18.8.09

La enfermedad sospechosa, 13

Tiempo de mudanza

Amparín no recayó en la diarrea, pero se encontraba muy débil. No quería abandonar su dormitorio, donde pasaba el día con las cortinas echadas, sin ganas de leer, reproduciendo en su mente conversaciones entrecortadas, imágenes difusas que cuando cerraba los ojos se materializaban en la de un moribundo en el fondo de un pozo. El doctor Benito, con su buen temple de siempre, le insistía en que había sido una falsa alarma, unas caguetas de nada, y le daba detalles cromáticos de la diferencia. Pero en su interior el médico sabía que a veces los síntomas responden a un amago, a lo que se llamaba entonces una colerina, una indisposición de la que el enfermo se cura pero en breve contrae un cólera definitivo.

Por eso, cuando decidió, a base de tisanas de azafrán y filetes de carne cruda, que la debilidad de Amparín respondía más a la impresión de sus delirios que a la salud de su intestino, ordenó al hijo mayor que dispusiera todo lo necesario para marcharse a Albarracín, a pasar los meses de verano en la casona de la familia. Julio dijo que tenía asuntos pendientes en Teruel y que como mucho podría llevarlas, pero luego debía volver. Don Aurelio no quiso discutir con él.

-Haz lo que quieras –le dijo-, pero mañana por la tarde van a acantonar el pueblo. El que entre no saldrá.

-Eso será para los arrieros -contesto su hijo-. ¡Estaría bueno que no me dejasen entrar en mi propia casa!

-Para empezar –dijo el doctor, a quien las bravatas de su hijo lo confundían-, esa casa no es tuya.

Julio lo miró con una media sonrisa, pero no dijo nada. El padre añadió:

-Se marcharán también Pascuala y Marcial, así que vas a tener que arreglártelas tú solo.

-Marcial no puede irse, padre. Lo necesito a mi lado.

-Marcial tampoco es de tu propiedad, hijo mío.

Julio supo hasta dónde podía llegar. El carácter normalmente alegre de su padre se había agriado desde que volvió del lazareto y recibió la mala noticia de la enfermedad de Amparo. Más que agriarse, había adoptado una postura hipocrática, insobornable. Las noticias de Valencia que le había dado Polo y Peyrolón en La Jaquesa le habían hecho caer del guindo. El antidarwinista plagiario se había tomado muy a mal que, siendo amigo como era del doctor, no se le hubiera permitido saltarse la cuarentena. Pero el doctor se lo había dejado muy claro al comandante de puesto: cuando esas situaciones se produjesen y algún viajero, en nombre de su clase o de sus amistades o inclusive de su parentesco, exigiera privilegios añadidos, el comandante debería desoír incluso las peticiones del médico, que siempre serían falsas, dichas para no enemistarse con nadie. Y no sólo era una cuestión de justicia sanitaria sino también de profilaxis personal. Aquellos tradicionalistas ultramontanos pensaban en la higiene como en un acto de cobardía, cuando no de incitación al pecado, y un viaje junto a él en la diligencia que los trajo de regreso habría implicado un riesgo innecesario.

Porque el cólera ya estaba encima. El día 24 de junio, el periódico El Ferro-carril aún avisaba de que en toda la provincia de Teruel la salud pública era “completamente satisfactoria”. Eso sí, lo relegaba a una esquina de la segunda página, porque el resto estaba casi todo dedicado a la mortífera epidemia. No sólo publicó íntegro el artículo que Ramón había escrito sobre la vacuna del doctor Ferrán, sino también el informe de la comisión que desde París había sido enviada para inspeccionar el nuevo método terapéutico, acaso porque algunos de sus párrafos resultaron al doctor Benito todo lo moderados que podía asimilar su temperamento conservador. “Lo más importante tal vez de estas experiencias”, concluía el dictamen sobre las vacunaciones, “es lo inofensivo de la vacuna. En diez mil inoculaciones no se ha podido comprobar ningún accidente desgraciado”.

