18.8.09

La enfermedad sospechosa, 11

Los fantasmas huelen a mirra

No era tarde, pero ya era de noche. Por la ventana de la biblioteca sólo se distinguían las sombras herrumbrosas de los barandales, y ese olmo plantado en el centro del patio que jaspeaba las paredes con sus hojas negras. Ese olmo ya tenía tantos años como ella. Ese olmo era ella, y a su lado un ciprés más lento, crecido sólo hasta el segundo piso, pero quizá más firme, seguramente más duradero, era el de su hermano Julio. Doña Emeren siempre contaba que al plantarlos el doctor Benito había pronunciado en los dos casos la misma frase: “Ya sólo me falta un libro”. No había escrito un libro pero había fundado un periódico.

Amparín se había pasado toda la tarde trabajando en la semblanza de Víctor Hugo. Menudo momento para romanticismos. Por la mañana, su padre y Ramón se habían marchado a disponer un cordón sanitario y un lazareto en el camino de Valencia, cerca de Albentosa, que con los de Libros y Torre de Arcas formaban el cordón sanitario de la provincia. Su prima Blanca, que vivía en Monreal del Campo, le había escrito y la animaba a que se fuese con ella a pasar el verano a Albarracín, algo que ya tenía previsto el doctor Benito para cuando regresase de su embajada sanitaria. Eran las últimas horas en la biblioteca, y no quería desperdiciarlas ensayando sentimentalismos de cartón. Con más gusto habría hablado de Gervaise, la heroína de L’Assomoir, un libro que había consumido sus noches con un placer febril aún más profundo que el que sintió al leer Los miserables. Se habían terminado las pamplinas, el mundo moderno exigía escritores como Zola que nombrasen objetos desconocidos para quien pasa cada día junto a ellos. Se acabaron las damas enfermas que se volvían locas al primer galán que les echase cañamones. Pascuala fregando el suelo era mucho más importante que la señorita Gautier. Sí, esa era la cuestión palpitante. Pascuala era la cuestión palpitante.

Se dio cuenta ese día, cuando cumplía con las instrucciones que había dejado escritas el doctor Benito para cada miembro de la familia y del servicio. Ella tenía que acompañar al mercado a Pascuala y no perder de vista los alimentos hasta que todos estuvieran hervidos. Nada de ensaladas ni de fruta fresca. En su ausencia, y por prescripción facultativa, sólo se comería hervido. Así que, nada más salir a la calle, cuando Pascuala dejaba de fregar el suelo de rodillas, la fámula se convertía en un ser individual que tomaba decisiones, era cordial con las amistades y se protegía de los enemigos, y verla regatear el queso roncalés, el bacalao de Escocia o las conservas de Calahorra en el comercio de Cristóbal Martínez era una realidad más interesante y más poética que desparramar el corazón en hemorragias líricas.

De Pascuala adoraba, por ejemplo, el sentido de la previsión. Ella misma, una mujer malcriada en casa rica, no tenía más conciencia del futuro que la que podía llegar al final del verano, como les pasa a los niños. Y eso que Amparo vigilaba muy celosamente sus propios movimientos y se comportaba según las normas más estrictas de la mujer de acción, a pesar de que no saliese de la biblioteca.

Pero la acción, para ella, no necesitaba salir de casa. La acción estaba en los libros. La acción y la decisión. Si había que salir, desde luego el mejor sitio no era un baile ridículo con hermanos mayores que te tratan como si estuvieses loca, sino a comprar cuellos altos de hilo y piezas de madapolam para camisas en el gran barato de Bernardo Sanz, y dejarse llevar por el ojo clínico de la sirvienta.

Por eso, por un asunto de acción y decisión, había decidido unir su destino al de Ramón Vargas. Su madre la estaba empujando a sonreírle a Serafín Adán, un hombre pasivo, gregario, untuoso. Era un apareamiento lógico, establecido con los mismos criterios con que su hermano desechaba vacas para la cría o libraba del sacrificio a toros fuertes para sementales. No tenía en cuenta el pensamiento ni el sentimiento. No tenía en cuenta más que la sangre, el esfuerzo de depuración genética que con frecuencia, en círculos pequeños, degeneraba en endogamia. Casarse con Serafín Adán era negar la acción, prestarse al empobrecimiento de los genes por el puro afán de engrandecer el patrimonio. A Amparo no le pasó en absoluto desapercibido que Serafín apareciese todos los días por El Ferro-carril justo desde que doña Emeren le hubiese legado a ella todas las tierras de Bronchales y de Albarracín, que habían pertenecido a su familia desde el siglo XVII. Era el movimiento de la especie, cuando los machos berrean y rivalizan por la hembra más lustrosa. Su lustre, como en el caso de Pascuala, no eran sus carnes sino sus tierras de Albarracín.

