10.8.09

La enfermedad sospechosa, 9


Desprecio y alegría

Se había equivocado con ese muchacho. No merecía la pena la que se armó cuando Amparín, así, a bocajarro, como lo decía todo, anunció a la familia que se había enamorado de un maestro. Pero tampoco se les podía culpar por haber reaccionado de ese modo: lo primero era el bien de su hija, la garantía de un porvenir sin sobresaltos, no dejarse llevar por el primer capricho sentimental. Pero este joven (ya no tan joven, todo había que decirlo, como tampoco lo era ya su hija) había demostrado seriedad y disposición, amor a la ciencia e integridad en el comportamiento, que falta le haría para bregar con la vaca brava de Amparín.
El asunto no era como para tomarlo a humo de pajas. Lo que al principio fue simple insolencia, o ese renegado amor por la verdad, así, a secas, la primera verdad que le viniese a los labios, estuviera donde estuviera, en los últimos días se había recrudecido de manera preocupante. A la sencilla pregunta de qué tal había pasado la noche, Amparín llegó a decir un día, mientras tomaban la sopa, que había dormido bien hasta eso de las tres o las cuatro de la madrugada, “cuando empezaron a trotar caballos por el tejado y Dido le suplicaba a Eneas que por lo menos le diese un hijo”.
-¿Tuviste un mal sueño, querida hija?
-No, estaba despierta –contestó Amparín-. Al cabo de un rato se callaron y me volví a dormir.
Semejante insensatez no pasó desapercibida para el doctor Benito. La salud mental de su hija ya no era como para llamarse andana. Por eso, lo que un día, con una sopa, parecía un atentado al decoro y al respeto que merecía como padre de familia, otro día, con otra sopa, le vino al pelo. No debían ponerle tantos remilgos al maestro: quizá fuese la última oportunidad de casar a la hija. A su hijo Julio le daban ataques de ira cada vez que Amparín pronunciaba su nombre. “¡Ni lo sueñes!”, le decía, inflamado por ese defecto de las personas sanguíneas, capaces de tomarse a pecho cualquier hipótesis desde el momento en que se formula como si su cumplimiento fuera irreversible, y más llevado por las actitudes de un patriarca en ciernes que de un hijo mayor.
Julio estaba acumulando mucho poder con los negocios ganaderos, pero no tanto como para torcer la voluntad de su padre. A mediados de mayo se dio una circunstancia que al doctor Benito le puso en bandeja un pequeño plan casamentero. El Aragonés, periódico rival, que había defendido al infame Rodríguez del Rey hasta que el diputado volvió a pasarse a las filas conservadoras, y que se estaba tragando unos cuantos rejones de muerte con las invectivas que escribía el doctor, publicó un largo artículo en primera página sobre la enfermedad sospechosa.
Hasta entonces, El Aragonés tan sólo se había hecho eco de ciertos rumores que apuntaban a que la salud pública en Valencia no era tan satisfactoria como se decía. Eran ya varios los pueblos en que se repetían los casos de enfermedad sospechosa, y algunos vecinos de la capital temían que las fiestas consagradas a la Virgen de los Desamparados, patrona de Valencia, contribuyesen al desarrollo del microbio.
El artículo era claro y no se andaba por las ramas. “Todo induce a creer”, decía, después de algunas frases de relleno, “que desgraciadamente se trata de la terrible epidemia del cólera, que habiendo aparecido en aquellos puntos en el último otoño, ha permanecido estacionario y oculto en la estación de los hielos para que desarrollase su germen con la venida de la primavera”. Y advertía: “Dejarlo todo para el último momento y cuando ya estuviera en medio de nosotros descargando sus mortíferos golpes, es exponerse a una derrota”.
