30.8.09

La enfermedad sospechosa, 19


Evitar toda emoción moral

Lo primero era evitar toda emoción moral, no afligirse ni impresionarse por nadie ni por nada. Así era la primera norma del método del doctor Morell para el tratamiento del cólera, que había cosechado excelentes resultados en Gandía y que el doctor Benito aplicó entre sus pacientes de Teruel. Entre ellas, una dieta preservativa que al parecer había sido, junto con la visita de Su Majestad, lo único que surtió efecto en el desastre de Aranjuez: tres gotas de láudano, dos de esencia de menta y una cucharada de ron, disuelto todo en una taza de té y tomado en ayunas por la mañana.

Este y otros métodos y prevenciones fueron anotados con esmero en un papel por el doctor Benito cuando se convenció de que Amparo se había vuelto de Albarracín para quedarse y ayudar, no como el cobarde de su hermano, que cuando la cosa se puso fea se encerró bajo siete llaves en la casa de la sierra. Pero le preocupaba sobremanera la excitación de su hija, el berrinche tan tremendo que se llevó al ver a Ramón Vargas en los calabozos, su obsesión por descubrir quiénes estaban detrás de la denuncia y sobre todo por cumplir con los deseos del maestro: “Cuida de Encarnita”, le había dicho, “no dejes que baje al lavadero, dile a Francisca que coja todo el dinero que tengo en mi cuarto, que no les falte de nada, pero que no salgan de casa, sobre todo la muchacha”.

Y así lo hizo, pero antes fue a ver a Pepe Larrubia para ponerse al tanto de la situación. El problema ya no era la gravedad de las acusaciones contra Ramón, toda vez que la Santa Inquisición hacía medio siglo que no podía condenar a muerte a nadie (y el último, por cierto, fue un maestro que no llevaba a misa a sus alumnos), sino la dilación del procedimiento y el ambiente corrompido e insalubre de los calabozos. Pero Pepe tenía un deje ladino por el que Amparo conocía que no estaba diciéndole toda la verdad. Hablaba de los carlistas, así, en general, como promotores de la causa contra Ramón Vargas, y le preguntaba una y otra vez si en los últimos días había vuelto a tener alucinaciones. Al parecer, una perturbación mental de la señorita Amparo –según el fiscal- habría venido de perlas a su futuro esposo y probable fideicomisario.

-Te lo diré más claro, Amparín –dijo, algo impacientado, Pepe Larrubia-. Es posible incluso que te llamen a declarar. Si se agarran al argumento de que Ramón estaba interesado en que tú te volvieses loca, puedes estar segura de que lo va a pasar mal.

-¿Ramón? ¿Sabe eso mi padre?

-No... –dijo Larrubia, como si aún no se hubiese atrevido a decírselo-. Si tu padre se entera...

-¡Si mi padre se entera les pone una denuncia a todos esos santurrones de la Unión Católica! ¡Ramón está haciendo por la ciudad mucho más que todos ellos con sus rogativas! ¡A quién se le ocurre! ¡A cualquier juez que tenga dos dedos de frente le ha de parecer inconcebible!

Pepe Larrubia miraba con cara de circunstancias. No era capaz de decirlo todo, y Amparín tampoco podía comprenderlo todo. Era indignante, a estas alturas, en estas circunstancias, tomarla con un maestro por enseñar los experimentos del señor Darwin. Toda esa canalla de carlistas meapilas buscaba en la enseñanza lo mismo que en la judicatura: llenarla de familias de caciques, apacentar al populacho y custodiar sus privilegios. Le tenía dicho a Julio que no se anduviese con ellos, pero Julio la despreciaba porque era menor y porque era mujer, y en más de una ocasión se lo había visto en el café soltando disparates contra el Rey, como probando a los jefes de la cuadrilla que él también sabía desafiar a las autoridades. Tan sólo rogaba a Dios que su hermano Julio no tuviese nada que ver con ellos.

Amparín le hizo prometer a Pepe Larrubia que conseguiría una rápida libertad condicionada, costase lo que costase, y después, acatando las órdenes de su padre (y las de Ramón), se fue a casa de Francisca y ya no salió de allí en algunos días. Doña Emerenciana estaba bien cuidada por Pascuala en Albarracín, en su casa de la calle de los Amantes Amparín no debía estar porque su propio padre podría ser un agente nocivo, pero la limpieza a prueba de microbios de Francisca y las prevenciones obsesivas de Ramón garantizaban que las mujeres estarían a salvo si no abandonaban el domicilio.

