4.12.05

Geórgica, I

Cuando llega el mal tiempo leo a Virgilio. Es una de esas aficiones que empezaron siendo estimulantes y han adquirido con los años la pátina de las costumbres. Unas veces paso la tarde traduciendo media docena de versos de las Geórgicas o de la Eneida, y elijo los fragmentos al azar, como si estuviera rellenando con hilos traducidos un gran tapiz que, al paso que voy, puede durar el resto de mi vida. Otras veces, simplemente, me tumbo y leo.
Virgilio no es el poeta tonante que se eleva sobre nuestras miradas, al que se admira como un objeto alto y luminoso pero es difícil de encajar en la cocina. Virgilio es el viaje de vuelta, la morosidad ascética de los detalles, la alta misión de contar lo mínimo, la noguera que veo desde la ventana o las vacas que mugen en el prado. Cuando huimos de otros clásicos que nos hacen sentirnos pequeños, alejados de deslumbramientos juveniles, Virgilio es un regreso a la dignidad de una existencia menuda. El libro sobre la mesa, la luz de tímidos matices, el otoño húmedo y a veces anaranjado, recién llovido, y en sus versos mezcladas antiguas traducciones infantiles, esas que uno escribía con la punta de la lengua fuera, y reflexiones maduras que me han unido a sus héroes cercanos, a su grandeza posible, pero también a su triste lucidez.
Rumio en estas tardes detalladas las quejas de Eneas a los dioses, por qué yo, por qué esta pesada carga, por qué tanto regodeo en el destino, y me uno al héroe que hace las cosas porque está mandado pero no se entrega nunca al entusiasmo. Cultivo un vínculo casi íntimo con el hombre que vive porque no hay más remedio, y pese a ser consciente de la tormenta caprichosa en que navega, lucha por que cumplir con su deber suponga un lenitivo a la tragedia esencial de perseguirlo. Eneas no es especialmente astuto, siente como a remolque, no le mueve el espíritu de un pionero sino las necesidades imperiosas del momento, y se apiada de sus enemigos muertos como se apiada de su propia negra fortuna, y en esta piedad imprescindible funda la obligación, más que de vivir, de echarse la vida a la espalda, como si fuera, en efecto, no un designio divino sino la maleta de quien va buscando casa.

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