¡Y pensar que había estado considerando la posibilidad de festejar con Serafín Adán antes de que Ramón Vargas apareciera en su vida! Fue a mediodía, cuando ya se habían ido los pobres de la consulta y vio aquel hombre magullado. Aquel hombre era fuerte, inteligente y sano. Y además tenía un algo de héroe trágico. Ese mismo día decidió pasar a la acción y tomarlo como pretendiente, aunque sólo fuese a ojos vistas de su familia. Ramón se había mostrado huraño con ella, despreciativo consigo mismo, pero ella no había cejado en el empeño y escribió un artículo sobre el rescate del pozo para cuya publicación Ramón dio su consentimiento. Amparín había hecho un ejercicio de muchas horas quitando lo que sobraba, lo que fuera exagerado, lo que no estuviera claro como el agua en la que feneció el suicida. Se había limitado, como en L’Assomoir, a describir los acontecimientos y los objetos, a mostrarlos, sin más.

Sabía que eso iba a gustarle a Ramón. Era importante que dejase de pensar en ella como en una estúpida. Y su padre, que estaba portándose muy bien con ella, que había admitido la posibilidad de este matrimonio con una indulgencia sólo concebible si se daba el amor por supuesto, había colaborado proponiéndole a Ramón que redactase para el periódico, ahora que empezaban las vacaciones en la escuela, el viaje que la Sociedad de Amigos del Ferrocarril había emprendido por toda la ribera del Jiloca.

Pero no, no había que dar nada por supuesto. Ramón era el hombre adecuado. Sabía mucho de botánica, y eso le vendría muy bien en sus paseos con su prima Blanca, que estaba convirtiéndose en una experta gracias a un cura científico de Albarracín. Sabía tratar con niños y eso vendría muy bien en la futura educación de los hijos. Era pobre, sí, pero era inteligente. ¿Amor? ¿No hablaba el señor cura todos los domingos de vencer la carne? ¿Qué mayor victoria sobre la carne que no tenerla en consideración?

Amparín estaba muy convencida de todo esto. Apenas había hablado con Ramón dos o tres veces, y solo una, brevísima, con él a solas, en aquella fría entrevista de la escuela. Pero los acontecimientos habían hecho que Ramón viniese cada día más por el periódico, y que su trato de pronto se hubiera convertido a las reglas de la costumbre, de compañeros que llevan mucho tiempo trabajando juntos. No sólo había logrado saltarse las primeras palabras románticas sino todo el baile nupcial. Cuando estuviera casada con Ramón, las cosas serían la mayor parte del tiempo como eran ahora. Ramón se iría en viaje sanitario con su padre y ella lo esperaría en casa, o se marcharía luego a pasar el verano en la sierra y su marido la iría a visitar. No habiendo hablado nada era como si lo hubiesen hablado todo. El efecto era el mismo y no había cansancios ni rencores. Así eran la mayoría de los matrimonios, pero en este, por lo menos, el arreglo lo harían los cónyuges, no sus señores padres.

Ahora debía ser muy solícita con él porque Ramón había recibido un pequeño revés de manos del doctor Benito, quien sin embargo supo mitigarlo con sabios consejos y decisiones afortunadas. Ramón había traído, esa misma mañana, su artículo sobre el cólera. Amparín, cuando se fueron camino de Valencia, leyó el artículo una docena de veces, y repasó la caligrafía crispada de Ramón buscando secretos de su persona. A Amparín le convencía la necesidad de confiar en el doctor Ferrán, de inocularse la vírgula del morbo asiático estando sano, para que, cuando la mala vírgula sobreviniese, el cuerpo se pudiera defender. Su padre lo leyó apoyado en la chimenea de la redacción, sujetándose el monóculo a cierta distancia. Amparo había bajado a consultarle una duda gramatical y vio cómo Ramón aguardaba tamborileando, con las manos a la espalda, sobre el ala del bombín. Lo vio serio y nervioso, decidido. Por encima de su enorme bigote negro, un bigote de tribu germánica, sus ojos centelleaban, fijos en la lectura del doctor Benito. Igual que aquel día en la consulta, Amparín volvió a ver al hombre de acción que por las noches veía en los deslumbrantes apotegmas nietzscheanos. ¡Había que buscar un buen compañero de ruta para ascender a las cumbres de la sabiduría, y no un pelagatos como Serafín Adán!

