6.8.09

La enfermedad sospechosa, 5

Sangre de pichón

Los cielos escamparon, la tierra recobró su rostro seco y polvoriento, otra vez se oían trinar los pajarillos, y se celebró, por fin, el baile de Cuasimodo. Tradicionalmente, este baile se celebraba el domingo siguiente al de Resurrección, cuando resuenan todavía las campanas, los cohetes, los mazos y las campanillas con que la población celebra la festividad sagrada, pero las fuertes lluvias aconsejaron aplazarlo unos días, hasta que fuera posible ir por la calle sin que los carruajes se atascasen en el barro y pudieran lucirse los trajes de fino y vistoso dril.

El salón del Casino, engalanado con guirnaldas de colores, pulidos los suelos de mármol y los dinteles historiados de las puertas, limpias de tela las arañas, empezó a llenarse de hombres a las cinco de la tarde. Antes de que apareciesen las damas, el humo de cien cigarros había formado una nube azulada por encima de sus cabezas. En el rincón mejor iluminado, en el buffet junto a los ventanales, media docena de músicos tomaron asiento con sus instrumentos.

Los hombres se fueron distribuyeron en corros. El más nutrido de todos fue sin duda el corro de don Mariano Muñoz Nogués, en torno al cual reían los héroes del 77, Miguel Ibáñez, Pablo Torán, Francisco Laguía, Gregorio Maícas, entre otros, que arriesgaron sus vidas para repeler por segunda vez a los carlistas en nombre de la libertad. En aquellos levitones de gala colgaban medallas como cicatrices. Hombres ya provectos, que escuchaban con el gesto digno y los ojos cerrados desde los sillones, que habían acompañado al gran Víctor Pruneda en sus denuedos republicanos y que, en fin, habían visto crecer la ciudad, se juntaban con otros jóvenes para quienes estos próceres representaban el camino del progreso, y muchas de cuyas hijas solteras harían de un momento a otro acto de presencia.

Era difícil, por más festivo y desenfadado que fuera el motivo de la reunión, no regresar de inmediato al ardor político que daba color a los días. No sólo estaba a punto de partir la Expedición de los Amigos del Ferrocarril, no sólo había que celebrar la decisión del ministro Pidal para que el tren pasara por Teruel, y fuese camino de Zaragoza; no sólo resultaba perentorio escarnecer al diputado Rodríguez del Rey, que se había enfrentado con un rimero de deslavazados documentos a la más sensata de las decisiones, la más calurosamente acogida por los hombres de progreso de la ciudad. El buen tiempo había subido los ánimos, y ya estaba preparándose también la manifestación cívica del 3 de julio, donde los héroes caídos por la libertad contra la carcunda carlista serían homenajeados por los compañeros que lucharon codo a codo junto a ellos y por el pueblo agradecido en general. Largas barbas peinadas en dos crenchas puntiagudas, patillas feraces que recorrían el rostro entero, esculturas capilares que cincelaban el prestigio fueron repartiendo sus panzas decoradas con chalecos de fantasía por todo el salón de baile, y todo lo llenaron de humo.

Las damas, como corresponde, se hicieron esperar. Y todas llegaron juntas, la mayoría con vestidos blancos, peinados altos, polisones abultados. Pero las hermanas de don Joaquín Igual vestían elegantes trajes de color azul celeste, y doña Bienvenida Marqués, que tan admirablemente desempeñó su papel de Margarita en el cuarteto de Rigoleto durante el último baile de Carnaval, vestía un precioso traje de color ceniza con adornos de terciopelo negro. Tan sólo había dos o tres mujeres más que llevasen atuendos oscuros. Las hijas de don Sebastián Polo iban vestidas de negro, aunque, como alivio luto, se habían acercado a saludar, pero se retiraron antes de que la orquesta entonara los primeros compases del vals de Panterose. Una muchacha muy joven, casi una niña, llevaba en este su primer baile de Cuasimodo un vestido también negro, pero con llamativos encajes claros. Y, en fin, las dos más deseadas, por encontrarse en la edad de merecer, y aun en la de seguir mereciendo, eran María Eugenia Gascón, que había embutido su cuerpo en un vestido gris, y su amiga Amparín Benito, el color de cuyo vestido, rematado también por encajes negros, dio mucho que hablar. Los hombres, cuando la saludaban, hacían gala de su cultura vitivinícola.

