12.4.20

La contagión, 28


Este estado de alarma está siendo como mandar callar a los chiquillos el día que les dan las vacaciones. Al principio, bajo la mirada seria del maestro, hay un silencio sepulcral. Los niños se yerguen en su asiento y ponen cara de buenos. Pronto por detrás hay un murmullo, y luego un siseo, y las voces emergen más claras y se amontonan y se prepara el mismo gallinero que al principio, con lanzamientos de tiza, gritos y carcajadas. Da igual que el maestro eleve la voz hasta los veinte mil muertos.
La OMS vuelve a avisar a los estados de que no se precipiten al relajar el confinamiento, que una segunda oleada puede ser la puntilla. La gente grita y sale a los balcones. Los políticos regresan a su miserable discurso habitual, algunos artistas miopes se ponen en huelga, la cara visible del mundo actúa como si lo importante ya no fuera lo que sucede, y como si los demás no viéramos que sus aspavientos son escenas del pasado que no volverán a funcionar. Encima de sus estúpidas trifulcas, una fosa común de tierra negra en Nueva York, un hangar de féretros en Madrid. Por debajo, el esfuerzo que entraña hacerse cargo de lo que sucede, la instintiva resignación que nos empuja a obviarlo. La contienda está entablada entre nuestro efímero vivir y el miedo a que sea todavía más efímero. Ese miedo languidece, al tiempo que medra el afán contentador de las autoridades. De no querer mirar las primeras cifras de víctimas hemos pasado a la curiosidad estadística, y el lugar que deja el miedo va ocupándolo el olvido, que está más cerca de lo que pensamos. 
Para nuestro ritmo histórico desenfrenado, esto ya pasa de castaño oscuro. Ha habido más epidemias de las que cualquiera pueda recordar y el hormiguero se recompone y sigue adelante sin mirar atrás. Recordamos las mortandades que nos infligimos a nosotros mismos. Las guerras duran cien años, pero las epidemias se esfuman, del aire y de la historia. Esta durará en la memoria lo que dure un espectáculo que nadie quiere recordar, lo que le cueste a un niño salir al patio por su cuenta y gritar a todos sus compañeros que ya no llueve, que salgan otra vez a jugar. A ver quién sigue entonces haciéndole caso al maestro y se queda tranquilo en su sitio.

2 comentarios:

  1. Un placer, Antonio, leerte todos los días.

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  2. Como el de saberse leído. Gracias, Evaristo. Disfruta de la lluvia.

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