24.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 23


Capítulo vigésimo tercero
La morada de la luz

En el cromo que había clavado en la pared aparecía la imagen de Santa Teresa escritora, del pintor turolense Antonio Bisquert. Era la santa en el momento de la inspiración divina. Encima de su escritorio, un jilguero se había posado en el reloj de arena, y a su lado había un cuchillito, una pluma blanca y una salvadera de talco para secar las huellas de la tinta. A un lado, un jarrón de muy claro cristal y agua muy pura, en el que descansaban tres claveles, tres azucenas y tres margaritas blancas, y una malva real. En el centro había una concha marina, de rosados y duros pliegues, y, presidiéndolo todo, una calavera.
Pilarín Sangüesa llevaba horas arrodillada en el reclinatorio de la celda que le habían asignado. Un rosario de perlas blancas enlazaba sus manos junto al pecho. Las rodillas se le habían ya dormido del dolor. Vestía la humilde saya gris de las novicias, y aunque no había tomado los hábitos y su cabeza seguía descubierta, Pilarín ya se había cortado el pelo en lentos tijeretazos sin espejo. Por la vidriera de la ventana, la ventana estilizada y gótica que daba a la calle Chantria, los cristales rojos y azules apenas dejaban pasar un pálido claror que a mediodía, con la lluvia, parecía ya el anochecer, o la misma aurora.
Pero de allí no iba a levantarse a encender siquiera una vela. Allí estaba Pilarín Sangüesa para huir de las tinieblas y encontrar la luz en aquellas margaritas blancas, en aquellos símbolos pequeños que iba repasando Pilarín para esmerar la letra de su alma, la búsqueda del bien y de la claridad.

Estaba agotada. No era capaz de ninguna forma de resentimiento, había aceptado el trato que le dio su padre y en el fondo se lo había agradecido. Quizá sólo con un sentimiento tan vertiginoso y triste fueron sus pies capaces de abandonar la casa del padre, cruzar de acera y tocar a la puerta del Sagrado Corazón de Jesús. Allí llegó mojada de inseguridad, perfumada de falsos deseos, y aquel recogimiento oscuro resultaba ahora un amplio jardín sin nubes, un prado de soles tibios, sin ardores ni deslumbramientos, sin tormentas, sin vientos fríos. La salvadera de talco secaba la hemorragia de su alma, y las flores blancas la encaminaban en la negra noche por la senda de la ingenuidad. La concha marina y sus profundos susurros la regeneraban, como si los ecos encerrasen los peligros, y con el cuchillito afinaba los pensamientos para que ningún grueso borrón manchara la delicadeza de su caligrafía. Aquel sosiego sólo perturbado por lejanos truenos era la morada de la luz, y allí, junto a la Santa, estaba dispuesta Pilarín Sangüesa a entregarse a la vida contemplativa.
No era fácil el camino. ¿Cómo buscar la luz viniendo de la luz?, ¿cómo volver a la limpieza y la alegría si regresas del más puro sentimiento?, se preguntaba Pilarín, mirando la calavera. ¿Sería calavera de hombre o de mujer? ¿Quién había vivido en esos huesos, qué muchas sonrisas habrían aflorado entre sus labios, qué llantos se abrieron paso entre las cuencas vacías de los ojos? La habían llamado puta. La habían llamado zorra. El día que fue con Rosser a Villastar, cuando volvió del paseo, su hermana sólo le dijo cuatro palabras al verla entrar en casa: “¡Vístete de negro, guarra!”, que habían sido cuatro puñales cuyo dolor no era capaz de entender Pilarín. Y tampoco entendió que al día siguiente del teatro su señor padre la llamase a su presencia y sin decir una sola palabra le soltase dos bofetadas que le partieron la comisura del labio. Le dolía que su padre y su hermana hubiesen sido capaces de tan feo comportamiento, y tentada estaba de compadecerse de ellos, si no estuviera sintiendo tan desgarrada compasión hacia sí misma. ¿Adónde vas, Pilarín?, se decía, y miraba el jilguero fijamente, y Pilarín sólo escuchaba sus trinos en la tarde amena, el huerto delicado, la vida rebosante de alegría.
Ni siquiera se había despedido de su amiga Rosser. ¿Cómo encontrar la luz después de haber sido tan desconsiderada con ella? Rosser era el jilguero que se había posado encima del reloj de arena. El reloj se había detenido, pero el pajarillo estaba vivo, y Pilarín escuchaba sus trinos. ¿Era esa la grosería del engaste de que hablaba la Santa, las sabandijas y las bestias que anidan en el cerco del castillo? ¡Pero cómo podía pensar eso ella de Rosser, por el amor de Dios! No anduvo acertada su hermana llamándola como la llamó, ni su padre perdiendo la dignidad de aquellos modos, pero y Rosser, ¿qué había hecho Rosser más que hacerla feliz?, ¿cómo era capaz de no despedirse siquiera?