Francisca y ella se entendían bien. Su relación había sido siempre la de la clienta con la costurera, pero nunca habían cruzado más que un par de frases seguidas. Ahora las conversaciones necesitaban trascender los protocolos. Hablar era un advertirse, un ten cuidado con la fruta, un lávate las manos, hierve el agua, mensajes precisos para caminar sin lastimarse sobre el filo de una espada. A la madre de Encarnita le dieron instrucciones precisas de no tocar nada más que el rosario, y no llevarse nunca los dedos a la boca para santiguarse. La pobre mujer estaba en un ay. Encarnita padecía frecuentes bascas y mareos, por efecto del embarazo, pero a la mujer cada vahído le parecía un mal agüero.

-Usted no se preocupe, mujer. Vamos a rezar un poco y luego nos desinfectamos todas otra vez, y así matamos la tarde –la tranquilizaba Francisca.

Amparín no dejaba de darle vueltas a la imagen de Ramón en el calabozo. A Francisca la llevaba mártir, que si yo debería estar haciendo algo por él, que si Pepe Larrubia se mete en su casa y adiós muy buenas, que si cuánto tardaba su padre, quien solía visitarlas un par de veces al día en sus idas y venidas por la capital. Y Francisca, llevada de su optimismo natural, tiraba de repertorio para sosegarla.

-Pero chica, ¿tú te crees que esto puede acabar sin que tú te cases con tu novio?

-Ay, Francisca, qué buena eres –le decía Amparín, en un tono que, se daba cuenta ahora, era un término medio entre el que empleaba con Blanca y el que usaba con Pascuala-, pero lo peor de todo es que ni siquiera somos novios. Él es un hombre activo, como tú, y yo, por más que me empeñe, soy una mosquita muerta. Me hice la valiente viniéndome de Albarracín y aquí me tienes, enclaustrada en una sala de desinfección.

Estaban las dos en el gabinete de costura, entre polisones recién planchados que nadie había venido a recoger. La tarde caía por detrás del cerro de Santa Bárbara, las paredes encaladas de la casa se tomaban por momentos del color del azafrán. Francisca contó a Amparín con pelos y señales cómo fueron sus dos años de casada, los más felices de su vida, y Amparín las dudas sobre qué hacer con su vida, ella que podía permitirse el lujo de no hacer nada.

-Me gustaría ir a lavar contigo al lavadero, Francisca, que se me pusiesen las manos tan esmeradas como las tuyas.

-Tú no sabes lo que dices.

-Me gustaría ser como tú –dijo Amparín.

-¿Cómo? ¿Viuda, vieja o pobre? –desdramatizó Francisca.

-No. Sana, como dice Ramón. Siempre se lo oigo decir. Francisca es sana.

Amparo y Francisca regresaron a la cocina.

-Lo siento, Francisca, pero voy a ir. Tengo que ir al juzgado. Él se ha expuesto mucho por nosotras y yo tengo que hacer lo mismo.

Francisca no tuvo que hacer esfuerzos para convencerla. En el quicio de la puerta, con una mano en el pecho y tratando de hablar sin conseguirlo, la madre de Encarnita las llamaba. Intentaba decir algo y sus palabras se desmenuzaban en un llanto incomprensible. Francisca salió disparada escaleras arriba. Amparo corrió tras ella.

Al llegar al cuarto de Encarnita las abofeteó un hedor nauseabundo. Encarnita estaba en la cama, tumbada boca arriba, sujetándose el vientre y llorando a lágrima viva. Francisca retiró las sábanas de golpe y vio las piernas enclenques de Encarnita en un charco de grumos blancos como agua de arroz.

-Madre de Dios –dijo Francisca, y se volvió a Amparín-. Tráeme sábanas limpias y pon a cocer un caldero de agua. Y tráete todos esos ungüentos que nos ha dejado tu padre.

-He roto aguas, ¿verdad? –dijo Encarnita, pero nadie supo contestarle.

