19.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 18


Capítulo décimo octavo
Cajas destempladas

No sin imprevistos ni dificultades tuvo lugar en el día de ayer, en el Teatro Hartzembusch de Teruel y ante una más que nutrida asistencia de público, la gran velada poética del Círculo Jaimista Tradicionalista. Sería frívolo por parte de este cronista el arrojar cifras que pudieran contrastar con las de otras veladas de otros círculos, pero estamos en condiciones de asegurar que el Teatro Hartzembusch estaba, como se suele decir, de bote en bote. Igualmente sería ocioso pormenorizar en esta crónica la nómina de asistentes ilustres y participantes renombrados, que fue copiosísima; diremos, sin entrar en pormenores, que estaba la flor y la nata de la sociedad turolense, con sus autoridades civiles, militares y eclesiásticas, desde el recién nombrado Gobernador Civil, don Estanislao Comas, al coronel Olabarrieta, en representación de las banderas legitimistas, y al vicario R. P. Mosén Orencio Palomares, gran aficionado a la poesía.
En atención a la verdad y al interés de nuestros lectores debemos decir que la tarde de ayer, Miércoles Santo, había caído una generosa tromba de agua en Teruel. Los asistentes al acto dejaron las alfombras de las escaleras perdidas de barro, y la humedad de los tejidos y de los paraguas y el calor del ambiente pronto sofocó de intenso bochorno las plateas, y no fueron demasiadas, desgraciadamente, las damas que, a principios de abril, pensaron en llevar el abanico.
El Teatro Marín ha sido recientemente remodelado al gusto de la moda que de un tiempo a esta parte viene haciendo furor en nuestra ciudad. Esa fiebre por las florindangas, los adornos, remates y hierros absurdos ha llegado a los palcos del teatro, y las otrora guirnaldas que servían para engalanar los grandes acontecimientos no son de hojas de laurel sino estuco definitivo. Las barandillas de los palcos, donde los jóvenes se asoman para ver el escenario con riesgo de caerse al patio de butacas de cabeza, están comidas por las hiedras frías y las parras escayoladas. Este cronista no pudo encontrar más línea recta que la que dibujaban los pliegues del telón.
Somos conscientes de que este nuevo arte se ha instalado entre lo que pudiéramos llamar la crème de la ciudad, pero está llenando las calles de hierbajos calcificados y de malezas herrumbrosas las ventanas. Desde nuestra humilde condición de testigos ecuánimes del acontecimiento, opinamos que una decoración tan permanentemente floreada no se aviene con según que propósitos.
El de ayer, por ejemplo, en el pórtico mismo de nuestra querida Semana Santa, no era lugar de floreos ni de música siquiera. La maestra de ceremonias, doña Sagrario Sangüesa, que vestía de verde botella y azabache, y que, según pudimos comprobar cuando salió del escenario, lucía un espléndido sombrero con plumas de ganso, advirtió a los asistentes, cuando todo el mundo estaba sacudiendo los paraguas todavía, de que, de acuerdo con el motu proprio de Su Santidad, la velada no tendría música. Doña Sagrario añadió que hasta el último momento habían luchado los organizadores por conseguir que un coro gregoriano diese profundidad espiritual a la velada, pero que algunas personas −dijo doña Sagrario, sin señalar− se habían interpuesto. No era ese, no, el momento para poner en claro actitudes tan displicentes contra el limpio espíritu del Círculo Tradicionalista en particular y de la mayoría fervorosa en general, algunas, y eso era lo más triste, desde dentro del propio seno de nuestra Santa Madre Iglesia. Este comentario provocó una cerrada ovación y algunos murmullos de asentimiento.
Así pues, con el foso vacío, con la orquesta muda, con las líneas curvas de las puertas en el escenario, delante de aquel ramaje de madera, doña Sagrario Sangüesa presentó a los participantes y leyó el nombre del poema que iban a leer. Fueron muchos, ciertamente. La suma de los versos que ayer se recitaron en el Teatro Hartzembush daría sin apuros para un par de tragedias. ¡Todo el mundo quiso arrimar el hombro para que la velada fuera un éxito! Pero las alfombras empapadas provocaron ayes del público reumático y los sofocos y las alferecías fueron un constante goteo durante toda la noche. En páginas interiores ofrecemos la nómina completa de señoras que tuvieron que ser asistidas.
Todo el mundo puso lo mejor de sí mismo, desde don Modesto Francés, que leyó quinientos versos del Poema de Mío Cid, recién restaurado por el ilustre académico don Ramón Menéndez Pidal, hasta don Victoriano Redondo, que alegró −dentro del escaso jolgorio a que animan estos días de recogimiento− la velada con unos ceñidos madrigaletes de Gutierre de Cetina.
