12.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 12


Capítulo décimo segundo
Café Moderno

El dueño del Café Moderno presumía de que en su establecimiento no había ni una sola línea recta. Eso no era cierto, pero poco a poco lo iba consiguiendo. Donde antes hubo losetas o azulejos, el dueño, Eliseo, había puesto ahora un trencadís de cascotes mordidos; la barra de roble macizo, que empezaba nada más entrar al Café a la derecha y seguía como la vía de un tren hasta el piano, ahora dibujaba curvas como las culebras, y era de madera clara; las toscas mesas de cuatro patas fueron sustituidas por veladores de mármol redondo; las mustias lámparas de lagrimones, por plafones con vidrieras de colores; los terciopelos negros de los sillones fueron cubiertos por telas estampadas con margaritas; los banquetes de enea se bajaron a la bodega y se trajeron sillas francesas de alambicado respaldo; el antiguo suelo de madera desgastada se quemó en la estufa y, puesto que era muy difícil armar un trencadís, Eliseo lo cambió por un mosaico de teselas que formaban sombras y dibujos de caligrafía oriental. Todo estaba lleno de biombos rojos con bordados de geishas arrodilladas y arbolitos peinados por el viento.
El promotor de aquellas reformas no era precisamente el dueño del Café, ni tampoco el que las financiaba. Las minas de Ojos Negros daban mucho de sí, pero entre las virtudes que adornaban a Eliseo destacaba su exquisita discreción. Nadie se enteró jamás de que el dedo que se imponía siempre en el catálogo de compra era el del marqués de Valdeavellano. Precisamente por eso, porque era un modernismo de catálogo, el marqués nunca se jactó de financiarlo, y mira que le costó dinero. Siempre ocurría lo mismo. El marqués veía una estufa en un café de París y de inmediato le encargaba al constructor que enviase urgentemente una al Café Moderno de Teruel, pero luego, puestos los muebles, siempre quedaban grandes o pequeños, la barra se comía el paso al salón y los jugadores de guiñote no podían apoyar los codos si no querían que se les viesen las cartas. El resultado era un chafarrinón de muebles caros, con ese aire de angustia que daban los muebles de Guillermina cuando no tenía suficiente casa para meterlos.
¡Con el buen gusto que tengo yo para las flores!, se decía Leopoldo, y aceptaba con caballerosidad la derrota del arte. La prueba de que aquella ostentación plantificada sin pies ni cabeza no le acababa de gustar a Leopoldo era que su gabinetito, como él lo llamaba, el lugar donde se sentaba de tertulia, al fondo a la izquierda, abierto sólo por el lado que comunicaba con la tarima del piano, estaba separado del resto del salón por paneles de cristal esmerilado y espejos con muchas aguas, pero nada más. Dentro era el velador alargado de siempre, con las sillas francesas, eso sí, pero con la escupidera de barro y las botellas de vino tinto.
A la tertulia de la tarde no siempre acudía el marqués. Pasaba largas temporadas de hibernación en su casa con su madre o en la casa de cristal, a veces porque no le apetecía salir del jardín o de la biblioteca y a veces porque quería que sus amigos pensasen de él lo mismo que cuando no dejaba de viajar. Estas últimas semanas, con la llegada de la primavera, Leopoldo apenas aportaba por el Café, pero esa tarde la tertulia prometía. Sus charlas con Pablo Monguió se habían convertido en un estímulo para Leopoldo desde que se encargó de que el Ayuntamiento lo contratase, pero sobre todo desde que los llevó a él y a su bobalicona esposa a ver el descubrimiento de la buganvilla y allí se dio cuenta de la perspicacia botánica de Pau Monguió. Su vieja idea de poner la ciudad en manos de un artista moderno para que hiciese con ella lo que le diera la gana florecía como los hinojos y los ababoles, y de no haber sido porque el entusiasmo sincero era una pose de mal gusto, se lo habría demostrado sin reservas. No obstante, la idea de lucirse con don Pablo junto a sus compañeros de café abonaba también un poco ese punto de soberbia que se necesita para ser moderno.
Los otros miembros de la tertulia, al menos los miembros fijos, eran el doctor Trallero, que pasaba consulta en la calle de los Médicos; el droguero, Timoteo Bayo, uno de los primeros que confió en Monguió; don Victoriano Redondo, que aportaba la página de chismografía, y un poetón amojamado que se llamaba Rodolfo. Todos habían pasado de los cuarenta (alguno, como don Rodolfo, también de la cincuentena), pero la llegada del todavía joven marqués les ponía firmes la sonrisa.