Ramón trabajó esos días de lo lindo. Para el doctor Benito era muy importante, “ya que no tenemos los medios”, tener la información, y divulgarla. Por eso, desde entonces, no salió a la calle un solo número de El Ferro-carril que no ofreciera datos de la situación y diera toda clase de explicaciones comúnmente aceptadas sobre la epidemia, sus causas, los métodos de desinfección, la higiene pública y privada y las obligaciones que debían cumplirse en el caso de que algún familiar cayera infectado.

El doctor Benito comenzó una actividad frenética. Junto con otros vecinos tan ilustres como alarmados, caso de don Bartolomé Esteban, don Atilano Navarrete o don Pascual Adán, consiguió que la Dirección General de Beneficencia renovase la Junta provincial de Sanidad con vocales más duchos en la materia médica. El propio doctor Benito, una vez elegido y sin esperar a que se confirmasen los casos que empezaban a ser sospechosos, dio instrucciones para que se dispusiera un lazareto junto a la cárcel de Capuchinos, en la carretera de Zaragoza. La experiencia de la Jaquesa le había inspirado la idea de un lugar preparado para combatir microbios, pero no para vencerlos. Al menos, pensó, podrían evitar que no fuera un indigno moridero.

Se dispuso que la señorita Amparo, doña Emerenciana y Pascuala salieran en una calesa conducida por Marcial, el marido de Pascuala, a reunirse con sus parientes de Albarracín. El doctor Benito sometió a los criados a un duro entrenamiento hasta que se aprendieron las reglas de higiene que bajo ningún concepto debían vulnerar: nada de excesos, ni siquiera los genésicos, como los llamaba el doctor Benito, pues esos debilitan y empobrecen el organismo, y predisponen al contagio sin esperanzas de curación. No debían abusar de las bebidas alcohólicas, y discutir ante quien fuera la bárbara idea de que la embriaguez es un buen preservativo contra el cólera. Prohibidas terminantemente las aguas frías y los helados; comidas sanas, de fácil digestión, antes los asados que las salsas, y nunca jamás comer cruda una fruta, o una verdura; todas siempre cocidas o en compota. Debían vigilar que su esposa y su hija no se expusieran a enfriamientos repentinos o al relente de la mañana, y que llevasen (de esto se ocuparía Pascuala) todos una faja en los riñones, y una larga lista de precauciones muy escrupulosas que los fámulos tarareaban como si se tratase de unas oposiciones a notarías. Es una lástima que no se hubiese podido hacer lo mismo con todos los que no sabían leer, que era la inmensa mayoría.

Ramón pasaba más tiempo en el periódico que en su propia casa, pero tampoco descuidaba las labores de divulgación oral. Volvió a visitar una por una las casas de sus alumnos, al menos las de aquellos cuyos padres no formaban parte de la caravana de los que sí sabían leer. A ciertas horas del día, el tráfico de carruajes en la carretera de Zaragoza era un cordón de polvo y látigos al viento, de todos aquellos que, como se decía entonces, adelantaban el veraneo, rumbo a cualquier sitio que no fuera el pestífero Levante. Ramón, esta vez con la autoridad que le confería un certificado de la Junta de Sanidad, visitó las tabernas, figones, lavaderos y obradores de los barrios del Calvario, del Arrabal y de las Cuevas del Siete.

-Señores, por favor, señores, atiéndanme un momento... –comenzaba diciendo, aunque después su parlamento utilizase más recursos oratorios de los que tenía previsto Cicerón, porque Cicerón no hablaba para un Senado inculto y receloso, cuando no resignado y catastrofista. Es muy difícil convencer a la gente de algo que no se puede ver, y que todavía no se siente.