La velada, en fin, se habría saldado con el aplauso de unos y el agradecimiento de otros de no haber sido por una extraña actuación que llegó casi al final, cuando casi todo el público estaba ya por los pasillos buscando sus paraguas y sus sombreros y sus plumas mojadas. Debemos decir, a propósito, que la nueva moda de los sombreros grandes no ayuda a desalojar los teatros. Casi tan poco como la lluvia.
No sólo este fue un momento extraño. Poco antes, y gracias a que todo el mundo estaba hablando y no se entendía nada de lo que se recitaba en el escenario, el tumulto pudo desatarse con unos desafortunados versos que leyó don Rodolfo Górriz, y que, para constancia pública, ahora puede decirse que pertenecen a un inédito del poeta Juan Ramón Jiménez. Puede que las yedras fósiles sean del gusto moderno, pero me veo en la obligación de escribir que el poema Cuando te levantaba las faldas perfumadas pudo desencadenar un serio conflicto de orden público si la gente llega a prestar atención.
No es esta la primera vez que don Rodolfo Górriz lleva demasiado lejos su sentido de lo moderno, que parece sólo consistir en hacer las mismas cosas de siempre pero en lugares inadecuados, y tampoco es la primera vez, forzoso es reconocerlo, que nadie le hace ni caso.
A quien sí prestó el público atención desde el primer momento fue a un niño encapuchado que apareció en el escenario con un tambor. Sabemos que era niño por su estatura, por las manos tiernas que tocaban los palillos y por los zapatos, que le venían grandes, porque apareció vestido con un hábito de nazareno y un capirote que le tapaba la cara. Es importante insistir en el detalle porque, según fuentes fidedignas consultadas por este periódico, quienes se opusieron a que el Coro de San Nicolás actuase fueron los mismos que anoche, desafiando todas las expectativas, sacaron a un infante al escenario. Según pudimos comprobar desde nuestro puesto en las bancadas de los palcos, algunas damas estuvieron de acuerdo en mi apreciación, en especial doña María Farrás de Montaner y la ya citada doña Sagrario Sangüesa, que lo expresaba con vehemencia entre sus vecinos de butaca. Algunos injustos silbidos trataron de acallarla.
El niño se presentó en el centro del escenario y dijo: “¡Toque del Calvario!”, y ofreció una muestra de la variada riqueza folclórica de nuestra provincia. El niño tamborileaba con empaque y donosura, ratatatá, ratatatá, ratatarrátatarrátatarrá, y la gente aprovechaba la ruidera para dar rienda suelta a sus quejas e inquietudes, si bien, por lo menos en la zona de los palcos, cundió la especie de que aquello era buena señal, y que después saldrían los añorados niños del Coro de San Nicolás, y que probablemente algunos de los cantantes intervendrían adaptando sus voces a la música sagrada.
Por gestos tratamos de contrastar esta información con doña Sagrario Sangüesa, que asistía a la velada acompañada de su bella hermana, la señorita Pilarín Sangüesa. Las familias Sangüesa y Monguió, por lo que se pudo ver ayer en el teatro, mantienen relaciones muy aparentes. Junto a doña Sagrario estaba la esposa del señor Monguió, doña Guillermina, a quien también saludamos desde nuestro palco, y al lado de la señorita Pilarín estaba una joven que ya dio que hablar a este noticiero con la famosa expedición a Villastar del otro día y su extravagante indumentaria. Para ser honestos, y a tenor de los halagos y zalemas que las damas de la ciudad dirigían a su vestido, podemos decir que causó sensación. Esta joven es sobrina segunda del señor Monguió, que estaba en medio de las cinco.
Pero no fue así. El niño volvió a gritar, y esta vez dijo: “¡Junto al Sepulcro del Señor está Longinos!” Después abrió el bracito como los niños en las funciones escolares cuando anuncian la salida del sol, y el público asistió estupefacto a la salida de un hombre vestido con una armadura de hierro muy antigua, según comentarios del erudito don José Pardo Sascón, que junto a algunos otras eminencias de la botánica está estos días por nuestra ciudad. “Es una armadura del siglo XVI”, reveló a este periódico.