Amparín conoció de golpe la sensación que tantas veces había anhelado, y de la que tuvo un ligero vislumbre la tarde en que salió de Albarracín con su amiga Blanca. Consistía en no pensar en asuntos pasados ni futuros, en un estar en la vida con la presencia con que leía los libros, en leer la vida y correr entre sus páginas. Amparo hizo lo que le había mandado Francisca porque ella era la que naturalmente lo gobernaba todo, la instintiva capitana de aquel barco con grietas. Pero Amparo se sabía de memoria las instrucciones de su padre, y en un momento preparó una lavativa de cebada con un poco de santonina y un vaso de agua con azúcar y unas gotas de limón, ácido clorhídrico y jarabe de grosellas, y puso unos ladrillos encima del fuego. Para cuando volvió a subir al dormitorio, Francisca ya había cambiado la cama y ventilado la habitación. Encarnita llevaba puesto un camisón limpio. Francisca estaba fregando el suelo con jabón de sosa.

-Yo me avío bien –dijo Francisca-, y tú estás un poco floja. Más te valdría volverte con tu familia.

-Vamos a ponernos los guantes –dijo Amparín-. Mi padre no tardará en pasarse.

Desde aquel momento las mujeres se repartieron la tarea de cuidar a Encarnita como a una reina. La madre, repuesta de sus sofocos, se quedó en el patio, cociendo las sábanas y los camisones que cada poco tiempo tenía que cambiar Francisca. Ella misma las ponía a tender en la azotea y quizá ese fue el único beneficio que les trajo el verano, que se secaban enseguida. Amparín preparaba las cataplasmas y los emolientes y desinfectaba con sulfato de hierro las bacinillas.

Encarnita tenía mucha sed. Si probaban a darle agua fresca o bolitas de nieve, la sed se recrudecía. Si lo intentaban con infusiones calientes o caldo de jamón, Encarnita las vomitaba enseguida. Su malestar iba en aumento y aún antes de que llegara el doctor Benito Amparín decidió agregar unas gotas de láudano a las lavativas y unas briznas de azafrán en las infusiones.

Bien entrada la noche llegó el doctor a dar las buenas noches a su hija. Venía exhausto de visitar enfermos. El Ayuntamiento había decidido pagar a los médicos hasta cincuenta pesetas diarias por ejercer su trabajo, y aun así eran pocos e iban con el agua al cuello. Se multiplicaban los casos de orfandad y las familias necesitadas, y de todos los casos había ejemplos lamentables que añadir. Cundió la especie, muy habitual en los pueblos, de que los borrachos eran inmunes al microbio, y la gente los contrataba para llevar los cuerpos al cementerio o para velar a los desahuciados. Hubo quien llegó a pedir hasta 120 reales por dormir la mona junto a un moribundo. Unos estaban más preocupados por la suerte de las Carolinas que por el infierno desatado en la ciudad. Otros, aprovechando la munificencia del obispado, iban a pedir auxilio cuando en su casa criaban gallinas que vendían a 24 reales para caldo de los enfermos. El trabajo extenuante no era mucho comparado con el desánimo a que invitaban las circunstancias. La gente no se concentraba en evitar el contagio. Por muy egoísta y desconfiada que se hubiese vuelto, al no verlo, se olvidaba, no se imaginaba a sí misma en una situación tan lamentable como la de los enfermos que morían por docenas, no los visitaba y se sentía segura, o se despreocupaba. Y, entre los que sí eran conscientes, también los había tan seguros de la muerte que procuraban dar suelta a sus deseos, fuesen anhelos o depravaciones, y obstinados en su búsqueda caían antes en las redes del asesino. Los curas decían que el único preservativo contra el cólera era la castidad y las costumbres pías. Se multiplicaron las rogativas y el propio doctor Benito criticaría, cuando abriese otra vez su periódico, a las autoridades que por miedo al contagio no las secundaban, pero no dejaba de considerar que con eso no bastaba, que las hogueras de azufre por las calles tenían más de placebo siniestro que de comprobación científica, que daba igual crear vacunas con bacterias vivas como Ferrán o con bacterias muertas como decía Ramón y Cajal. El cólera era agua entre las manos, y si no dependían de San Roque, al doctor Benito ya no se le ocurría de quién podrían depender.

Con esta pesadumbre llegó el doctor Benito a visitar a su hija y se encontró con semejante papeleta. Pero él se quitó el cansancio como quien se quita el abrigo, auscultó minuciosamente a Encarnita y escuchó con atención los cuidados que le habían dispensado. Tan sólo le pareció mal que no lo hubiesen mandado llamar.