Pablo Monguió asistía a estas tertulias con más comodidad si no estaba el marqués que si estaba, porque entonces se veía obligado a subir el tono de la conversación y, sobre todo, a hablar del trabajo. Se había reunido una vez más con Leopoldo y con el obispo esa misma mañana, para dar el visto bueno a la nueva portada neomudéjar de la Catedral, pero Pau era de esos artistas que piensan que la obsesión emponzoña la obra. A mediodía, por tanto, dejaba de pensar en el arte y se iba al café, de modo que la presencia de Leopoldo era como un suplemento laboral.
Don Victoriano Redondo, cuando el marqués ya se había quitado los guantes, puso a los presentes al tanto de todo. El concejal Gómez seguía sin quitar la valla que por su cuenta y riesgo había puesto en los porches de la plaza del Mercado. El consistorio estaba muy preocupado pero seguía sin reunirse.
−¿Y de política internacional no hay nada, Victoriano? −dijo Leopoldo, una vez se hubo terminado de sentar.
Don Victoriano se sabía la pregunta. Antes de contestarla se atusó los bigotes.
−El infante don Fernando salió ayer del cuartel del Hipódromo con los escuadrones de Lusitania. Van a Selnán, al Riff, a combatir como buenos españoles.
−¡Que te lo has creído tú eso, pajarel! −dijo el marqués.
−¡Lo dice la prensa!
−No seas ingenuo, Victoriano. La prensa tiene tanta credibilidad como tú.
−Bueno, bueno… −dijo don Victoriano, batiéndose en retirada. Lo que más crispaba al marqués de sus contertulios era que jamás entrasen al trapo, que jamás le dieran el gusto de practicar un rato el esgrima con él−. Lo que no es un chisme −prosiguió don Victoriano− es que la velada wagneriana se ha suspendido. ¿Se lo han comunicado ya, don Pablo?
−Pues no, no sabía nada. Unas señoras me pidieron el otro día si…
−¡Las Sangüesas, a que sí! −terció el marqués−. Han emprendido una caza indiscriminada para su recital. El otro día vi el programa en el despacho del obispo y aquello parecía una boda. Hay que joderse con los jaimistas. Me han dicho que usted iba a tocar a cuatro manos con la Sinforosa.
−Pues yo, señores −dijo Pau−, qué quieren que les diga, casi me quitan un peso de encima si dicen que se suspende, y eso que ya llevo un par de días ensayando.
−¿En el Café Suizo? −dijo don Victoriano.
−Pues sí −dijo Monguió, sin saber si metía o no la pata.
−Ahora la cosa se ha quedado en un recital. Pero va a ser muy bonito. Cada uno, en vez de tocar un instrumento o cantar una canción, recitará un poema, y al final vendrán los niños del orfanato a cantar gregoriano −dijo don Victoriano, que hablaba como dirigiendo un coro.
El marqués no disimuló su incomodidad, pero le dio salida. En ese momento un camarero muy alto, repeinado, vestido de chaqué corto y pajarita y con un mandil blanco hasta los pies, se acercó con un copa de brandy y un sifón sobre la bandeja plateada.
−Dígales, don Victoriano −continuó el marqués, mientras miraba a la cara al camarero, para ponerlo nervioso−, que pongan también a las momias de los Amantes en el escenario. Llevan unas falditas muy monas.
−¡Lo que me faltaba!, ¡y ahora una poesía! −se resignó Monguió.
−Sí señor, Pau, claro que sí, una poesía bien moderna. Aquí se la elegimos inmediatamente entre todos. A ver, Rodolfo, despierta, que estás modorro; dinos alguna poesía moderna que pueda recitar el señor Monguió.
Don Rodolfo carraspeó, se metió al cuerpo el culo de coñac que le quedaba y le pidió otro al camarero antes de que se marchara. Rodolfo parecía ruso. En la tertulia lo llamaban Chéjov, por su barba rala, sus anteojos de alambre y su pelo desordenado, pero a él le sentaba mal porque decía que Chéjov no era poeta. Rodolfo se limpió los bigotes con el dorso de la mano y entonó:
−Pobre manteo andrajoso… que sabe el drama angustioso… de mi amargo corazón…
−¡Basta, Rodolfo, basta! ¡Esos versos huelen mal! −interrumpió el marqués.
−Pues son de un buen amigo mío, de un ilustre poeta de la capital, don Emilio Carrere.
−¿Es ese que se viste en las pompas fúnebres con las mortajas que ya están esmeradas por el uso?
−Bueno, la mitografía, ya se sabe…
−¿Y el que le endosó al editor un libro con las páginas en blanco? Mi querido Rodolfo, hablo de poetas, no de mendigos ni de maleantes.
