8.4.20

La contagión, 24


Recojo el último pedido de librería que hice antes de que se declarase la epidemia. Después ya me he cortado, y aun así lo dejé reposar unos días en la estafeta de correos. Al abrir el paquete me doy cuenta de que es uno de los últimos gestos normales que tuve, cuando en la vida no había sobresaltos. Quizás ahora pediría otra cosa, no sé.
Había pedido un ejemplar de la Revista de Occidente del año 85 sobre estética y filosofía, con el ensayo de Irish Murdoch Retorno a lo sublime y a lo bello, que incluía una edición facsímil de los primeros poemas de Vicente Aleixandre. Había también en el paquete un libro recién salido, recomendación de mi amigo Enrique Romero, Cuando los inviernos eran inviernos, de Bernd Brunner, uno de esos estudios culturales, digamos, transversales que entretienen y arman de datos curiosos, de por ciertos que luego desenseban el discurso.
Y había también, picante de ácaros, olorosa de librería vieja, una primera edición de The beasts, birds and bees of Virgil, de Thomas Fletcher Royds, una primera edición de 1918, el año de la gripe. El contenido de ese libro fue luego trasvasado a estudios y comentarios sobre las Geórgicas que hace tiempo tengo controlados, pero esta hermosa edición de Blackwell tenía su sitio guardado en la sección virgiliana de mi biblioteca.
Salvo por el libro de Brunner, recién salido, el resto podría haber sido una compra de hace treinta años. Pienso en ello mientras escucho toda la mañana Radio-3 para enterarme del mundo en el que vivo, musicalmente hablando. Y todo lo que escucho, para mi sorpresa, es rock progresivo, en ocasiones recién grabado por músicos jóvenes y modernos, pero con ese mismo sonido de punteos blandos (pompous wanckers, los llamaba otro amigo) que podría confundirse sin problemas con un vinilo de hace medio siglo. 
Eso quiere decir que antes de la contagión ya vivíamos en otro siglo, aislados en un tiempo al que retrocede una y otra vez la música contemporánea, como gusanos de procesionaria que se hubieran topado con la goma pegajosa del siglo XXI. No hay nada nuevo en mi forma de huir del presente, o de vivir en un tiempo ajeno, moldeable. No solo lo hago yo, es mi siglo el que ha decidido ser todos los siglos, y convertir nuestra existencia en un constante revivir, quizá porque el presente ya solo nos lleva al invierno.

3 comentarios:

  1. También echo la vista atrás con frecuencia y me pregunto si es porque me hago mayor o porque el presente no me dice mucho. Saludos

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  2. O que el presente es el pasado. Gracias, Luis Antonio.

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  3. Anónimo4:02 p. m.

    No sé por qué, la palabra gusano se ha utilizado siempre como descalificativo. En mi opinión, impropia e injustamente. Debemos mucho a los gusanos, pero esa es una cuestión aparte. En todo caso, y por lo antedicho, si a la elegante oruga de la procesionaria, porque lo es, le llamamos gusano, igual estamos al borde del insulto zoológico. Del insulto al uso, se comprende.

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