Lo primero que pensó el doctor Benito fue que El Aragonés estaba intentando tapar con la cortina del alarmismo su propia derrota en el asunto del Ferro-carril. Defenestrado Rodríguez del Rey, El Aragonés se había quedado sin causa y sin valedor, y como no tenía ya más armas con que defenderse, llevaba a la primera página el asunto del cólera. Era una puñalada trapera. ¿Cómo es posible –venía a decir El Aragonés entre líneas- que todo un doctor en medicina no haya caído en la cuenta de la que se nos viene encima? El doctor Benito sabía ver cuándo se la estaban jugando pero también la medida exacta de sus precauciones. Muy equivocado estaba don Salustio Herrero, director de El Aragonés, si pensaba que con un artículo en primera página iba a conseguir que don Aurelio Benito no hablase de la Expedición del Ferrocarril, que acababa de concluir felizmente en Daroca, o del medio millón de pesetas que estaba dispuesto a aportar el señor Santa Cruz en la construcción del trazado, o del entusiasmo irrefrenable que la iniciativa estaba provocando en los pueblos del Jiloca por los que la línea férrea discurriría. Y sin embargo era médico, y ese artículo le había herido en su amor propio.
-Andresín, vete a las escuelas de San Miguel y le dices de mi parte a don Fabián que me mande a Ramón Vargas, que quiero hablar con él.
-Sí, señor.
La redacción de El Ferro-carril, justo debajo de la consulta, era un lugar oscuro que olía a papel de barba y a madera húmeda. Se entraba por un zaguán con un zócalo de azulejos de inspiración mudéjar. Enfrente quedaba la escalera principal, y a la izquierda una puerta que comunicaba con el bajo. Allí, además de dos pupitres inclinados sobre los que Nazario, el empleado, corregía y caligrafiaba los manuscritos, había un par de estantes con rimeros de cartapacios atados con badulaque, una mesa camilla rodeada de varias sillas junto al ventanal y una cristalera que comunicaba con el despacho del doctor Benito, donde el médico escribía sus artículos y daba el visto bueno a las copias en limpio, las ordenaba y dejaba listas para que Andresín las llevase a la imprenta de Mallén. Pasaba muy pocas horas en ese despacho, pero se había encargado sólidos muebles de palisandro y todo tipo de artefactos para el escritorio. Estaba convencido de que encima de aquel vade de cuero negro se estaba escribiendo la historia de la ciudad.
Ramón no tardó ni media hora en aparecer. Don Benito lo recibió con agasajos fríos y le invitó a pasar a su despacho. No se anduvo con rodeos.
-Tenía usted razón, querido amigo –dijo, recostado en el sillón friluno, su silueta se recortaba sobre los ventanales del patio-. Deberíamos empezar a tomar en serio el asunto del cólera. ¿Ha leído hoy El Aragonés? No dice nada nuevo, desde luego, al menos nada que yo no lleve repitiendo desde que inauguramos El Ferro-carril. ¡Ah, qué bien suena eso, desde que inauguramos el ferrocarril! Estoy esperando de un momento a otro las actas de la reunión de Daroca que voy a publicar la semana que viene. Pero bueno, a lo que iba: este don Salustio, el pobre, no tiene información de primera mano. Sabe lo mismo que los demás, que la cosa se aproxima… Usted, sin embargo, parecía bien informado. Yo, como usted comprenderá, me debo a mis enfermos, a las enfermedades de la realidad, pero no tengo tiempo ni medios para investigar algo que ni las más preclaras lumbreras han logrado dilucidar. De modo que, y ahora manda mi faceta periodística, quería encargarle un trabajo. Sí, sí, algo que puede usted desarrollar sin menoscabo de su empleo, y que, faltaría más, le será debidamente remunerado. Y quién sabe, porque el periódico sólo tiene dos empleados de momento, y, eso sí, una pléyade de colaboradores. Estoy considerando la posibilidad de contratar a un periodista…
Ramón no sabía si le estaba ofreciendo trabajo o pidiendo un favor. El médico tenía inclinación a dormirse en la suerte.
-Usted dirá.
El doctor Benito apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos.
-Dígame, ¿qué hay de nuevo sobre el cólera?, ¿qué le ha dicho su amigo el boticario de Segorbe, Carlos…?
-Pau. Carlos Pau. Hace días que no sé nada de él. Tan sólo sé que si había alguna esperanza, el gobierno se ha encargado de disiparla. Ha prohibido la inoculación anticolérica del doctor Ferrán. Lo considera un específico no conocido, y por lo tanto dice que se debe encargar a una comisión de expertos que dictamine sobre su eficacia. Cualquiera sabe cuánto tiempo llevará eso.