−Hombre, puede recitar esos versos de Juan Ramón que leyó el otro día, don Victoriano −terció Timoteo Bayo, que se había mantenido echado para atrás, dándole chupadas a la pipa−.
−¡Sí, sí, sí! Rodolfo, tienes que participar. En tu boca Juan Ramón es ambrosía, Rodolfo.
−No entendéis la modernidad −dijo Rodolfo, con la poca dignidad que le quedaba.
−La gente guarra y mal vestida es siempre fácil de entender −dijo el marqués−.
Don Rodolfo, instintivamente, se sacudió unas migas que llevaba en la pechera.
−Ah, la boheme −dijo Timoteo Bayo, que intentaba templar gaitas.
−Los poetas se convierten a sí mismos en personajes de las desgracias que no saben contar −dijo el marqués, y añadió:− exactamente como yo, con la diferencia de que yo me aseo, y de que no finjo ser lo que no soy. Yo soy un poeta poniendo claveles en el manto de la Soledad, pero solo eso no me da derecho a llamarme moderno. Y a ti mucho menos, Rodolfo, que te inspiras en las letrinas de los sentimientos.
Al doctor Trallero le hizo mucha gracia el comentario. Pau Monguió se sentía incómodo con el espectáculo. El marqués se percató.
−Por cierto, Pau, ¿qué tal anda su sobrinita?
−Bien, bien, bien. Parece que va mejorando. Ayer ya la sacó a dar un paseo Pilarín Sangüesa, y cuando regresó dijo que se sentía muy bien.
−No me extraña. Dejar de oír a Pilarín Sangüesa es un placer, indudablemente.
−Pues el caso es curioso −dijo Pablo Monguió− porque la medicación que traía no le estaba haciendo nada, pero Milagritos le trajo a la niña el otro día unos cardos marianos que han salido ya en su pueblo y le preparó unas infusiones y oiga, le están sentando estupendamente.
−Eso va a ser la Virgen del Pilar −dijo el marqués.
−Bueno, bueno, el caso es que estamos muy contentos con los cardos −dijo Pablo Monguió−.
−Me alegro −dijo el marqués, y se metió la mano en el bolsillo−. Sobre todo no la lleve a la consulta de Trallero, que le mandará un bote de Miogenol y le dirá que se tire cuatro pedos, ¿eh, Trallero?
El doctor Trallero se removió en la silla pero sonrió sin decir nada.
−En fin, Pau, −continuó el marqués−, deseo que la niña se recupere cuanto antes, pero ahora escúcheme, Pau, cierre los ojos, por favor.
−¿Cómo? −dijo, sonriente, Pau Monguió.
−Sí, hombre, cierre los ojos.
El arquitecto accedió temiéndose lo peor de aquel señorito malcriado. El marqués sacó del bolsillo de su americana de rayas el eslizón de hierro que forjó Tomás, y lo dejó al alcance de Monguió con sumo cuidado, para que ningún ruido al depositarlo sobre el mármol blanco lo delatase. Después tomó el brazo de Monguió y lo llevó a pocos centímetros del lagarto. Monguió acercó los dedos titubeante y, apenas rozó el objeto, una sacudida instintiva le llevó a apartar la mano y abrir los ojos. Y cuando los hubo abierto los abrió todavía más, inflados por el asombro.
−¡Es de hierro!
−Eso es, Monguió, de hierro, para que vea qué artesanos tenemos en Teruel.
−¡Es idéntica! −dijo Timoteo Bayo.
−Eso no es arte −dijo don Rodolfo.
−Hablamos de perfección técnica, Rodolfo, de todo eso de lo que tú careces.
El marqués estaba dispuesto a seguir apaleando a don Rodolfo, y le iba a decir algo brillante dirigido a Pau Monguió cuando vio, por detrás de él, que en el piano había apoyada una mujer, vestida a la inglesa, con manga sin perifollos y saya recta sin enaguas ni refajos ni miriñaques. Su figura se curvaba como un lirio, y fumaba de perfil. Iba peinada a lo garçon, la media melena le enmarcaba su perfil huesudo, de nariz grande y delicada, de pómulos visibles y labios muy finos. Le colgaba un largo collar de perlas y llevaba zapatos de tacón abotonados. Tras el humo del cigarrillo con larga boquilla negra el marqués creyó distinguir que también le aleteaban las pestañas. Leopoldo la miró unos segundos con delectación bajo la luz amarillenta de la lámpara. Pau Monguió creyó que estaba escuchándolo a él, hasta que el marqués inspiró un suspiro por la nariz y dijo.
−¡Sí señor, así me gustan a mí las tías!
Pau se volvió a mirar.
−¡Rosser!, ¡pequeña!


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