-Lleva usted un precioso vestido color Burdeos, señorita Benito, le dijo don Bartolomé Esteban, uno de los catorce miembros de la recién constituida Junta Gestora del Ferrocarril.

-De eso nada -replicó Mariano Jiménez, otro de los miembros-, qué Burdeos ni qué niño muerto, ¡ese es el color Cariñena! –dijo, como si ofreciese un brindis en honor de Amparín y de la vía férrea.

La orquesta se arrancó con una polca, que a la gente, absorta en sus conversaciones, no la animó a bailar. Serafín Adán fue a pedírselo a Amparín Benito pero Amparín le dijo que no. Fue el mismo Serafín, elegantemente trajeado con un terno de dril y una pajarita verde, el que dictaminó el color exacto del vestido de su amada.

-De eso nada, señores. Sosieguen sus furores…

Hubo risas y protestas. No dejaba de ser un comentario inconveniente.

-Este color es sangre de pichón. Sí, sí, don Aurelio, no ponga esa cara.

Amparín no estaba para exquisiteces cromáticas. Un impulso le llevó a ese vestido cuando su madre le ordenó que fuera al baile. Aquello provocó una agria discusión en la que se enzarzaron los dos hermanos y Amparín dijo más de lo que hubiera querido decir.

Todo había surgido esa mañana, durante la comida, por un comentario de don Aurelio, quien preguntó a Amparín qué vestido se pondría.

-No voy a ir, padre –fue la escueta respuesta su hija.

El padre, ya de por sí preocupado, trató de descifrar en el rostro de Amparín un síntoma como el de las frases extrañas. Por alguna razón el médico vio venir la recaída.

-Pero, querida, si ya tampoco quisiste ir al baile de Carnaval. ¿No hay otro momento para leer esos librotes que te lees, hija mía?

-Venga, hermana, que se te acaban los bailes –dijo su hermano Julio, mientras chupeteaba los cartílagos gelatinosos de unas manitas de cerdo.

Este mismo comentario, en otras circunstancias, no habría tenido el virulento efecto que tuvo en el ánimo de la muchacha. Sintió cómo le ardían las sienes y las palabras le salían solas.

-Yo no necesito buscarme novio. Ni tampoco voy a consentir que tus amigotes me pasen revista como a las vacas de las ferias.

-¡Pero niña! -terció la madre.

Amparo rebajó el tono de sus invectivas, pero no se calló.

-Además, yo ya tengo un pretendiente, y quiero casarme con él.

Todos quedaron suspensos, el padre con la cuchara llena de garbanzos, la madre con la servilleta en los labios, el hermano con un hueso entre los dientes. Si les hubiera dicho que estaba preñada no los habría dejado tan estupefactos. Quizá fue la primera vez que todos se dieron cuenta de lo que pensaban de su hija y hermana, que no se casaría nunca. El doctor Benito creía saber quién era. El joven Serafín, un hombre serio pero algo tontilán, aparecía últimamente mucho por la imprenta, acompañaba demasiadas veces a los amigos del doctor que venían a visitarle a la consulta. Lo que le sorprendía no era, en fin, la identidad del sujeto, sino el hecho de que su hija pudiera haber elegido a semejante meapilas. Si Amparín era capaz de enamorarse de ese individuo, la familia emparentaría nada menos que con los Adanes, pero todas sus certidumbres en materia de fisiognómica y genética quedarían en entredicho.