Pero Pilarín no habría sabido despedirse, su blanca pluma no habría sabido escribir ese poema, no habría podido mentir, y casi cualquier cosa que pudiera salir de sus labios no sería más que embustes y ponzoñas. No había mentiras piadosas, se dijo Pilarín. Todas las mentiras son despiadadas. Podía ser maleducada con Rosser, pero no le mentiría, jamás le mentiría. Pilarín Sangüesa no había mentido nunca a nadie en su vida, y no era por un designio de la virtud, sino por una condición del carácter. En la boca de Pilarín Sangüesa las palabras eran de cristal muy claro, no podía fingir sombras ni medias verdades porque no sabía pronunciarlas.
¿Pero qué le habría dicho?, ¿cómo expresar este bello sentimiento? Fuiste cobarde, Pilarín, le decía la calavera con sus ojos negros. No era luz lo que buscabas, no puedes buscar lo que posees, ni caminar en pos de tus pisadas, y Pilarín Sangüesa se consumía buscando pliegues feos de aquel manto tan hermoso, y repasaba uno por uno los pecados capitales y las virtudes teologales, y miraba a la Santa y le pedía que le ayudase a descifrar estas palabras, este enmarañado jeroglífico que borraba los contornos de su corazón. Le pedía que fuese otra vez su letra clara, su caligrafía transparente. Dame, Santa Teresa, le decía, tu expresión sencilla. Dame tus ganas de vivir. Aparta de mí este miedo, ábreme la puerta de la luz.
La celda estaba envuelta en una densa penumbra azul, apenas clareaban las altas ventanas góticas con los faroles de la calle Chantria, y sin embargo todavía era media tarde de una espléndida y lluviosa primavera. Pilarín estaba tan débil que oía, ahora sí, el lento caer de los granos de arena del reloj, los trinos cada vez más apagados del jilguero, los abrumadores ecos de la caracola, las cuentas del rosario que temblaban con sus manos, y un repiqueteo de la lluvia en las vidrieras y un crujir de la madera bajo sus rodillas. Era el silencio de un corazón exprimido. Sus sentidos empezaron a traicionarla. Veía sombras y escuchaba ruidos, y sus ojos cansados desdibujaban el rostro de Santa Teresa de Jesús.
Y así no supo qué pensar cuando creyó que había oído un ruido más fuerte que la lluvia, un repiqueteo de piedrecillas en las vidrieras. Casi no podía incorporarse del reclinatorio, y le costó un esfuerzo supremo levantar la falleba de la ventana y abrirla y agarrarse a las rejas mojadas, y ver que abajo, debajo de un farol, empapado, estaba llamándola Isidoro.
−¡Señorita Pilarín, señorita Pilarín!
Pilarín reconoció al muchacho y sus sentidos despertaron al viento fresco y al aroma de la tarde húmeda.
−Señorita Pilarín, tiene que venir conmigo, Rosser está mala en la cama, tiene mucha fiebre, señorita Pilarín, y sólo pregunta por usted.
Pilarín Sangüesa, todavía trastornada por las emociones, sólo pudo, sujetándose el pecho, decir a Isidoro con una mano que aguardase. Al abrirla para hacerle señas con ella el rosario de perlas blancas se confundió entre las gotas gordas que caían por las canaleras. Pilarín no se entretuvo ni en cerrar la ventana, y empezó a dar golpes y a gritar para que viniesen a abrirle la puerta, hasta que varias monjas acudieron haciendo volar sus velos por los pasillos para socorrerla, porque sus gritos resonaban en las galerías del claustro como los de una poseída. Cuando descorrieron el cerrojo, un vendaval en sayo gris salió corriendo de la celda donde voluntariamente, eso lo repitieron mucho luego las hermanas, Pilarín se había enclaustrado. Y bajó tropezándose las escaleras y a cada hermana que pasaba le decía “¡tengo que irme, hermana, tengo que irme!”, y no esperó a que la hermana portera le abriese la gran cerradura de hierro, porque fue la propia Pilarín la que cogió la enorme llave del clavo donde colgaba, y con la fuerza de un herrero le dio dos vueltas y salió a la calle, donde Isidoro la estaba esperando.
−¡Vamos! −dijo Isidoro, y la cogió de la mano para que no se resbalara con los charcos.
Por la plaza del Mercado pasaba en esos momentos la procesión de la Virgen de la Soledad. La lluvia había sorprendido a los peaneros que intentaban caminar deprisa sin que las andas se balanceasen. Detrás de la Señora, junto a la comitiva de autoridades, el hermano Etienne caminaba con la mirada baja. A su lado, el obispo se sujetaba el sombrero verde y el alcalde su chistera negra. El hermano Etienne vio bajar por el Tozal a dos muchachos que se tropezaban sin querer con las señoras que aguardaban bajo sus paraguas el paso de la Soledad. Sólo cuando pasaron delante de él Etienne los reconoció a los dos, sobre todo a Pilarín, que llevaba el pelo corto como los muchachos, y la saya gris mojada se le había pegado al cuerpo.
