13.1.13

El enfermero



Michael Haneke es como ese enfermero con cara de palo que levanta una punta de la sábana para que los familiares reconozcan el cadáver, y que la mantiene levantada todo el tiempo que necesitan para sobreponerse al impacto y descansar unos instantes la mirada, limpia de aprensiones, en la imagen del muerto. Poco antes de que regrese a los ojos del pariente la repugnancia instintiva, el enfermero vuelve a colocar la sábana en su sitio.
               Así es Amour, y así son todas sus escenas. La primera impresión repele, pero Haneke mantiene el plano, la sábana levantada, y nos deja mirar con cuidado y respeto, acostumbrarnos igual que nos acostumbramos a cada una de las fases de la decadencia y tratamos de encontrarles el mejor acomodo posible. El matrimonio de octogenarios, profesores de piano, vive en un hermoso apartamento algo mugriento, lo cual no sé si es un símbolo de la decrepitud o un alarde de precisión cultural, teniendo en cuenta que la acción transcurre en París. Es un sitio hermoso y vivido, y el personaje que sostiene la película. Sí, los muebles, el salón, la hermosa estantería, la cocina recogida, los pomos antiguos, ese beige amostazado de los zócalos de madera y las paredes, el generoso tálamo nupcial, el piano de cola junto a los balcones, sobre alfombras persas apolilladas, las mansardas por detrás de las cortinas. La casa, el decorado, justifica el comportamiento de los personajes: ciudadanos cultos, poco expresivos, algo fríos, extremadamente educados, que es, la buena educación, como decía Senillosa, lo único que puede salvar un matrimonio. Los suelos de sus vidas crujen de viejos, pero siguen siendo de madera noble. El interruptor del lavabo está negro de mugre, pero los azulejos siguen igual de pálidos que siempre. El vestíbulo, la única ventana a la calle que se abre alguna vez en la película (y por la que entra una paloma anestesiada), es amplio y vacío, de techos altos, sin vida, con un armario cerrado.
El único momento en que los personajes están fuera de casa es al principio de la película, en un largo plano de los espectadores de un concierto, un alarde de la técnica del plano fijo de Haneke: la imagen no cambia, pero es tan rica en matices, tan entretenida de mirar, que nos acostumbramos a estar en ella y nos sorprende que no nos moleste que se siga prolongando, hasta que, mucho tiempo después, Haneke la cambia, milagrosamente antes de que empiece a ser pesada. Lo mismo puede hacer luego, en la casa, con un diálogo entre personajes que no están en el plano, con la hermosa imagen del pasillo enmaderado y el suelo hidráulico de la cocina. Asistimos al vacío que los une, al tiempo que los ha mirado.
En esa casa distinguida y decrépita Haneke nos enseña, con más respeto que piedad, los estragos de la muerte. La decadencia de la mujer, víctima de un paralís, es progresivamente obscena, hasta llegar a lo espantoso, pero sucede lo que sucede en realidad: que, en cada uno de los estadios de ese proceso, uno se acostumbra a mirar. Es el instinto que nos hace no derrumbarnos y salir corriendo, aceptarlo como una prolongación de lo que fue la vida. La mujer pierde la cabeza en sus ensueños infantiles, y cuando la recupera soporta la amargura de ya no ser ella, de ser tan solo un cuerpo que se pudre con un cerebro que está vivo. El hombre, el enfermero, es un héroe clásico de los pies a la cabeza, un pius Aeneas que afronta sin entusiasmo su destino. La mujer que amó se está marchando, y llega un momento que ya no es ella, y que la empieza a amar como la amará cuando ya se haya muerto, pero sigue a su lado, cumple su palabra, uno no sabe si por serle fiel a ella o a sí mismo, por miedo a no destrozar su conciencia cuando ya no le queda tiempo para rehacerla. Hasta que ya no puede soportarlo más, hasta que el enfermero deja caer la sábana, o la almohada, sobre el rostro del cadáver, aunque ese no poder soportarlo más es también una actitud ética, heroica, la de saber cuándo no se debe soportarlo más.
Cuando hablamos de eutanasia, hablamos de dignidad, cuya última y suprema manifestación es la voluntad de morir, por parte del moribundo, y la conciencia de que ya no se debe prolongar más la agonía, por parte de quien no puede hacer otra cosa que acompañar hasta el final del camino. El marido, que también está en sus últimos años, que deja de afeitarse cuando muere su mujer, de ser quien es, hace lo que hace por necesidad, no por sacrificio. Acompaña a su mujer hasta el final porque es parte de ella, no porque se lo deba. Está mejor con ella paralizada que sin ella. Se desespera, pierde los nervios (todavía me duele la escena), pero una y otra vez regresa al estar juntos para el que la enfermedad y la muerte no son más que circunstancias temporales.
Los dos están impresionantes. Él, Jean-Louis Trintignant, porque sabe hacer legible esa mezcla de amor y miedo, de resignación y fatalismo, de normalidad en medio de la ruina. Sabe mantener las formas. La cultura (los libros de la hermosa estantería, el piano de cola) y la buena educación son una inversión de futuro. Cuando ya nada merezca la pena, servirán para sobrellevar la miseria. Ya no querremos contestar al teléfono, ni salir de casa. Apenas abriremos una ventana del vestíbulo vacío, y no a la calle sino a un húmedo patio de luces. La vieja casa empezará a descascarillarse, pero quedarán las fotos en las paredes, las partituras en el piano. Todo lo demás será una molestia innecesaria, la evidencia de que ya sobramos en la vida.
No me quiero imaginar lo que habría sido esta película rodada en un piso pequeño, tipo Loach, sin un hogar hermoso que muera contigo, que es lo más habitual. Aquí la casa, el refugio culto, elimina esa putrefacción moral que lleva en hombros al féretro hasta en las mejores familias, sobre todo en las mejores familias. Aun así, los otros pocos personajes, los que vienen de fuera, ya están en el otro mundo. La hija, Isabelle Huppert, representa al vástago que quiere acallar su conciencia con soluciones médicas, pero no está dispuesto a algo tan sencillo como acompañar.  En determinadas circunstancias, el amor obligatorio no es suficiente. Más hijo que la hija es el antiguo alumno, Alexandre Tharaud, porque es lo que han dejado en la vida, un alumno que finalmente triunfó como intérprete de piano. Les produce más placer hablar con él que con su propia hija. Y, sin embargo, él es lo ya hecho, lo vivido, y en el nuevo territorio de la muerte, ella, la anciana paralítica, no soporta escuchar el fruto de su persona, el disco de su alumno, porque ya pertenece a lo irrecuperable. Emmanuelle Riva, igual de impresionante que Trintignant, no interpreta a una moribunda ejemplar, como nadie lo seremos, y en las escenas de las frases lapidarias no puede ni pronunciar dos sílabas seguidas sin llenarse de babas y de ahogos. La muerte es nefanda. Rechazamos describirla tal y como es. Creemos que solo se degrada y se muere el cuerpo, pero el caso es que se muere la vida entera. Se muere la alegría y se muere la memoria, se mueren los sentimientos y las ilusiones. Verte morir debe de ser como ver cómo se desnuda tu persona de todo lo que justificaba la vida. Mantener la dignidad es lo único que queda, la última tarea.