A la madre le sentó mal la comida. Nada más saberlo se puso mala. La salud de doña Emerenciana dependía de que nadie le llevase la contraria, y tener novio, o casi, y no saberlo todavía la familia, era un disgusto tremendo. Ni se tenía que decir a bocajarro semejante cosa ni se tenía que hacer tampoco. No podía soportar la idea de que se metiera un yerno en casa, pero tampoco de que su hija la abandonase. Tan solo, después de suspirar varias veces con la boca cerrada y apartar unos centímetros el plato, como si le diesen bascas, se limitó a dirigirse a media voz a su hija:

-Amparo, hija mía, yo creo que tienes razón: no deberías ir al baile de esta tarde.

-¿Y quién es, si se puede saber? –preguntó, divertido, su hermano Julio, que, pasado el primer susto, había empezado a dar cuenta de la morcilla-. ¿No será el mendrugo de Serafín?

El padre lo mandó callar con la mirada. En el fondo era una situación normal. Las hijas tienen pretendientes y lo anuncian en la comida familiar. Por eso era un poco extraña la poca alegría que se respiraba entre los humos que salían de las soperas.

-No, no es Serafín –dijo Amparín, con la mirada baja.

-Hija mía –terció su madre-, ya hemos tenido suficiente sofoco para que ahora te andes con secretos.

-Se llama Ramón Vargas.

-No hay nadie que se llame Ramón Vargas –dijo Julio-; quién es, ¿un forastero?

-Entre tus amigos no hay nadie que se llame así, desde luego –le contestó Amparo, de mala uva.

-¿De qué me suena a mí ese nombre? –se preguntó don Aurelio.

-Te suena de que hace una semana le curaste las heridas.

-¿El maestro de escuela?

Madre y hermano saltaron a la vez.

-¿¿Maestro de escuela??

-Sí –dijo Amparín, levantando la mirada-. El maestro.

Todo lo que sucedió después fue muy desagradable. Las bromas de su hermano Julio adquirieron tintes ominosos.

-¡Pues estaría bueno! ¡Yo pateando el campo para dar de comer a un maestro! ¡De eso nada! –se aventuró a ordenar, dando por hecho que su condición de hermano y de hombre le calificaba para ordenar la vida de su hermana sin esperar a que sus propios padres se pronunciasen. El más conciliador fue don Aurelio.

-Calma, calma –dijo-. No debemos juzgar a las personas antes de conocerlas. Dime, hija, ¿tiene familia?, ¿de dónde procede?, ¿qué apellidos tiene?

Amparín se había cerrado en banda. Se zafaba como podía de las preguntas. Tanto la incordiaron que pidió permiso para levantarse de la mesa, y eso que aún no habían sacado de la cocina la pierna de cordero con patatas con que solían acompañar el cocido. Su madre, antes de dárselo, volvió a sujetarse la frente y a cerrar los ojos, y susurró estas palabras:

-Hija mía, yo creo que sí deberías ir esta tarde al baile.

De lo que no se habló fue del vestido que tendría que ponerse. Aquella seda lívida como las berenjenas, rematada en frunces azabache, tenía el atrevimiento de las cármenes y de las majas, sobre todo porque, a pesar del chal de blonda negra, el escote era bastante pronunciado. Nunca jamás se había puesto Amparín Benito semejante escote. Pero ni su hermano ni su padre habían caído en la cuenta porque el chal estaba recogido con un prendedor a la altura del esternón, y tupidos encajes ocultaban el nacimiento del pecho.

Cuando llegó al baile se lo quitó. Los que porfiaban por reconocer la cosecha que dio el color a ese vestido desparramaban la vista sin disimulo. De un cuerpo recogido había brotado una mujer bandera, pero sus carnes blancas nunca vistas proporcionaban el placer añadido del descubrimiento. No obstante, los escotes generosos eran el pan de cada día. Sin llegar a la altura del corpiño, que habría sido excesivo, las mujeres mostraban los hombros y las clavículas, y rivalizaban en gracia y naturalidad en cuanto a las líneas y las curvas que dibujaban. Amparín, de tanto leer al sol, llevaba moreno el cuello, y el contraste entre la piel colorada de la cara y la tersura ebúrnea del resto provocaba sentimientos encontrados y opiniones dispares. A unas les movía a risa; a otros, a desasosiego.