-¿El doctor Ferrán? ¿Ya estamos otra vez con las dichosas vacunas? El hecho de que Pasteur haya tenido éxito con las gallinas no va a convencer a la gente de que se meta el cólera en el cuerpo antes de que le llegue por sí solo.
-Permítame, doctor, pero la variolización y la sifilización ya llevan tiempo practicándose con éxito…
El médico quedó suspenso, complacido por el revés dialéctico. Su pensamiento le llevó a repasar el destino que podría adjudicar a su futuro yerno.
-Vaya, vaya, así que, además de por las plantas, le da a usted por las epidemias. Estupendo, estupendo. Quiero que me escriba usted un buen artículo sobre todas las teorías que se barajan, sobre los experimentos del doctor Ferrán y las últimas noticias del avance de la enfermedad. Lo nombro corresponsal del Ferro-carril en el morbo asiático, ¿qué le parece? –dijo el doctor, y sonrió con sus dientes pequeños, como de niño-. ¡Vamos a celebrarlo, hombre! Tome usted –el médico se echó mano a la cartera-, aquí tiene dos entradas para los toros, para que vaya con quien quiera.
Ramón no tuvo tiempo de exponerle sus ideas contrarias a tan bárbaro espectáculo, porque la puerta del despacho se abrió y el mismo mozo que había ido a buscarle asomó la cabeza y pidió permiso para interrumpir.
-¡Ya los veo, ya los veo! –dijo el doctor, que había abierto un poco más la sonrisa, y los dedos, y los arcos de sus frases, para recibir a sus invitados.
Eran Soto, Urrioz, Lafuente y Muñoz Nogués, la embajada turolense a Daroca. Entraban contentos, vocingleros, discutían entre risas graves la audacia de Lafuente, que casi al final de la reunión, cuando ya se habían sentado las bases para crear una comisión en defensa del ferrocarril, y a tono con el buen ambiente que se respiraba, solicitó que, puesto que Calamocha estaba representada, también debía estarlo Albarracín.
-¡No deja pasar una el pájaro! –sentenciaba don Mariano-. ¡Tenías que haber visto, después de lo mucho y bien que habló el amigo Urrioz, lo a favor que teníamos a toda la concurrencia! ¡Así se hace, sí señor!
Ramón encontró al doctor Benito más ceremonioso pero también más apagado.
-Bueno, bueno, ¿y esas actas, dónde están esas actas?
-Las actas –dijo Jaime Soto, señalándose la sien y abriendo mucho los ojos- están a buen recaudo.
-¡Nazario! –gritó el doctor-. Ven, siéntate, que te vamos a dictar una cosa.
Eran las fuerzas vivas. Ramón, más que incómodo, se sintió transparente. Nadie le había dirigido la palabra ni el médico había mostrado la menor intención de presentarlo. Su situación era tan subalterna como la de Nazario, que se sentó en su pupitre y se calzó los manguitos, o la del mozo, que después de dar el recado se había salido al zaguán. Tampoco nadie le dijo que se marchase. Aquellos señores barbudos empezaron a echar humo y a mover la falda de la levita cada vez que tomaban la palabra. A uno de ellos, al señor Lafuente, lo había visto antes en la escuela, en las varias ocasiones que, por Santa Emerenciana, había pronunciado una conferencia sobre la historia de la ciudad ante un auditorio de niños estupefactos que no sabían si tenían que entenderlo todo o sabérselo de memoria. Los demás no sabía quiénes eran, pero se lo imaginaba. Sólo se podía hablar con esa soltura del gobernador y de Madrid y de las barbaridades de dinero que se manejaban si uno estaba en contacto íntimo con el poder. Sentados junto a la mesa camilla, mostraban sus botines impecables, sus sellos de obispo, los cuellos de terciopelo de sus levitas, las agujas con que ajustaban sus corbatas, el blancor marmóreo de sus puños, el fulgor de sus gemelos. Vivir en la opulencia, pensó Ramón, es como vivir en la historia, como si la historia fuese un quinto piso desde donde se ve el horizonte. Los demás vivimos en el sótano, con las bacterias. Y somos transparentes.