5 comentarios:

  1. Anónimo11:26 a. m.

    Magnífico comentario.

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  2. Pienso lo mismo, magnífico comentario, me ayuda a entender mejor la película. Me ha gustado, y no lo he visto en otros sitios tan detallado, el papel que le asignas a la casa. Esas paredes hablan, como hablan en las fotografías de Adget o de Walker Evans. Quizás me ha extrañado que no digas nada de la música, tan escasa en la película, o de los sonidos, o de su ausencia. La vi, con retraso respecto a su estreno, en el Cerbuna.

    Un saludo

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  3. Gracias a los dos. Vi, in illo tempore, bastantes películas en el Cerbuna, a deshoras, con vídeos VHS que bajábamos a la sala húmeda de televisión. Incluso recuerdo haber visto, entera y sin más descansos que los imprescindibles, la serie Brideshead revisited, mano a mano con otro cerbuno. Un abrazo, José Luis.

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  4. Tengo a mi hija allí, ya sabes.

    Un abrazo

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  5. Llevamos a nuestra hija a Zaragoza anteayer, por gusto. Aprovechando que había poca gente, nos enseñó, aunque ya es su tercer año allí, dónde dejaba su bicicleta, y de paso, también, el laboratorio fotográfico, las lavadoras y ... las salas de TV, tres nada menos. Me acordé de ti.

    Un abrazo

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