El doctor Benito atendía al corro de Muñoz Nogués y a las inmediaciones de Amparín, a todos prestaba oídos y llevaba con la mano el compás del rigodón. Fue entonces cuando hizo acto de presencia el escote más disparatado de la fiesta, una mujer rubia, gallarda, imponente, con un vestido de lino de color violeta que a más de un asistente pareció en absoluto propio de las fechas que acabábamos de celebrar. Se le veía ya la sombra azulenca de los capilares de los pechos, y la enseñaba con elegancia y empaque. Pocos la conocían. Amparo sí, y no sólo porque la dama hubiera entrado en el salón acompañada por su hermano Julio.

La conocía del teatro. Era la señorita Lis. Ya había triunfado, el jueves anterior, el primero de la temporada, con la comedia La Mariposa, del dramaturgo Leopoldo Cano, una pieza que en su estreno en Madrid había merecido los calificativos de pieza “romanticota, trasnochada y fiambre”, por mucho que, según era moda por entonces, tratase de representar los más sórdidos aspectos de la realidad. La tragedia de Martina, fea, coja y deforme, embelesada con una felicidad que no es más que fantasía, un estro volátil, “una larva miserable”, como la definió un crítico de la capital, había producido en Amparo sin embargo una emoción desconocida. Había sido, sin duda, la impresionante actuación de la señorita Lis, que siendo guapa hizo de fea, y siendo esbelta supo ser coja, y remontarse en las últimas escenas con un patetismo que hacía olvidar los evidentes desarreglos propios del estreno. Aquellas amargas carcajadas en la escena del desengaño, que se cortaban en seco como las de las locas, le habían llegado al alma.

Quizás Amparín había visto en ella una imagen abstracta de sí misma; quizá fue solo la pasión arrebatada de Amparín por el teatro, o su admiración de una actriz que, a pesar del accidente sufrido por la compañía durante el viaje, sustituyó a compañeras lesionadas, dobló representaciones y el próximo jueves iba a estrenar una de las piezas más atractivas de la temporada, Los guantes del cochero.

El hecho de que fuese acompañada por su hermano Julio, todo hay que decirlo, la llenó de indignación. Ella misma, antes del episodio lamentable de la comida, había ponderado las virtudes de la actriz ante su hermano, y él ahora la paseaba sonriente por el salón como por las mañanas paseaba ufano las reses recién apalabradas en la feria. La fama de don Juan bárbaro y aldeano que iba criando su hermano no se contentaba ya con las muchachas casaderas de Teruel. Para él, pensaba Amparín, nada como tener lo que los demás desean. La cómica talluda y el joven terrateniente fueron paseándose por todos los sillones del salón, entre damas que la miraban con recelo y caballeros que le sonreían con sus dientes amarillos. Se dirigían hacia donde estaba ella con su amiga María Eugenia. Amparín no se encontraba con fuerzas para soportar la ira que le inspiraba su hermano mezclada con la admiración que sentía por la señorita Lis. Al fondo, junto al ventanal por donde había pasado su hermano de largo, había un hombre de grandes patillas, levita de paño inglés y pantalones blancos, que hablaba sin sonreír con otro individuo, lejos de los corros que recitaban como si fuera un número de la suerte los 18 millones y pico que iba a costar la vía férrea. El hombre apartado a quien Julio no saludó en su paseíllo era el diputado Rodríguez del Rey. Y hacia él, cruzando el salón por entre los bailarines, se dirigió Amparín Benito. Hasta don Mariano Muñoz Nogués se percató del acontecimiento. Hasta los músicos que bailoteaban con los hombros vieron cómo esa mujer cruzaba erguida la sala, y casi resultaba más atractiva que la propia señorita Lis.

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