Bajaron como locos de la mano por la calle de la Democracia, y al llegar al portal de los Monguió Isidoro la retuvo un momento y se sacó del bolsillo un cucurucho de papel que ya se deshacía con la lluvia.
−Tome, señorita Pilarín, es un cardo bendito, es el cardo bendito que buscaba Rosser. Déselo usted. A Rosser le hará mucha ilusión.
Pilarín Sangüesa cogió el cardo en sus manos, que ya no temblaban. Lo cogió como habría cogido al jilguero que ahora trinaba en sus oídos como si la tarde hubiera ya escampado. Y llamó a la puerta.
El recibidor estaba lleno de gente. El doctor Trallero acababa de llegar porque Rosser se retorcía en la cama y estaba deshidratándose. Dentro, tratando de calmarla, habían estado toda la tarde Guillermina y Pau Monguió, y también don Leopoldo, que vino nada más pasar la Virgen bajo su balcón, y Milagritos, que le ponía en la frente cataplasmas frías, y los amigos de Pau Monguió, al que Raimon había ido a buscar porque Guillermina no podía sola con la papeleta.
Todos vieron entrar a Pilarín Sangüesa, y todos quedaron mudos. Y todos abrieron paso a Pilarín, calada hasta los huesos, las finas sayas grises desteñidas, pegadas a la piel. Pilarín sólo miraba la puerta donde sabía que estaba su amiga. El doctor Trallero había ya cogido el brazo a Rosser, mientras del otro lado de la cama Pau Monguió la sujetaba, y por este Guillermina le acariciaba la cara y trataba de sosegarla. Todos quedaron suspensos cuando apareció Pilarín.
−No, no… −les venía diciendo Pilarín, suavemente, como si fuesen a hacerle daño a Rosser, como si la fuesen a despertar.
El doctor Trallero se apartó, Guillermina quedó a un lado, y Pilarín Sangüesa se sentó en el borde de la cama, y tomó la mano de Rosser, que abrió en ese instante los ojos y entró en un desconsuelo imparable que le cortaba la respiración. Pilarín la incorporó cogiéndola por los hombros, y se abrazó a ella, y la dejó llorar hasta que se calmase. Rosser trataba de decir algo pero la primera palabra que pronunciaba siempre era Pilar, y ahí se quedaba, anegada por el llanto, mientras Pilarín la mecía en sus brazos y le susurraba que se sosegase. Sólo hubo un momento de debilidad en Pilarín, cuando volvió el rostro hacia los presentes, y con su dulce sonrisa de siempre les preguntó por qué no la habían avisado.
Rosser fue recuperando el habla poco a poco, pero su hablar era un confuso farfullar de razones desarticuladas, piezas rotas de un mosaico transparente. Perdóname, Pilar..., jamás quise ofenderte…, yo no soy mala, Pilar…, pensé que no me mirarías más a la cara…, fueron algunas de las frases que una Rosser desesperada dejaba que se oyesen y que los demás no conseguían entender.
Pilarín Sangüesa entonces se volvió de nuevo a todos los que allí estaban en silencio, y les pidió por favor que la dejasen sola. Todos abandonaron la estancia de inmediato, y cerraron la puerta y se alejaron.
−Yo no quise ofenderte, Pilar −decía Rosser, con algo más de sosiego−, pero pensé que te había decepcionado, que habías huido de mí. No sabía donde encontrarte, me volvía loca. Me puse muy nerviosa…
Pilarín Sangüesa la escuchaba a través de su pecho, como escuchan las madres a sus hijos cuando los tienen abrazados, y en su rostro se iba dibujando la tranquilidad. Pilarín Sangüesa sintió un ligero escozor en la mejilla. No era la herida del labio. Era un rayo de sol que se había colado por la ventana, el primero después de una lenta semana de lluvia. Pilarín Sangüesa oyó entonces cómo sonaban en su alma las campanas, y pensó que era esa la morada de la luz, y era ese el jilguero que se volvía a escuchar desde las huertas, por el camino de lavandas y amapolas por donde había paseado tantas tardes con su amiga. Pilarín Sangüesa sintió que una paz infinita le devolvía el aire que tantos lloros y disgustos le habían arrebatado.
−¿Qué tienes aquí?, ¿qué te ha pasado?, ¿quién te ha hecho eso? −dijo Rosser, cuando descubrió, con la luz del sol, la herida de sus labios.
−No te preocupes, Rosser, he traído una cosa que es muy buena para las heridas.
Y Pilarín Sangüesa sacó de sus sayas mojadas aquella flor que había buscado su amiga en tantas tardes de felicidad, y le abrió una mano pálida, brillante, temblorosa, y dejó sobre ella el cardo bendito. Y luego la miró a los ojos, y le dijo:
−Entre tú y yo, Rosser, jamás habrá ninguna herida que cerrar.
Y Pilarín Sangüesa sonrió y cerró los ojos, y cerró los labios, y muy despacio se acercó a Rosser, con toda la delicadeza de su alma, y posó sus labios en los labios de su amada.


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