4.9.06

Nighthawks


En su versión teatral del cuadro Nighthawks, Douglas Steinberg ha propuesto a los personajes, a tres de ellos, una identidad que en su mínima expresión, es decir, lo que son antes de empezar la obra, venía hoy resumida en El País: “La pelirroja se llama Mae; fue corista de Ziegfeld y ahora es la dueña del dinner. Su marido es el camarero, se llama Quig y acaba de volver de ultramar. El hombre del sombrero se llama Sam y es un parroquiano habitual.”
Es sabido que la mujer del cuadro era la de Hopper, que es el hombre que hay a su lado. Pero parece ser que Steinberg ha dejado caer la posibilidad de que Hopper sea el hombre de espaldas, cuya identidad, dicen, articula las incógnitas del drama.
Me sorprende, sobre todo, que Steinberg vea en el camarero al marido de la dueña. No me cuadra. El camarero es un Norman Rockwell de calendario y la mujer es la que pintó desnuda muchos años depués Lucien Freud. El camarero tiene pinta de llamarse Bernie, y con esa nuez y esas orejas podría ser el padre de la chica. Las ropas gremiales de Norman Rockwell siempre visten a personajes contentadizos, conscientes de su pequeño papel en el mundo, pero en cierto modo orgullosos de decorar la idea de una América sana y obediente. No, ese camarero no está casado con la dueña del local, ni siquiera es su padre. No es que esté fregando un vaso, sino que ya se encorva para descansar, y no sabe cuándo acabará su suerte y tendrá que volver a pedir trabajo.
La chica tampoco es la dueña. Está un poco desmejorada, el tupé le viene grande, como si fuera el peinado que llevaba cuando estaba un poco más gorda. El pelo le nace demasiado atrás, parece un mimo con peluca, pero su gesto de depositar la mirada en las yemas de los dedos mientras piensa lo siguiente que va a decir es el de quien está muy preocupada, o bien el de quien, después de una conversación desagradable, está en esos momentos en los que ya todo se ha dicho y no cabe sino repetir lo mismo. Su mirada se ha cansado de mirar fijamente a los ojos de alguien, y ahora, más tranquila, ya sólo mira sus dedos.
El hombre no es un simple parroquiano. Más bien un compañero de fatigas. La postura de la mujer delata que se toma con él confianzas que no se tomaría con un amante, confianzas que sólo se tomaría con su marido, con quien es poco probable que acuda a las tantas a una cafetería, con esos pelos. Él tiene pinta de ser un chófer a la puerta y ella la encargada del local de al lado. Han pasado a tomar un café con Bernie y de paso poner verde al capullo de su jefe, todavía de francachela mientras los japoneses acaban de atacar Pearl Harbour. Bueno, ese dato es histórico y no sirve. Están hartos de una mierda de trabajo de la que no tienen previsto salir, pero su hartazgo no se nota en sus miradas. A ella se le ve en el pelo, y a él en los hombros, que los lleva un poco encogidos.
¿Y el otro, el que está de espaldas? Conviene desnudarlos un poco a todos. El hombre al que sí se le ve la cara es un muchacho que ha aprendido a ser elegante y a no decir tonterías, pero en sus facciones hay un granjero de los que le gustaban a Norman Rockwell. El traje engaña, y más en la distancia. Al que está de espaldas el traje le viene pequeño y el sombrero yo diría que también. Es poco traje para su cuerpo, la sisa le tira bastante. Sostiene un vaso por la base y en él, igual que la chica, deposita la mirada, pero lo hace de lado, algo que sólo hacemos cuando nuestro pensamiento ha llegado a un punto sin retorno, cuando estamos convencidos de que tenemos razón o de que tenemos miedo, cuando la boca se arquea y la cabeza se ladea, y los ojos se abren más de lo normal, con abertura de susto pero mirar cansado. Ese hombre no los está vigilando. Se ha hecho un silencio espeso y entonces Bernie ha dicho algo. Ha dicho algo como: “Ya están vaciando el local. Ya no hay nada en los escaparates. Ese sí que es un buen negocio, sí señor”.
Entonces Sam le ha contestado: “Bueno, Bernie, ésta es la tuya. Cómpraselo al viejo Mason e instálate por tu cuenta”.
Y Berni ha dicho: “Yo ya no me instalo más que en la tumba”. La chica iba a seguir con la broma, pero de pronto le ha parecido mal. Tenía los ojos muy abiertos para hablar pero ha bajado la vista hacia las yemas de sus dedos y escucha compasivamente a Bernie. Después de eso, hay un largo silencio, y la chica, por fin, mete baza: “Es verdad, está en un sitio magnífico, pero no creo que sea de Mason. Ya habría puesto una casa de putas, ¿no os parece? Nos podríamos asociar los tres, y así le daban por el culo al sinvergüenza de Mason. ¡Yo sí que sabría sacar partido de esos escaparates, y no tener siempre puestos cuatro vestidos viejos! Todo estaba lleno de mierda. No puedes vender en este país un jodido botón si todo lo tienes lleno de mierda. Puedes vender tu alma y tu cuerpo si te da la gana, pero no puedes tenerlo todo tan sucio. ¿Tú sabes de quién es el traspaso, Bernie?
“Mío”, dice el hombre que está de espaldas.

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