Cuaderno de verano, 15
Creo que la llaman arqueología del pasado reciente, aquellos objetos que no tienen un siglo siquiera pero no solo son rastros de un tiempo remoto sino que han adquirido cierta pátina de vetusta dignidad, de condición venerable y casi mitológica. Es el caso de esta barra de hierro que sujetaba las dos patas de una máquina de coser. A pesar de que en casa sigue habiendo una, la que usaba mi madre, que guardamos como oro en paño, por su hermosura como objeto y por su capacidad de mantener en el tiempo los momentos en que estuvo funcionando, esta otra barra de una máquina Singer lleva aquí más tiempo aún del que yo pueda recordar. Desde luego que ya estaba cuando vinieron aquí mis padres, y en las sucesivas limpiezas generales siempre se quedó apartada, si bien nunca a resguardo, siempre encima de algún muro, junto a alguna piedra, a la intemperie, aguantando la lluvia y el hielo y el calor del ferragosto de tres meses que tenemos por verano. Y siempre que limpiamos la zona, que segamos las hierbas o reparamos un murete, la volvemos a dejar ahí, a que siga desomponiéndose con lentitud, como un vestigio previo que sin duda nos ha de sobrevivir.
Otras huellas de otros tiempos han salido al desmontar un terraplen o cavar un hoyo para plantar un árbol. De vez en cuando aparecen cascotes de ladrillo viejo, macizo y esmerado, de una arcilla clara, que tardará menos que el hierro en fundirse con la tierra y aun así puede que sea más antiguo que esta barra. Otra vez, al desenterrar la antigua canal de riego, salieron unos cascotes de cerámica tradicional, con pinceladas moradas de manganeso que parecían las alas de algún pájaro, y que podrían ser aún más viejos que el ladrillo, de cuando el antepasado mudéjar regaba sus ajos o sus coles, o quizá ya sus alcachofas y sus berenjenas, pero aún no todavía los tomates.
Esas piezas pueden haber levantado una pared o formar parte de un escombro medieval, pero la barra de la máquina de coser es de un tiempo antiguo en el que el posible que yo ya estuvera vivo. Lo intrigante es cómo pudo llegar hasta aquí, para qué quisieron emplearla, desarmar la mesa de la máquina, arrancarle las patas de hierro y dejarla tirada en un paraje donde sólo se escuchaban los silbidos de algún hortelano.
Otras huellas de otros tiempos han salido al desmontar un terraplen o cavar un hoyo para plantar un árbol. De vez en cuando aparecen cascotes de ladrillo viejo, macizo y esmerado, de una arcilla clara, que tardará menos que el hierro en fundirse con la tierra y aun así puede que sea más antiguo que esta barra. Otra vez, al desenterrar la antigua canal de riego, salieron unos cascotes de cerámica tradicional, con pinceladas moradas de manganeso que parecían las alas de algún pájaro, y que podrían ser aún más viejos que el ladrillo, de cuando el antepasado mudéjar regaba sus ajos o sus coles, o quizá ya sus alcachofas y sus berenjenas, pero aún no todavía los tomates.
Esas piezas pueden haber levantado una pared o formar parte de un escombro medieval, pero la barra de la máquina de coser es de un tiempo antiguo en el que el posible que yo ya estuvera vivo. Lo intrigante es cómo pudo llegar hasta aquí, para qué quisieron emplearla, desarmar la mesa de la máquina, arrancarle las patas de hierro y dejarla tirada en un paraje donde sólo se escuchaban los silbidos de algún hortelano.
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