En un instante de silencio, entre dos párrafos de un gran discurso, Ramón introdujo una tos.
-Perdón, doctor Benito. Debo marcharme. Los niños ya han vuelto del recreo.
-Ah, bien, bien –dijo el médico, sin volver la vista de un legajo-. Necesito ese artículo cuanto antes. ¡Y diviértase en los toros, hombre, diviértase! –añadió, en el tono en el que despedía del consultorio a los pacientes aquejados de melancolía.
Una mezcla de rubor e indignación le subió a Ramón por el cuello.
-Hay pues que buscar esos ocho millones –siguió dictando uno de sus amigos-. Si lo intentamos y no da resultado, yo, por lo que a mí hace, me quedaré tranquilo…
Ramón cerró la puerta con cuidado, se calzó el sombrero y salió de la redacción. A esas horas de la mañana, la sombra fresca de la calle de los Amantes y los cantos de los pájaros en las ventanas animaban a no pensar en el cólera. Junto a él pasaban curas con el manteo recogido que volvían al seminario, y carros cargados de patatas o de muebles que habían subido la cuesta de la Andaquilla y se dirigían a la plaza, a buscarse el pan. No habían hablado de dinero, pero estaba seguro de que un médico no sería tan moroso como un alcalde. Esa misma tarde redactaría una primera versión de su primer artículo, y con lo que ganase podría pagarle a la lavandera.
-¡Señor Vargas, señor Vargas! –gritó una voz desde lo alto. Ramón miró al último piso, donde Amparo, asomada al balcón, le hacía señas de que lo esperase.
A Ramón esa mujer lo ponía un poco nervioso. Seguía agradeciéndole la delicadeza con que lo curó, pero también seguía reprochándole la voracidad insensible con que quiso conocer detalles de la desgracia. Le agradaba su desenvoltura, lo bien que había construido las oraciones gramaticales las dos únicas y muy breves ocasiones en que se encontraron, pero recelaba de la alegría genética, de lo contentos que algunos se levantaban de la cama por las mañanas por el hecho de ser quienes eran. Según sus apreciaciones, estas vidas de salón aumentaban las muestras de entusiasmo casi en la misma proporción en la que reducían la lealtad. Por separado tendía a no fiarse mucho de las mujeres ni de los periodistas. Las dos cosas juntas lo sacaban de sus casillas.
Amparo terminó de bajar las escaleras y salió a la calle vestida de verde manzana, sin polisón, y el pelo sujeto de cualquier manera.
-¿Qué, le gustó mi artículo?
Ramón se quitó el sombrero.
-Buenos días, señorita Benito. Usted perdone, pero habíamos quedado en que no escribiría ningún artículo.
-Quedamos en que no lo publicaría, pero no en que no lo escribiría. Se lo dejé ayer en la escuela, para que usted, si a bien lo tiene el señor, que siempre está igual de serio, le diese su visto bueno. ¿Todavía no se lo han dado? ¡Pues vaya un servicio!
Amparín no dejaba de ser amable. Hablaba un poco atropellada, como si su pensamiento fuera más deprisa que su lengua.
-No se arrepentirá. Allí me limito a decir las cosas, no a cebarme en los detalles. Tenía usted razón: lo desagradable, además de desagradable, es demasiado íntimo.
Ramón no veía maldad en la muchacha. Lo que le molestaba, si acaso, era su alegría desbordante, tan exagerada que casi se tocaba con el desprecio desbordante que había recibido en el despacho de su señor padre. Eran, pensaba Ramón, dos caras de la misma tara.
-Y qué tal, ¿ha venido a que le mirase mi padre las heridas?
-No, no, de eso yo creo que vamos bien. Su padre me ha encargado un artículo sobre la enfermedad sospechosa.
-Qué interesante. ¿Sabe? Yo estoy escribiendo otro. ¿No ha leído los periódicos? ¿Aún no se ha enterado? Señor Vargas, es usted maestro. Hoy daban la noticia de que ha muerto Víctor Hugo. Ya ve usted, don Ramón, se acabaron los romanticismos –dijo, risueña, antes de volverse a meter en su casa.

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