18.5.13

Carácter argentino



Momentos antes de la prórroga, cuando los dos equipos habían armado sendas melés para dar las últimas instrucciones y gritar las últimas consignas, hubo una imagen estupenda de Germán Burgos, el Mono Burgos, de pie entre los dos corros, mirando con descaro la piña del Madrid. Al locutor de la televisión le hizo gracia y el comentarista del Real Madrid, Manolo Sanchís, se dejó caer con una frase sibilinamente ambigua: “Es un personaje”, dijo, y dicho por un madridista formal, que solo pasó de la Glorieta de Bilbao hacia el sur de Madrid para jugar en el Calderón, tiene un deje de censura. Ya sabemos que cuando un conservador dice de alguien que es un personaje suele descalificarlo por ordinario. El otro comentarista, el del Atlético, Paulo Futre, habló mucho pero solo se le entendieron los gritos que dio cuando Miranda marcó el segundo. Su portugués cerrado impide ver lo que quiera que esté diciendo. Sanchís era el joven culto y formal, gran central en su juventud y economista de profesión, al que, por ese sentido de la formalidad que Mourinho nunca entenderá, no se le escapó la oportunidad de decir que las entradas para la final eran “caras, demasiado caras”. La Quinta del Buitre era así. Había madripijos de toda la vida, Sanchís, Butragueño, Martín Vázquez, pero también estaba Míchel, que era de Villaverde, y todos compartían una formalidad más o menos discreta, un saber ponerse en la piel del público. De Paulo Frute, en cambio, lo que fuera que estuviese diciendo sonaba a parlamento de barra, la voz ginebruda, llena de sonrisas húmedas, de saliva pastosa. Me lo imaginaba con la corbata floja, un sello de oro y una copa en vaso largo. Futre fue el primer gran fichaje de Jesús Gil, el motivo por el que nunca he podido identificarme del todo con el Atlético de Madrid.
               Rodolfo López Isern, cuya crónica de la final estoy esperando con impaciencia, es de los que piensan que el Atlético está muy por encima del clan de los Gil. Un filósofo serio como él fue capaz de abstraerse del vendaval de estiércol que trajo ese hombre y ser fiel a sus colores de siempre. Yo no partía de un sentimiento tan arraigado. Mi infancia es un campo de barro en el que una vez Guitarte, delantero centro del Club Deportivo Teruel, se cansó de pelear por la pelota y ponerse de barro hasta los ojos y se fue harto a la banda, hasta que alguien le diera una patada al balón y lo desatascase.
               Sin embargo, el modelo de equipo, el paradigma Atlético, me resulta mucho más cercano que el del Madrid. La sombra detestable de Gil se ha iluminado con gente como el Mono Burgos, que podría ser, perfectamente, un cliente de El Botas, mi bar preferido de Lavapiés durante muchos años, lleno de melenudos cerveceros, gente abrupta y noble, cómica y dramática, canalla y leal. Como portero era el dueño del campo propio, a veces con el puño cerrado. Recuerdo los ocho partidos que le cayeron por el guantazo que le pegó a la salida de un córner a un jugador del Mallorca. Y era muy argentino, pero en un sentido de la argentinidad que solo he comprendido cuando he hecho amigos argentinos. El aplomo de pistolero en las salidas, la seriedad indesmayable, más allá de los pelos o la estrafalaria vestimenta. Eso, claro, lo tienen todos los buenos porteros argentinos. Lo tenía Fillol y el gran Navarro Montoya y D’Alessandro y Carnevali y Abondanzzieri y tantos otros más, gente con aire porteño, de callejuelas junto al muelle, de temple y arrestos. El portero es en esos equipos el jefe suplente, el no oficial, el que protege la portería y a los jugadores, el que despeja los problemas y sostiene al enemigo la mirada. Como jugador, el Mono hacía exactamente lo mismo que como entrenador, ser un consuelo moral. Simeone, otro gran argentino (“se lo dedico a la familia, que estará ayá lejos, en una habitasión, con las caras pintadas, viendo la tele”), es el entrenador, el que lleva el traje y la camisa negra, con cara de Tom Waits, pero cada vez que toma una decisión llama al Mono, que sale, gordo, del banquillo, y se pone a su lado con el rictus serio de quien pone serio a todo el que esté cerca, y escucha y asiente, o saca una consigna por un lado de la boca, obedece seriamente, e incluso, si hace falta, se dedica a meter goles desde el banquillo: “Yo no soy Tito, yo te arranco la cabeza”, le dijo a Mourinho, y tampoco hace falta haber tomado unos cuantos tercios de Mahou en El Botas para saber que aquello fue una meada de perro viejo, suficiente para quitarle a Mourinho el mando emocional de la contienda, que es lo que más le jode. Curiosamente, con lo tiquismiquis que se ponen siempre los periódicos con esas cosas, nadie lo señaló como un mal ejemplo. Más bien a todo el mundo le hizo gracia, porque todo el mundo lo entendió.
               Sí, me gusta ese otro estereotipo argentino, el que actúa, no el que se tumba en el diván, no tanto el constructor de frases (Bielsa, Valdano) como el callejero y lapidario, emotivo y seco, como una balada heavy-metal, o como un tango, ya puestos. Y, en todo caso, razones no me faltarían para justificar el placer que me produce que el equipo de Mourinho pierda hasta la copa del Rey, que es un trofeo para pobres. Anoche las artes nacidas de la fábrica y del muelle ganaron a esa burda tecnología del dinero que maneja el Madrid. El Madrid se ha llenado de chicos ostentosamente bien peinados. El Atlético, desde que llegó Simeone, tiene jugadores como él, o como era Vizcaíno, muchachos de Carabanchel, llenos de rabia y de orgullo, con cara de polígono, o jugadores como el Mono Burgos, bigardos como Arda Turán o Costa, que parecen recién venidos de la guerra de Bosnia. Tiene gracia que el más formalito de todos, Courtois, ocupe la misma demarcación que el Mono. Pero luego entrevistaron a Courtois y, en un castellano excelente, el joven arquero belga dijo con aplomo y contundencia todo lo que había que decir. El peinado no es el del Mono, desde luego, pero el desparpajo sí.
               El partido, por lo demás, fue muy entretenido. Sacamos a los tipos duros, marcamos el territorio, nos armamos de valor. Ellos pegaron tres palos porque van sobrados. Si supieran lo que es la crisis habrían ajustado mejor el disparo. La jugada de Falcao estará entre las diez mejores de cualquier liga en esta temporada. El cabezazo de Miranda pasará a la historia. Al final, cuando subieron todos a recoger los trofeos (menos los perdedores, Mourinho y C. Ronaldo), los jugadores se agruparon ante las autoridades y cuando llegó el Mono Burgos, que está hecho un tocino, se colocó justo delante de Su Majestad y la tapó completamente. Yo no creo que fuera mala intención o despiste del Mono. El Mono es un zorro. Yo creo que le hizo un favor.

3 comentarios:

  1. Anónimo7:59 p. m.

    No nos reconocemos en este Madrid y apenas ya sentimos o padecemos lo que viene sucediendo desde hace varios años...El Madrid es una imagen de esa España que necesita un "reseteado" y que sabemos que no va a cambiar y seguir igual...

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  2. Mi crónica, más bien homenaje, está a tu disposición, viejo amigo. Por cierto, el Mono Burgos, un excelente guardameta (nadie como él en el uno contra uno), dio la cara por el atleti en Segunda, cuando bajó por culpa de los Gil...

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  3. Anónimo12:06 p. m.

    Dylaniano y colchonero..... Cada vez más coincidencias y eso que en 20 años nos hemos visto dos veces. Un abrazo.
    Zoffy

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