Una tarde de finales de junio recibió un regalo inesperado. Francisca la lavandera tenía unos parientes en el Arrabal a los que bajaba a visitar. Ramón había conseguido un prospecto sobre el uso de las distintas máquinas de fumigación, las Ransom, Leoni, Scott, Freser y otras, algunas con termorregulador incluido, de manos de un viajante de farmacopea que al doctor le pareció el heraldo de la peste. El funcionamiento era relativamente sencillo, de modo que se acercó a casa del hojalatero del Arrabal y suegro de un antiguo compañero de juegos. Este hombre tenía fama de habilidoso. Con una chapa de cinc de los tejados y la ley de los vasos comunicantes hacía maravillas.

Al pasar por la calle Mayor, entre los corros de vecinos que espantaban moscas a la sombra, llegó hasta sus oídos la voz fresca y nítida, la carcajada cristalina de Francisca. En los barrios de fuera de la ciudad antigua no era necesario andarse con remilgos. Ramón la saludó, y ella dejó el corro para salir a su encuentro.

-Dichosos los ojos, don Ramón. ¡Una semana casi que lo llevo ya esperando! ¿Dónde se mete?

Ramón, aunque se alegraba de verla, no sabía ser caballeroso.

-¿Le dejé algo a deber?

Francisca no se sintió ofendida. Para Francisca, después de haber ido juntos a los toros, ya no había motivos de ofensa.

-Ande, acabe lo que tenga que hacer con ese cacharro y venga luego a casa. ¡Y tráigase sus cosas!

-¿Entiendo que ha decidido alquilarme una habitación?

-Bueno, más o menos –contestó Francisca, y regresó a ser el centro de atención en el corro de sus parientes.

Al día siguiente, Ramón quedó asombrado cuando vio el cuarto que en la parte alta de su casa le había arreglado Francisca. Las paredes estaban recién encaladas y el suelo de barro se había cristalizado de tanto enjabonarlo. Había un ventanal al norte desde donde se veían los cerros de Santa Bárbara y el camino del Calvario. Incluso se podía ver el sitio donde Ramón recogió un narciso que ya estaba seco y preparado para enviárselo al doctor Loscos. Un largo tablero hacía las veces de mesa debajo de la ventana, y al lado había una alacena vieja, bastante grande, de madera repintada, con suficientes baldas para que Ramón trajese sus frascos y sus librotes. Aún olía el azufre quemado y el riego de ácido fénico.

-Sí señor, así tenían que estar todas las casas de la ciudad –dijo Ramón, muy satisfecho cuando se vio libre por fin del nido de bichos en el que vivía.

Esa misma noche se cambió de casa. Francisca dispuso en el patio un caldero de agua hirviendo para que Ramón fumigase sus enseres como lo había visto hacer en La Jaquesa, como si los estuviera bendiciendo con un hisopo. Los bártulos quedaron dispuestos en el patio como sala de desinfección para todas aquellas clientas que acudiesen a probarse sus polisones. El próximo 3 de julio, coincidiendo con la manifestación cívica, el Círculo del Casino había programado un baile, aunque para esas fechas ya eran pocas las damas que no habían, también, adelantado el veraneo.

Bien entrada la noche quedó todo dispuesto como si Ramón siempre hubiera vivido allí. El olor de la cal y del azufre disipó de su mente la aprensión en la que había dormido envuelto las últimas noches. En cierto modo, pensó, me siento tan a salvo huyendo de las Cuevas como esos que se van a la sierra. La especie se siente a salvo cuando asciende en la escala social. Quizá por ese resabio que se le quedó en el gusto, Ramón se atrevió a pedirle a Francisca un último favor.

-¿Va usted todos los días al lavadero, Francisca?

-Sí, hijo, sí. De momento no he fundado ninguna empresa.

-¿Y contrataría a alguien, si yo le pagara el jornal?

-¡Hay que ver, cómo han prosperado los maestros! –se asombró la lavandera.

Ramón sintió la necesidad de justificar que no era ningún sablista.