El hombre que había dentro de la armadura se desplazó trabajosamente hasta el centro del escenario y dijo: “¡Soy Longinos!”, y una ola de rumores recorrió la sala porque todo el mundo identificó el timbre de voz a la primera. De inmediato se hizo un silencio absoluto, y el niño volvió a tocar el tambor, ratatatá, ratatatá, ratatarrátatarrátatarrá, y querrán creernos nuestros lectores si les decimos que al mismo tiempo que sonaba el tambor, y a una velocidad a la que un servidor no había oído recitar nunca en su vida, a todo trapo, como se suele decir, el marqués de Valdeavellano recitó este confuso parlamento que con grandes apuros pudimos trasladar al papel:
Soy Longinos el que le clavó, soy Longinos el que le clavó, soy Longinos el que le clavó en el costado a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz cuando todos gemían y del corazón, gemían y del corazón, gemían y del corazón, gemían y del corazón le manaba la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor que bañaron mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición todavía vivía y la herida latió, vivía y la herida latió, vivía y la herida latió, vivía y la herida latió y como fuente manaba el agua del perdón, manaba el agua del perdón, manaba el agua del perdón, manaba el agua del perdón y lloraba la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir en la tumba de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz es la culpa que arrastro por verlo morir, que arrastro por verlo morir, que arrastro por verlo morir, de hierro que no ve la luz es la culpa que arrastro por verlo morir.
El niño cesó de tocar al mismo tiempo que nuestro florido marqués terminó su extraña melopea, pero no se hizo el silencio que uno pudo haberse imaginado, porque desde las primeras filas la señorita Pilarín Sangüesa y su acompañante (cuyo nombre desconocemos) estallaron en un sonoro aplauso, tan entusiasta que pronto contagió a medio patio de butacas y a la mitad de los palcos y de las plateas.
La otra mitad, y con toda la razón del mundo, mostraba su indignación. Doña Sagrario Sangüesa se desvinculó ostensiblemente de la línea que marcaba el cuerpo de don Pablo Monguió y trató de animar a doña Guillermina y a otras señoras de las primeras filas a que protestasen. Pero las señoras no protestaban. Las señoras, mayoritariamente, aplaudían. A las señoras siempre les gusta mucho lo que hace el señor marqués.
Este cronista se acercó a la salida del teatro, como era su obligación, a recoger la opinión de los que habían visto el espectáculo, y sine ira et studio, como diría el clásico, podemos decir que el patio estaba dividido. Con las apreturas de los paraguas abiertos y de la tormenta pertinaz que nos acompaña desde anoche, el coronel retirado don Lisardo Muñoz, héroe de la guerra del setenta y cuatro, que lucía su hermosa boina carlista y sus charreteras y sus condecoraciones reglamentarias, declaró a este periódico que ni las fechas ni las circunstancias eran las más apropiadas, pero que, en honor a la verdad, había también consistido en un canto casto a las esencias de la tierra, porque él había combatido en Calanda y conocía muy bien la tradición de Longinos y los toques del tambor. El coronel iba acompañado de la marquesa de Valdeavellano, a la que hacía mucho tiempo que no veíamos fuera del palacio de la Bombardera, y que parecía muy halagada y muy feliz con los volatines poéticos de su querido hijo.
Más explícita se mostró doña Sagrario Sangüesa: “¡Ha sido una burla premeditada!”, declaró a este periódico. “Hubo un acuerdo entre los miembros del patronato del Círculo Tradicionalista y los responsables del asilo de San Nicolás de Bari en el sentido de que los niños no participarían en la velada de hoy. De haber sido así, muy otro habría sido el lucimiento de unos y de otros”.
De su acompañante, y esposa del arquitecto moderno don Pablo Monguió, sentimos decir que no nos fue posible obtener declaraciones. La vimos, eso sí, muy afectada por la situación, pues, como hemos ya comentado en recientes páginas de sociedad, doña Guillermina y ella son muy amigas y está en boca de todos que doña Guillermina, bien sea por circunstancias personales o por injerencias externas, está pasando muy malos momentos y se la encuentra bastante deprimida. Desde aquí le deseamos un pronto restablecimiento.
Por su parte, la acompañante de la señorita Sangüesa (cuyo nombre preguntamos con todo respeto pero no nos fue facilitado), se acercó motu proprio a este corresponsal y declaró: “Ha sido el mejor número de poesía que he visto en mucho tiempo. Tiene toda la fuerza de los poemas de Marinetti. Es un poema que te entra por los huesos, por el vientre, por el corazón. Es un sonido que te hace temblar las entrañas y te sume en un estado de catarsis creativa. ¿Ha visto usted girar a los danzantes búlgaros? Es el arte del futuro, amigo. Anote eso que le estoy diciendo, ¡el arte del futuro!”
La señorita Sangüesa, con quien iba cogida del bracete, añadió a continuación “¡Ha sido tan emocionante como una procesión de la Virgen de la Soledad! ¡Yo he sentido golpear en mi pecho toda la pena terrible que llevaba a cuestas ese hombre! ¡Y el niño, ¿ha visto qué bien tocaba el niño?!”.
A fuer de sinceros, y para rematar esta información, creemos pertinente consignar que ninguna llevaba paraguas, y que ambas iban empapadas.

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