-El niño está bien –dijo, como todo consuelo.

Volvieron a bajar al patio para desinfectarse, y el doctor Benito fue muy serio con su hija.

-Debes volver a Albarracín, hija mía.

-De ninguna manera, padre. Es aquí donde debo estar. Ahora más que nunca es aquí donde tengo que estar.

El doctor Benito no insistió. A fin de cuentas, era lo que esperaba de su hijo.

A las pocas horas ya no hubo manera de parar los cursos, vómitos y borborigmos de Encarnita. Sufría frecuentes vértigos y desvanecimientos, síncopes que la dejaban paralizada y asustaban a su acompañante al creer que había llegado el momento. El cólera es fulminante, pero la suya es una lenta fulminación de varios días, una desesperante procesión de momentos dolorosos. De nada sirvió el agua gomosa con láudano y limón, ni tampoco el subnitrato de bismuto ni el extracto de ratanía que recetó el doctor Benito, ni tampoco las sanguijuelas aplicadas en el epigastrio. No comía nada, unas cucharadas de caldo le provocaban diarreas biliosas e insoportables dolores de hígado.

Tan sólo el láudano parecía sosegarla, aplicado en lavativas o en agua dulce, pero no conseguía destruir los microbios ni atajar sus secreciones venenosas. El doctor Benito dio permiso a su hija para que no lo escatimara. Francisca llenó la azotea de sábanas tendidas, y cuando Amparín le dijo que no trabajase tanto, que podían lavar con paños a Encarnita y aguardar un poco a cambiarle la ropa, Francisca dijo que en su casa no había habido nunca sábanas sucias en las camas, y así seguiría siendo. Y Francisca cogía en sus brazos el cuerpo estragado de Encarnita y la cambiaba de ropa y la limpiaba, y cada vez que Amparín le echaba unas gotas de láudano en el vaso ella perfumaba la estancia con agua de rosas.

Las dos trabajaban con cuidado. Bajaban a desinfectarse cada media hora, siempre llevaban puestos guantes de un hule muy fino que les trajo el doctor Benito y un tapabocas de lino untado con goma, y cuando hablaban con Encarnita o la limpiaban procuraban no hablar. Encarnita las miraba como rogándoles que le dijesen que sus males eran de parturienta, no de moribunda. Pero cada vez estaba más inquieta y más de una vez tuvieron que sujetarla una por cada lado para que no hiciese bruscos movimientos con la barriga. El niño, según volvió a certificar el doctor Benito, seguía vivo.

Pero pronto le salieron sombras azules por debajo de los párpados y junto a los labios. Se le alteró el semblante, estaba muy demacrada. Ya no era la muchacha despierta de boca grande y risueña. Los ojos se le hundieron, su mirada languidecía y la piel empezó a tomar un tono lívido. Probaron a cortar los vómitos con la poción antiemética de Riverio y un antiespasmódico de láudano, agua de menta y jarabe de cidra. Pero la sed y los sudores aumentaban. Sólo el láudano le hacía efecto, pero también le enturbiaba el cerebro y le relajaba los músculos. La tranquilidad era una hora en la que Encarnita pudiera entregarse a un sueño desmadejado, o hablar un poco con Amparo o con Francisca. A su madre solo la dejaban entrar hasta que trataba de incumplir las normas, de llorar con desesperación o agarrarse al cuello de su hija y cubrirla de besos.

Al principio a Encarnita sólo se preocupaba del niño. “¿Nacerá vivo o muerto?”, preguntaba, como si su propia situación ya fuera irrelevante. Pero a medida que la cianosis hizo estragos en su cuerpo y comenzaron los calambres, hubo que redoblar las dosis de láudano, y Encarnita fue perdiendo poco a poco el sentido de la realidad. A veces incluso, en momentos de tranquilidad, hablaba como una niña, se transportaba a sus sueños y unas veces estos le arrancaban una sonrisa y otras la volvían a sumir en el llanto. “Tengo un novio”, decía, y al ver el gesto condescendiente de Amparo se ponía seria: “¡Sí, un novio!”, insistía, ”¡y tiene poderes!” Otras veces torcía el gesto, y el mismo recuerdo que acababa de hacerla feliz parecía martirizarla.

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