-He recibido algún dinero de la Junta de Sanidad y también del periódico El Ferrocarril, y casi todos los atrasos del Ayuntamiento. Y yo sigo comiendo lo mismo. Ya le dije que podía pagarle unos cuantos meses por adelantado.

-Por eso no se preocupe –dijo Francisca-. Su habitación está pagada.

-¿Pagada por quién?

-Por una clienta mía y admiradora suya. Ella misma me ayudó a elegir las cortinas, que no me ha dicho nada de las cortinas, por cierto, don Ramón.

-Eso fue antes o después de echar el ácido fénico –dijo Ramón.

-Todo se hizo como había que hacerlo, y no por las explicaciones que me dio usted en la corrida, que entonces no me enteré de nada, que lo sepa.

Francisca parecía decidida a cumplir entre sonrisas su papel en la comedia. Ramón no estaba para secretos.

-Sobre todo si las explicaciones las da la hija de un médico, ¿verdad? Bien, Francisca, esto lo arreglaré yo con su padre. Recibirá usted hasta el último céntimo de lo que pida, pero no de ella. Además...

Francisca lo miraba ahora muy seria, con los ojos muy abiertos y actitud de desconcierto, de no saber a qué atenerse. Eso hizo que Ramón, sin saber el grado de confianza que hubiera entre las dos mujeres, se apresuró a intensificar el suyo, y le contó algo de lo que sabía de la señorita Amparo, tal y como, aquella misma mañana, en la redacción de El Ferro-carril, se lo había contado don Aurelio.

-Es una mujer maravillosa, pero aún no está del todo claro que no haya sido contagiada –resumió Ramón, y añadió-: No soy amigo de difamar a nadie. Esa mujer está en las mejores manos, las de su padre, buen médico y mejor persona, pero a partir de ahora no debemos dejarnos engañar por nuestros sentimientos. Yo mismo veré y acaso toque cada día a personas que quizá ya lleven escrita en su intestino, que es donde se agarra la bacteria, su sentencia de muerte. Pero cada vez que entre pasaré por la fumigadora, y es importante que usted también lo haga, y todo el que entre y salga. No hay más lealtad en este trance que actuar con disciplina –dijo Ramón, al que la presencia de Francisca le despertaba su lado elocuente.

-Bueno, bueno, no se hable más –dijo Francisca-, dígame a quién quiere que contrate.

-Se llama Encarnita. Es una muchacha muy dispuesta. Quedó huérfana hace poco de un talabartero que la dejó en la miseria, a ella y a su madre. Le vendría bien aliviar su penosa existencia con unas perras de jornal, y es demasiado orgullosa para aceptar caridad. Tampoco pida de ella una mujer forzuda. No sé por qué, pero me temo que está preñada.

-Ah, bueno, si no sabe por qué, entonces menos mal –le interrumpió Francisca, que no daba puntada sin hilo.

-En todo caso, le garantizo que no la defraudará.

-Eso ya lo veremos –dijo Francisca, escéptica, como necesitada de dar a entender que oponía una mínima resistencia.

Hablando en el nuevo dormitorio se habían quedado casi sin luz. La sombra amortiguaba las palabras. Francisca no tenía tiempo para sentir miedo, ni de los nuevos inquilinos ni del morbo asiático. Desde que la memoria de su Manolo vino a verla y le inspiró la idea de regalarle a Ramón un traje suyo, la vida había cobrado un interés para Francisca que excluía cualquier forma de angustia. Don Ramón tenía razón y la señorita Amparo era muy generosa, y ya sabía ella que la limpieza es la mejor manera de llegar a cualquier sitio.

-Hala, venga –dijo Francisca, en el tono cotidiano de quien resuelve una cuestión familiar-, vamos a cenar que mañana tenemos mucha faena. ¿O es que te vas a ir ahora a avisar a esa muchacha?

Fue la primera vez que lo llamó de tú.

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