20.4.20

La contagión, 36


Al día siguiente de mi decimocuarto cumpleaños estaba francamente desolado. Llevaba toda la mañana en mi gabinete, mirando unas gouaches de la iglesia de Balbec, con el corazón tan decaído como las lilas que Françoise, para que me animase, había dejado en el chifonier al subir del jardín, y sobre cuyo aroma, de pronto, empecé a sentir la dulce fragancia de Quelques fleurs, el agua de colonia de mamá, y escuché su voz, que llenaba el vestíbulo como un collar de cascabeles. Volví a sentir una punzada en el corazón, o, mejor dicho, dos, la una por la alegría incontenible de volver a verla y la otra por la pena insufrible de que, después de darme un beso, se volvería a marchar. No había recuperado el aliento cuando entró mamá en el gabinete. «Oh, querido, traigo buenas noticias. El doctor Cottard me ha dicho que hoy solo ha habido cuatrocientos muertos por la contagión. Y eso no es lo mejor. Dice que a partir del domingo los niños podréis salir a dar un paseo por el bulevar. ¿No te parece maravilloso? Ya le he dicho a Françoise que te prepare un consomé y unos espárragos con mayonnaise». Me quedé sin habla. Mamá salió del gabinete sin darme un beso tan siquiera. Me sentía morir. Otra vez a hacer el tonto detrás del bosquecillo de laureles de los Champs Élysées y a jugar al escondite con la sosa de Gilberte. Solo de pensar que mamá consentiría que me expusiese a esos virus malignos, el desconsuelo se apoderó de mí. El odioso doctor Cottard me había obligado a estar a dieta de leche de cabra. Y no había hecho más que darle un mordisco al espárrago cuando la voz de mamá volvió a subir mis pulsaciones. De pronto la vi en el umbral del gabinete, con su vestido de moaré, y un semblante pálido, tristísimo. «Oh, querido, cuánto lo siento. Nunca me perdonaré haberte creado falsas expectativas. El doctor Cottard me ha dicho, me ha dicho… que solo saldrán los menores de catorce años». El corazón me rebotó dentro del pecho como una pelota de ping pong. No recuerdo haber estado nunca tan contento. «Sin embargo», dijo mamá, acercándose a mí, «hay un doctor catalán, un tal monsieur Mitjá, que dice que deberían salir todos los menores de dieciocho años». «Pero mámá, oh, mamá, ¿cómo vamos a hacerle caso a un catalán, si siempre están dando la lata con sus chovinismos demodés? Ay, mamá, creo que no me encuentro bien. Prefiero quedarme en casa. Dile a Françoise que me suba una taza de leche de cabra».

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