libro, cuando el esteta comete el error de sustanciar sus pensamientos, de pasar a la acción e intentar darle un beso. Pero Albertine es lo bastante larga como para darse cuenta, por lo menos de momento, de que ese hombre no la quiere a ella sino a la imagen de sí mismo enamorado, que solo sufre en la medida que su sufrimiento es estéticamente productivo, y, en fin, que por mucho que lo niegue (el propio Proust lo negaba), no es ella por quien bebe los vientos, ni ella ni ninguna de esas amigas con las que se pasea como si los estuviera retratando algún pintor impresionista.
Por lo que respecta a la traducción, y aparte de agradecer a la traductora que su proyecto de un tomo anual sea un plan lector estupendo para los próximos años, hay que decir que una sosegada revisión del texto tampoco le habría ido mal. Ocurre con esta traducción eso que los severos profesores llamaban antes la traducción filológica, es decir, una fidelidad al original que solía dejar de lado la naturalidad del idioma al que se vertía. Quiero decir que, junto a fragmentos espléndidos, hay otros un poco almidonados, como si se hubiera ocupado de traducir más las cláusulas que la frase entera, empeñada en reproducir el original incluso en los extremos que el castellano no admite bien, por ejemplo en el uso de los pronombres demostrativos, que sonarán bien en francés —no sé— pero en castellano quedan fatal. La exagerada y aparatosa publicidad de la editorial tiende a dejar en nada cualesquiera otras traducciones que haya habido de Proust hasta la fecha. Es muy de agradecer y de admirar el esfuerzo de la traductora, pero, si se trata de «un milagro», como dice la cita promocional, la verdad es que se trata de un milagro con defectos. Con que la editorial se empleara tan a fondo en la corrección del texto como en sus aparatosas alabanzas, igual todos salíamos ganando.

Marcel Proust, En busca del tiempo perdido II. A la sombra de las muchachas en flor, Alfaguara, 2025, 639 p.

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