23.9.06

Dickens 2


En el epílogo de Nuestro amigo común, Dickens arremete contra la situación en la que malviven los pobres ingleses cuando se publica la novela, en 1865. Si uno no hubiese leído antes la inmensa llanura por la que transcurre la narración, pensaría incluir ese alegato en una antología de defensa de los desfavorecidos cuyo primer texto fuese, naturalmente, la Modesta proposición de Jonathan Swift.
Lo malo es que el lector de ahora lee semejante proclama con un punto de estupefacción. En la época de Dickens, los ciudadanos no estaban divididos políticamente entre la izquierda y la derecha en términos de igualdad social. En ese largo final en el que Dickens va casando a cada oveja con su pareja llega incluso a empalagar un poco la severidad (la simplicidad, diría yo) de los juicios morales del autor, para bien y para mal.
Los personajes que salen bien parados nos irritan por su clasista sentido de la felicidad. Sólo ascienden de clase dos bellas damas, dos cenicientas que en realidad nacieron en un sitio equivocado, la una, Bella, en la casa de un miserable chupatintas, y la otra Lizzie, en la de un mendigo con trabajo, algo muy anglosajón, el batelero Hexam, un prehomínido que se muere enseguida. Las dos muchachas son elevadas al sitio que les corresponde, y tras ellas y sus hermosos maridos (un rico heredero que se hace pasar por muerto y un abogado que se codea con la flor y nata londinense), van los Boffin, que han fingido durante toda la novela que eran ricos para volver al estado que les hace más felices: el de criados del hijo de su antiguo dueño. Y cierran la comitiva dos frikis, gente deforme con buen corazón, gente pobre y fea y retrasada que ya tienen bastante con sostenerse el uno al otro las muletas.
Pero los que salen mal parados casi nos irritan más. Otro prehomínido batelero (el Bizco de Baroja, talmente), Riderhood, que muere ahogado en el arroyo del que nunca salió. Un buscavidas, Silas Wegg, de quien Boffin, el viejo servicial, se mofa obligándole a leerle por las tardes a Edward Gibbon, algo que Silas jamás le perdonará. Una marquesa idiota, cotilla y gorda, convenientemente ridiculizada al final de la novela por Twenlow, el único aristócrata de pata negra, porque todos los demás, todos los imbéciles, son aristócratas falsos, sobrevenidos, advenedizos.
Aun con todo, los dos personajes más odiados por Dickens no son estos despojos sin conocimiento, sino dos individuos en los que tanto cargó las tintas que le salieron mejor incluso de lo que se merecían. El uno, Charles Hexam, es un mequetrefe desagradecido que repudia a su hermana, que le pagó a hurtadillas los estudios, porque desentonará en su bien ganada posición social con ese sujeto de baja condición con el que la pobre Bella se quiere casar. Ese sujeto, cómo no, es el rico heredero, que oculta su identidad y aprovecha para educar a su prometida, para cuando la presente en sociedad.
El otro personaje despreciable, Bradley Headstone, es un anticipo clarísimo de míster Hyde; es como el Cardenio del Quijote, que le dan teleles cuando se acuerda de su amor perdido. Toda la basura en la que viven las clases humildes de esta novela le cae encima con el crimen más rastrero y la muerte más vil, como castigo por ser mediocre, por intentar medirse con un rival principesco. Su final es el de una rata indigna, el de un cobarde sin derecho a compasión.
Ambos pingajos, Charles y Bradley, son profesores en un colegio. Encima eso.

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