Pero su padre, después de atusarse un poco las guías del bigote, dijo que no, y luego añadió este pequeño discurso:

-Mire, hijo, yo seré el primero en predicar las virtudes de la homeopatía cuando esté probada su eficacia. Lo mejor que podemos hacer es no precipitarnos. Sabe usted que el gobierno ha prohibido la inoculación anticolérica, y ya sé, ya sé, que las vacunas de Pasteur siguen dando muy buen resultado en el ganado de Villarluengo. Pero tampoco me negará que después de la Revolución Francesa quedó bastante diáfano que los hombres no eran animales. Si una vacuna falla en las ovejas, y se mueren mil, aquí no ha pasado nada. Los buitres lo disfrutarán. ¡Pero y si el antídoto falla en personas! Yo, de momento, estoy de acuerdo con el catedrático de Valencia, el joven Ramón y Cajal, en que las pruebas que se han hecho hasta la fecha no se avienen con los protocolos científicos, los pasos recomendables y los compases de espera. ¡Pero es que no hay tiempo que perder!, dirá usted, ya lo veo. Pues sí, lo veo, y como lo veo le digo que usted tiene mucho que escribir para este periódico; pero esto, de momento, no. Hágame el favor, Ramón, recoja su equipaje de mano y véngase conmigo a La Jaquesa. Vamos a organizar allí un cordón sanitario. Ha sido una suerte que vinieran a pasar unos días a la capital los marqueses de Tosos. Al nuevo gobernador, que, tengo que decirlo, está agarrando el toro por los cuernos, debemos agradecer sus gestiones para que los marqueses cedieran una masía en el camino donde llevar a cabo las cuarentenas y las fumigaciones. Yo me ocuparé de todo, y quiero que usted me acompañe y haga crónica de lo que vea, para después, a nuestro regreso, contárselo a la ciudad. ¡Y no se amosque, hombre, por este pequeño revés! ¡No le va a faltar trabajo en mi periódico si el orgullo y el afán emprendedor nos llevan en volandas por la vía férrea del optimismo! Vámonos.

En ese momento, pensaba Amparín, cuando los dos salieron de la redacción, el uno a prepararse para el viaje y el otro a dar las últimas instrucciones al gobernador y a despedirse del marqués de Tosos, la escena podía haber representado un matrimonio previo, sólo faltaron las palabras de la esposa, Andrómaca despidiéndose de Héctor, con un niño en los brazos cuya presencia también se podía obviar. ¿Por qué entonces dedicar ahora el tiempo a esa mezcla falsa de intereses y amor forzado? Vivirían con sus padres, Ramón se haría catedrático del instituto, en vez del haragán de don Plácido, que aún no se había acordado de dar curso a la provisión de fondos para el herbario del doctor Loscos. ¡Ah, no! ¡Otra vez se estaba dejando llevar por la selección genética de las titulaciones! ¡Al contrario! Ella se haría maestra, y marcharían los dos a enseñar en las aldeas. Se presentaría a las oposiciones, que iban a celebrarse pronto. Doña Visitación Pascual y doña María Dolores Edo, que habían sido maestras suyas, estaban en el tribunal. Mal habría de hacerlo para que no la dejasen pasar.

La idea de hacer algo que no fuese leer o probarse polisones la reanimó. Era ya muy tarde, más de las doce. La casa, sin su padre, tenía un silencio añadido, una ausencia que ningún otro silencio rellenaba. En las ventanas abiertas al patio las gasas de muselina se mecían con la brisa nocturna. Estaba en lo más alto de la casa, en el desván condenado a guardar muñecas sin cabeza y baúles llenos de polvo, que sin embargo se había convertido en paraíso de teatro y azotea de tranquilidad. Las vigas del techo eran nuevas. En noches cálidas como aquella rezumaban algo de resina por debajo del betún. Amparín solía sentarse cerca de la ventana, en el sillón de orejas, con una lámpara de gas encima del secreter donde yacían desordenados los elogios a Víctor Hugo. Encima de esos papeles, Amparín dejó el artículo sobre el doctor Ferrán y encendió la palmatoria con un fósforo para bajar hasta su dormitorio.

Antes de apagar la bujía retiró los visillos y cerró la ventana. Se volvió hacia el secreter, giró la rueda del carburo con cuidado y al incorporarse tuvo una sensación extraña. Era como si un pájaro blanco hubiese pasado por el patio, una luz que había dejado una estela que duró un instante. Sería, pensó, la adaptación de los ojos a la oscuridad. No el pájaro, pero sí la sombra de su estela se había quedado flotando entre las aguas del cristal. Amparín se frotó los ojos cansados de leer y descorrió las cortinas. Había sido en el momento de apagar el quinqué, en el primer golpe de oscuridad. La noche era clara y aun sin una palmatoria podían divisarse a la luz de la luna los contornos de los muebles y la enorme rama del olmo atravesando la vista del balcón.

