13.9.10

Trébedes con maripérez


Cuenta el vigente Rey de las Españas, de cuando se sentó en el trono, que declinó la posibilidad de vivir en el Palacio Real de Madrid porque resultaba un poco incómodo. A pesar de que tuvo que oírlas a los tres años de edad, en aquellas tardes doradas de Roma, el monarca recordaba las palabras de su abuelo, Alfonso XIII, cuando se quejaba de que allá en Madrid el palacio era tan grande que la sopa siempre le llegaba fría.

A un rey esta anécdota le puede parecer jocosa, pero no es exacta. La prueba está en los dos magníficos calentadores de platos del siglo XIX que se exhiben en las cocinas del Palacio Real. Son como una carroza de un metro de alta sin ventanas, mantenían el calor constante gracias al espacioso depósito de carbón.

De modo que Alfonso XIII no tenía por qué quejarse de la sopa. Estoy empezando a dudar de las anécdotas culinarias del abuelo, incluso aquella, tan ilustrativa, que habla de cómo don Alfonso vio que un dignatario extranjero, posiblemente el reyezuelo de alguna tribu, al ver el lavamanos entre los cubiertos se lo bebió de un trago porque tenía sed, y el rey, como buen anfitrión, hizo lo mismo para no desairar a su invitado.

Pero la de la sopa ya no sé. No era por la sopa por lo que Juan Carlos no quiso vivir en Palacio. Ese palacio tiene muchas puertas. Cuando los reyes dejaron de vivir allí, se terminaron las maledicencias. El último que las sufrió fue Manuel Azaña. Ahora se murmuran extravagancias del monarca pero la gente las imagina en el bosque, perdidas entre sombras. No hay nadie que haya podido verlo en su salsa, y los rumores siempre provienen de un cuñado que trabaja en las caballerizas de la Guardia Real. Antes, cualquier vecino había visto a la reina con las bragas en la mano, o al primer ministro temblar. Ahora todo son vagos rumores.

Y, aun en el caso de que la sopa estuviese fría, esas cocinas fueron el único acto de La Noche en Blanco que me llevó a cruzar el gigantesco tontódromo en que se convierte Madrid. Tuve que soportar una cola soviética pero mereció la pena. Creo que no acudiría a ver con tanto entusiasmo el salón de los banquetes donde el reyezuelo se tragó el agua de fregar ni esas estancias enormes y sin muebles por el medio que sirven para los besamanos y las recepciones.

Porque entrar en las cocinas de palacio es entrar en un especiero léxico en el que brotan nombres casi perdidos. Su condición de sótano, con lucernas ojivales empotradas en los muros, les da un aire vulcánico. Uno imagina nada más entrar nubes de humo y de harina, golpes de hachuela sobre el tajo, paladas de carbón, chisporroteos de fritanga. Los altos techos de ojiva y las lucernas, con el frescor de los muros de granito, frescor de cimentación antigua, permiten pensar que en invierno debía de ser un sitio agradable y penumbroso. Todo me hizo recordar desde un primer momento a los pasillos y las dependencias interiores de las plazas de toros, sobre todo la sala de despiece, donde los organizadores habían tenido a bien colgar cadáveres de pollos, corderos, cerdos y vacunos para dar ambiente a la cosa. Me llamó la atención, dicho sea de paso, que los ganchos fuesen romos, y que la vaca descuartizada no estuviera colgada del gancho sino de una cuerda.

No era difícil imaginar a la de Bringas alcahueteando por las cocinas, que en aquella época era un barrio dentro de la ciudad que formaba el palacio por sí solo. Y un barrio cotizado. La gente miraba las exposiciones de cobres y de cestería para conservar las carnes con la seriedad distante de quien está en un museo, pero luego, en los fogones, en las cocinas, pasaba la mano por las maderas esmeradas de las grandes mesas cochineras, los dedos por las hendiduras negras de las cuchilladas, por las ocho o diez grandes cocinas de hierro, un palmo más bajas de lo que son ahora, que es lo que la raza ibérica ha crecido en siglo y medio. Los amplios vasares de madera, las antiguas encimeras, estaban llenos de alimentos decorativos, un tanto desordenados porque la gratuidad de la visita hizo pensar a más de uno que también era un buffet libre.

Era una mezcla entre pesquisa galdosiana y paseo por un Ikea del siglo XIX. La gente miraba con admiración temática y doméstica las grandes espeteras para colgar cacharros, la sala de repostería, perfumada de cabello de ángel, y observaba como si estuviera en un centro histórico comercial, como en un fin de semana medieval, con ánimo curioso y señalador, a los actores disfrazados de cocineros que zancochaban con los huevos, los calboches, los tupines y las trébedes con maripérez, que son tres pies de hierro y un aro para sentar perolas, que a veces tienen un soporte para que descanse el rabo de la sartén y no se vuelque el aceite, y ese soporte se llama maripérez.

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