Entonces sucedió algo en su cerebro que Amparín ya había sentido antes. Era un rumor que se articulaba en frases repetidas, como si arriba una familia discutiera y volviese a discutir, o se preguntara algo y lo volviese a preguntar. En cierta, lamentable ocasión, en la ocasión que mató cualquier brizna de romanticismo antes de que se muriera Víctor Hugo, Amparín había aprendido de memoria unos versos en alemán que ahora se reproducían en la oscuridad de la biblioteca como una ensalmo que cada vez salía de un lugar distinto de su cabeza. ¡Para vosotros dispuse mi casa en lo más alto!, creía oír, y luego otra vez la misma frase, como un eco que recogiera las últimas palabras pero les arrebatara la vida. Como si fuesen las palabras de un espectro. ¡Pero qué espectro! Arriba estaba el cielo estrellado, junto a la biblioteca el patio y la escalera de caracol que comunicaba con el gabinete. Las voces parecieron apaciguarse, quedaban reducidas a un monótono murmullo, de mucha menor intensidad pero mucho más comprensible: Eso ha debido de ser que el niño se comió una lata de escabeche en malas condiciones, escuchó Amparín, con una nitidez que la aterrorizaba, como si fuesen los vecinos de al lado a través de una pared de panderete. Pero al lado no había vecinos. Al lado no había nada. Las voces sonaban lejanas, amortiguadas, amordazadas, como hablan los sordos, sin timbre reconocible, como son los gañidos de los moribundos. Otras veces escuchaba risas de loca que desaparecían de su mente a mitad de carcajada, como si a alguien le hubiesen cortado el cuello mientras se estaba riendo, y entre las risas empezasen a surtir los borbollones de la sangre.

Amparín trataba de quitarse aquellas voces como si se tratara de un insecto que se le hubiese colado por el oído. Un rumor de bajo continuo, un silbido fúnebre de órgano le atenazaba las sienes, y a veces un caballo que galopaba, las campanillas de un landó que acababa de llegar, o que empezaba a marcharse. El ¡sooo! del cochero, tan potente y verosímil que Amparo creyó que sí era verdad, quizá el carruaje de su padre, que ya volvía del lazareto y había entrado al patio. Amparín creyó en aquel sonido real y descorrió de nuevo las fallebas de la ventana. Al abrir, una brisa fría le apagó la candileja, y percibió un desagradable olor a mirra, un aroma de cajones viejos, de membrillos podridos entre las enaguas llenas de polillas. No, no había entrado su padre. El fanal del patio titilaba, pero no daba más luz que al inmediato alrededor. El frescor de la brisa la serenaba. Creyó que iba a vomitar. Las piernas le temblaban y sólo venciendo el cuerpo, con la cabeza baja, encontraba un poco de alivio. Algo más repuesta, trató de incorporarse y entonces, cuando aún no le había terminado de subir la sangre a la cabeza, vio una imagen espantosa. Entre las ramas del olmo negro, atravesándolas, como un ente incorpóreo e insensible a la materia, un hombre la estaba mirando.

El desconsuelo le oprimía la garganta. El olor a mirra la asfixiaba. Aquel hombre trasparecía las hojas negras, su silueta no era estable, y según se moviera de su sitio Amparo la veía o la dejaba de ver. Era, como las voces, una secuencia repetida, como detenida en su trascurso y vuelta a suceder. Sólo en ocasiones, cuando el pájaro blanco le volvía a nublar la vista, podía barruntar el aspecto de aquel individuo. Tenía el rostro azul de los caballos de picar, la piel se le había pegado a los huesos y de los ojos le brotaban lágrimas oscuras. Parecía pedir agua, o decir adiós. No tenía encías y los dientes le brillaban como fuegos fatuos. Su imagen ondulante parecía la de un hombre ahogado, perdido en el momento de suplicar la muerte. La luz de una bujía definió de nuevo los contornos en un halo amarillento. Amparo sintió pasos en la escalera, de su cuerpo brotó un alarido. Se volvió sobre sí misma sin aliento. Era Julio, su hermano.

-¿Se puede saber qué te pasa? –dijo, subiendo el quinqué por encima de su cabeza, para ver mejor.

Amparo no dejaba de temblar. Con vergüenza y estupor se dio cuenta de que estaba empapada de un humor viscoso que le recorría el cuerpo entero y emanaba un hedor insoportable. Se llevó las manos al vientre. Julio, al ver la cara descompuesta de su hermana, sus cabellos húmedos de fiebre, los labios pálidos, cambió de actitud.

-¡Amparo!, ¡Amparo!, mírame, ¿estás bien?

Amparo no acertaba a decir nada. Se volvió hacia el ventanal. Las ramas del olmo mecían sus sombras sobre la pared del patio. Las piernas le fallaron, quiso sujetarse, pero cayó al suelo, mientras veía cómo su hermano, con el rostro desencajado, estupefacto, reprimía la intención de recogerla, el instinto de tocarla.

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